sábado, 20 de noviembre de 2010

El día de suerte

Mario Firmenich viajaba en bus. Estaba adormecido, atisbando borrosamente las calles, llenas de personas que aparentaban felicidad. Parejas en las que el amor estaba floreciendo, buscando un bar, o una discoteca. Empleados que charlaban animados porque la semana laboral había terminado. Niños que charlaban felices mientras comían helado. Tanta felicidad asfixiaba a Mario, y le dificultaban un poco sus planes para la noche.

Al llegar a su casa, su novia lo mira con desgano y le pregunta "saldrás a beber?". Él le dirige una mirada llena de furia, pero no le responde. Camina hasta su habitación y se sienta a llorar. Quiere terminar con su vida.

Mario Firmenich es un estudiante de Teatro, que está más cerca que lejos de graduarse. Su vida era un paraíso. Hasta que, una noche, en el cúlmen de la pasión, olvidó utilizar preservativo. Ahora, vive con su novia, quien fue expulsada de su hogar al saberse la noticia del futuro parto; trabaja como cajero en un supermercado; su sueldo es una miseria, no alcanza para cubrir todas sus necesidades y las de su futura familia. Ya no mira con cariño a su "madre de mis hijos", como solía decir un año atrás.

Mientras lloraba, Mario decidió que sería mejor terminar con su vida. A fin de cuentas, es su único pensamiento, día tras día; y lo deseaba con tanto anhelo, que al bañarse para refrescarse del trajín y del sudor, resbaló y, en una aparatosa caída, se rompió el cuello...

Su último pensamiento fue "si consiguiera otro trabajo, mi vida cambiaría..."

domingo, 4 de julio de 2010

La agonía de los Santos

El mundo se acaba… el cielo está inundándose en llamas, la gente corre, desolada, buscando la salvación imposible; la bomba ha estallado.

Aunque la fuerza del artefacto ha destruído unos pocos edificios, la radiación ha penetrado en el corazón de todos los edificios -incluídos los refugios subterráneos- y la gente agoniza, viendo como su lacerada piel se desprende cada minuto, quedando en sangre viva, sólo quedando unos pocos minutos para un incierto arrepentimiento celestial, reflexionando si Yahvé, Alá, Buda, Visnú, o Josef Stalin, es el verdadero Dios, viviendo los últimos segundos en una agonía celestial, la esperanza de dejar de sufrir tan onerosos sufrimientos.

El aire se torna pútrido, infernal, abrasador, asfixiante; el olor a carne es insoportable. Los cadáveres se amontonan a lo largo de todas las ciudades del mundo. El armagedón ha llegado.

(Santos presidente, carajo!!!)

domingo, 23 de mayo de 2010

Grises concesiones

Mientras el bus avanzaba, Marco pensaba de manera angustiada y desordenada… Su joven rostro lo decía todo. Si daba la cara, era hombre muerto. No tenía elementos que pudieran salvarlo del final que le esperaba en caso de aparecerse ante Don Efraín. Sólo la memoria y los recuerdos de no haber fallado, a excepción de cometer un pecado venial ante las leyes no escritas que su máximo jefe había decretado tiempo atrás.

Marco, el guardaespaldas que hacía las veces de portero en aquél lugar, reunía todos los requisitos para ejercer de una manera “ideal” el cargo al que había aplicado una tarde en que no hallaba las posibilidades que le permitieran subsistir económicamente. De tez blanca, alto, levemente obeso, de piernas gruesas y fuertes, con un estómago un poco sobresaliente pero macizo, unos brazos que se ajustaban cual rompecabezas armónico con las piernas ya mencionadas, un cuello grueso que era observado con respeto (porque no se sabe por qué razones al mirarlo se pensaba en un tipo “duro” y cruel que no dudaría en usar su capacidad de persuasión a partir de la fuerza, si era necesario). Finalmente, su rostro parecía el de un buen sujeto, una cara un tanto larga, acompañada de un cabello castaño oscuro recortado militarmente, unos labios grandes y carnosos que mostraban bondad cuando él estaba en silencio o cuando sonreía, una nariz un poco gruesa – como esas que sólo tienen los que parecen temerle a muchas cosas –, y unos ojos pequeños pero brillantes, que aparentaban nobleza, apoyados por unas cejas oscuras y tupidas que contradecían la aparente bondad que el resto del rostro trataba de expresar, lo que podría contrariar las funciones y consignas que Marco tenía siendo lo que era en un mundo tan complejo y azaroso como en el que había decidido ingresar.

Durante el tránsito indefinido, producto del caos en el que había acabado de entrar desde la noche anterior, Marco recordaba desde el principio las razones que lo habían motivado a desertar del bar. Haber cedido, con profundo morbo y perversión ante la fuerte tentación que sintió desde el principio por Amalia, la trigueña aquella de cabello negro con castaño artificial ondulado, senos un poco caídos de pezones exagerados, manos largas y delgadas de largos dedos con uñas color rojo, rostro enjuto levemente bello y piernas trigueñas delgadas pero bien formadas, prostituta que laboraba allí y con la que él había construido una gran confianza, fue el error más grande que cometió, aunado a la vil propuesta que Don Nemesio – ese pelón y un poco obeso e imberbe socio de los negocios de don Efraín – planteó.

La carnal orgía que sería placentera, terminó en fatalidad. Don Nemesio, quien tenía a “la Amalia” entre sus predilecciones sexuales, quiso proponer algo fuera de lo común en sus encuentros con ella: integrar a “ese muchacho, el Marco, que se ve interesante, para darle bien duro a esta zorrita”, como lo murmuraba con su cara de mafioso degenerado aunque fuera un tipo muy educado y experto en asuntos de etiqueta.

