viernes, 12 de diciembre de 2008

Ricardito

"Ah, otra vez" lamentó perezosamente Ricardito. Eran las seis de la mañana y tenía que salir a vender dulces en los semáforos y cualquier buseta cuyo chófer se apiadara de él. Sus diez años eran muchos para un niño de diez años. Mucho mundo, mucha lucha. Poco pan, poca retribución a los esfuerzos constantes.
Correteaba desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche. El desayuno, un pan - muchas veces rancio - con aguadulce; el almuerzo, cualquier mecato que se lograra conseguir, o la piedad de algún parroquiano que a veces acaecía le propiciaba algunos buenos banquetes personales. La comida no existía en el diccionario de sus anhelos ni de su existencia cotidiana, mejor dicho, tristemente rutinaria.
Con los ojos cansados e irritados, se subía a las busetas, promocionando los confites que soñaba poder vender rápidamente. Ya eran como cinco años en lo mismo. Pocos compraban, otros hacían malacara cuando éste subía a la buseta. Algunos fingían dormir; otros expresaban lástima de cajón. Y algunos la impotencia producto de las ignominias políticas y sociales a las que muchos se han visto abocados.
Ricardito no estudiaba, pero podía leer y escribir. Aún así, para él era una tontería, prefería los videojuegos cuando el tiempo y la liquidez acaecían en su vida. Celebraba con los triunfos de su equipo de fútbol favorito, y en muy contadas ocasiones iba al estadio a alentarlo. Las noticias y el periódico poco le importaban. Las promesas de los políticos lo enriquecían siempre y cuando ellos llegaran con las dádivas temporales en tiempos de campaña. El resto del tiempo, eran unos buenos hijos de puta, corruptos y ladrones, olvidados de "su gente", de "su pueblo".
Ojos cansados, rutina agobiante, ser ya lacerado. Pronto llegaría una tarde funesta donde la adolescencia se hizo cómplice de la ignorancia obsequiada por el olvido y la indiferencia y las drogas serían sus amigas. Donde el crimen para la subsistencia fue su lema, su bandera.

El Cinismo desmesurado

Mauricio miraba alrededor de sí, sin poder percibir claramente todo. Parecía obnubilado, perdido, como si se hallara en otra órbita. Observaba sin observar, parecía estar viendo un punto muerto nada más. Otra masacre, el llanto de las víctimas... los machetazos descuartizadores se oían al fondo, al son de clamores que no serían atendidos.
Era una cruel melodía que tintineaba no en los oídos de Mauricio, sino en su mente, en su corazón. Aún estaba vivo, pensaba a ratos, pero ya consideraba tarde la oportunidad de la reconciliación. Seguía haciendo daño, sufriendo silenciosamente y fingiendo frialdad. Pero era una mierda, al fin y al cabo lo era. Por cobarde, por no detener su funesto proceder, por seguir en lo mismo.
Escuchaba los gemidos de una mujer siendo violada por sus secuaces subalternos. Y simplemente, tomaba los audífonos y seguía escuchando sus vallenatos románticos; otras veces eran canciones de protesta. Tarareaba y repetía las líricas mientras acariciaba su fusil. A la hora de cualquiera de estos actos, hacía cosas similares. En otras ocasiones, recordaba los tiempos de su infancia, siendo hijo acomodado de hacendados.
Un día quiso estudiar y luego, le dio por aprender a disparar la 38 de su amigo Rafael. Luego, la marihuana purificadora y relajante lo llevó a otros lugares. La fornicación constante con distintas mujeres se convirtió en su religión, al son de la ambición por la riqueza. Al principio atracaba a cualquier transeunte, o robaba carros, con sus cuatro compañeros. Luego, desvalijaba casas. Y un día, el narcotráfico fue la catapulta de su éxito personal.
De esa forma, regresó a su pueblo, con amigos poderosos, sembró el caos y el terror. La muerte era su apellido por vocación. Y lloraba silenciosamente, pensando que hacía mal, pero que no podía parar. Era hijo de la avaricia, cegado por la ambición.
El olor a madera quemada y a sangre fresca producto de balazos y machetazos mutiladores era perfume para él. Escuchaba vallenato romántico y canción social, luego con amargura llorando por la noche su tragedia personal.
Mentiroso y farsante, rezando por las noches, pidiendo perdón por sus víctimas. No era bueno, era malo y miserable.
Generoso a ratos, repartía dinero y mercado a los poblanos; armaba bazares y carnavales, tomaba cerveza, ron y aguardiente al son de Darío Gómez y su vallenato infaltable. Otras veces su canción social "porque tiene melodía bonita con la guitarra y esas voces son muy lindas" decía entre carcajadas, ah "y porque la aprendí en la universidad".
Así fue como una tarde navideña, un balazo de un joven subestimado por todos, le atravesó el cráneo y la sangre chorreó por el orificio, mojando los audífonos que seguían sonando y replicando "pan para el pueblo, libertad para todos".