El anciano engalanado había arribado, una vez más, en horas de la tarde, a la casa de su buen amigo Toño María. Vestía un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata igual al color del vestido, que se complementaba con unos zapatos negros. Durante el día, la puerta se mantenía abierta, pero la vivienda estaba algo protegida porque había una reja metálica que antecedía al portón de madera. Esta tenía un candado, el cual funcionaba como timbre; por lo general, la gente lo zarandeaba y lo chocaba contra los fierros del enrejado para avisar su llegada. Ese ritual se repetía tantas veces cada día y pasó tantas veces durante tantos días, que no podría calcular, con exactitud, los millones de veces que pude haber percibido ese ruido.
Todavía lo recuerdo, llegando en horas de la tarde. Don Arturo se asomaba por la reja y saludaba de manera cálida. El bisabuelo lo recibía contento, había llegado uno de sus compinches en el buen dominó. El viejo cachaco era jovial, tenía frases creativas en el saludo y se refería a los niños con amabilidad, respeto y cierta ternura. Era de mediana estatura y la alopecia había hecho su implacable tarea (solo conservaba cabello, totalmente blanco, a los lados y atrás de la cabeza). Las gafas de pasta, marco color negro, le daban un aire institucional, burocrático; fácilmente uno hubiese pensado que era algún funcionario o ejecutivo de esos del centro, en una época donde la zona todavía era el espacio de confluencia de algunos personajes influyentes para determinar los destinos de la ciudad en sus distintos ramos. Pero, realmente, parecía una especie de ratoncito, porque los ojos se veían pequeños tras las gafas y su dentadura superior era algo separada. Un ratoncito amable y detallista.
El bisabuelo recibía a los aficionados al dominó en la sala de la casa, donde él permanecía gran parte de cada jornada, sentado o recostado en una pequeña cama-tarima. La cabecera de la misma limitaba con un muro que no llegaba al techo de la vivienda, sino que terminaba varios centímetros antes, formando un cajón, visto desde afuera, pues era, en realidad, una especie de armario de la habitación contigua, que sobresalía en el salón principal. Esta circunstancia era aprovechada para colocar allí varias cosas, especialmente, pertenencias del bisabuelo; una de ellas, su preciado juego de dominó, que estaba guardado en una particular caja de madera forrada en un cuero sintético verde y delgado, fijado con tachuelas, que tenía una tapa corrediza. Con algo de esfuerzo, él estiraba la mano para alcanzarlo y ponerlo sobre una mesa que estaba cerca de la cama-tarima. Al otro extremo del armario, en la pared que colindaba con el exterior de la casa, se ubicaba, en una mesita, el televisor Zenith de perilla, que duró catorce años y aguantó un poco los pelos de la gata Zafira, que durmió muchas noches, plácidamente, encima de él, hasta que terminó estropeándolo, amén de su mudable pelaje. La caja multicolor era la otra entretención del bisabuelo, en algunos momentos.
Don Arturo tenía una costumbre que siempre me pareció tierna: después de sentarse frente a su adversario, de un momento a otro, sacaba un trapo blanco, solicitaba agua, lo remojaba y extraía las fichas de dominó, para llevar a cabo un proceso de limpieza muy parsimonioso. Yo, de unos cinco o seis años, recuerdo mirarlo y resaltar ese ritual con cierta curiosidad. Él se reía al ver el detenimiento con que yo le observaba en esos instantes. Finalizada esa primera fase, iniciaba la sana contienda.
El bisabuelo apostaba con dinero descontinuado. Mantenía unas monedas de peso y de centavo obsoletas, algunas color café por el deterioro del metal en que se habían elaborado, otras conservaban el tono plateado. Esta disposición quizá obedecía a que el espíritu de Toño no era competitivo, solo quería entretenerse, y a que de joven perdió la herencia por jugarla a los dados, por allá en Entrerríos.
¿Quién era el campeón de la jornada? No lo sé, no me detuve a indagar al respecto. Sé que el bisabuelo era bastante habilidoso y no era fácil ganarle, pero no creo que don Arturo fuese un rival de poca monta. Toño era exigente con sus adversarios-compañeros de juego.
Tiempo después, don Arturo dejó de visitarnos. Había caído enfermo. Vivía cerca de la casa —casi a la vuelta— por la calle 80, entre las carreras 50 y Bolívar. En una de las tantas caminatas con mi papá, me llevó allí. Entramos a la habitación y vi a una persona distinta. Don Arturo no vestía su elegante traje; estaba en camisilla y pantaloneta… Le habían amputado una pierna. Sentí impresión, no tanto por la pierna ausente, sino por encontrarme con una imagen tan diferente de don Arturo a la que me había acostumbrado. Pensé más en su atuendo que en otra cosa y con esa imagen me quedé.
Tiempo después, tal vez meses, don Arturo falleció. Yo no estaba presente cuando le contaron al bisabuelo, pero estoy seguro de que su reacción fue muy estoica. Quizá se rascó la cabeza y siguió inmerso en su silencio pacífico, para luego tomar el librito del Rosario y hacer alguna oración, todo ello después de mostrar algún gesto de leve tristeza en su rostro y decir «Ahhh, qué pesar».
Todavía recuerdo a don Arturo. Siento el olor del trapo húmedo después de frotar las fichas. Escucho su voz menuda, delgada y sus risas, mientras se refiere, respetuosamente, a Toño. Varios amigos del bisabuelo se fueron yendo antes que él y, aunque pareciera que el juego terminaría, no ocurrió así. Los contrincantes variaron, pero no hubo ninguno que llegase, con esa delicadeza y ternura, a limpiar las fichas.