Marco, impulsado por la gran tentación que siempre había sentido por Amalia, accedió a la petición del socio de su jefe. Se fueron para una suite privada que el bar tenía en el segundo piso. Desde allí se contemplaba el patio interior del bar, con su jardín adornado por unas azaleas bien cuidadas, con una fuente de agua que traía los típicos angelitos escupidores de agua por la boca. Allí, Don Efraín bebía un café bien caliente todas las mañanas, leía la prensa, mientras sus escoltas merodeaban por el recinto, atentos a cualquier cosa. Con su cabello negro engominado hacia atrás, sus cejas tupidas y oscuras, ojos grandes pero fruncidos por los párpados protuberantes, nariz aguileña y bigote engomado, labios medianos y mentón un poco cuadrado cual figura geométrica, Don Efraín se dedicaba a esperar la llegada de Ofelia, administradora del bar, que le rendía cuentas diarias sobre el funcionamiento del lugar. Todo ello desde ese patio que había sido decorado como jardín y que, como fue dicho más arriba, podía ser avistado desde la suite privada, que tenía ventanas polarizadas, las que daban al jardín y a la calle, de paredes interiores color crema, con alfombra color marrón, muebles cómodos, ruleta de juegos, mesa de billar, repisa de licores, rocola con innumerable cantidad de variada música, un sofá cama para descansar, y otro pequeño recinto donde había una cama enorme para dormir.

En ese sofá cama, comenzó la juerga triangular. Don Nemesio besaba y manoseaba a la Amalia, la desnudaba despaciosamente, para luego pasar sus manos varoniles y peludas por los lugares más íntimos de ella, quien gemía suavemente, fingiendo un poco, sintiendo levemente. Marco, estupefacto, no podía contener el caudal de morbo que se iba acrecentando. Quería participar, pero un pudor moral lo instaba a no hacerlo. Noche larga, donde Don Nemesio prosiguió en su juego de besos y manoseo casi hasta la medianoche hasta que pidió, a manera de orden, la concurrencia de Marco. “Venga pues pelao, no lo traje para mirar, venga a comer”. En ese instante, cuando parecía que los deseos pervertidos se concretarían, se sintió la abrupta irrupción de alguien en la suite, que fue poco visible, más parecía una sombra bien uniformada que les disparó indiscriminadamente con una pistola silenciadora, pero sólo consiguió atinarle a la desventurada mujer, pues Don Nemesio, de manera hábil, supo rodarse y refugiarse al lado del sofá, mientras Marco solamente se tiró al piso.

Lo de los disparos fue un elemento distractor para irrumpir sin problemas a un lugar más privado de la suite y robar una serie de documentos importantes para Don Efraín, Don Nemesio, varios de los socios restantes (eran otros cinco) y la organización en sí. “¿Qué vamos a hacer, Dios mío, qué vamos a hacer?” era la frase que comenzó a repetir Don Nemesio muy asustado al ver a la Amalia muerta, con varios agujeros de bala, tiñendo con su sangre el sofá, y al darse cuenta que los mencionados documentos, habían sido hurtados, luego de revisar la habitación dentro de la suite donde estaba la cama y una especie de caja fuerte donde se almacenaban varias cosas importantes. “Y Efraín me había dicho que aquí no hiciera nada, y menos con las muchachas”, seguía reprochándose Don Nemesio.

La angustia era grande, porque Don Nemesio notó que en la caja fuerte hacían falta unos documentos relacionados con evasión de impuestos, actas de propiedades que probaban testaferrato y compra de insumos para producción de narcóticos, listas de lugares con personas secuestradas y muertas por la organización, tierras expropiadas a la fuerza a humildes campesinos, todo ello suficiente para hundir a todos los miembros de la organización. Parecía que tal ataque había sido perpetrado por enemigos que querían prosperar a costa de negociar con el gobierno el hundimiento de otros, en este caso, de la organización de Don Efraín.

El error fatal de Don Nemesio había comenzado desde que eligió llevar a cabo sus pretensiones sexuales en la suite privada, expulsando de allí a los permanentes escoltas, pues el lugar nunca había sido usado con fines sexuales, así la cama estuviera allí. Ella sólo era usada para dormir. Para los encuentros carnales había otras habitaciones, quizá más modestas, pero al fin y al cabo, diseñadas en función de dichas relaciones. Don Nemesio había roto una regla cardinal en el uso del bar, lo que podía costarle graves problemas. La suite privada era un recinto casi sagrado en los negocios que la organización manejaba. Era el sitio de reuniones y juego de los jefes, pero nada más. Siempre debía estar bajo estricta vigilancia, con escoltas de confianza, dado el contenido de elementos importantes allí.

Marco, enmudecido, sentía haber cometido el peor error de su vida. Podía ser condenado como cómplice del ladrón misterioso y a su vez, como compinche de Don Nemesio en la ruptura de la regla jamás escrita. La condena, bien sabido en el mundo del hampa, no sería la remisión a un lugar de castigo, a llevar labores culinarias o carpinteriles, trabajos forzosos. No. La muerte era la compensación de los errores cometidos, no había excusas, no había abogados defensores que ayudaran a justificar lo acaecido. Todo ello recorría la cabeza de Marco mientras veía a un cada vez más angustiado Don Nemesio, quien en un momento cúspide de desesperación, tomó su pistola automática y se disparó bajo el mentón cerca de la garganta, cortando de un tajo su propia vida, así la bala podría llegar al cerebro y acabar con todo. Él también sabía cuál podía ser la reprimenda a su osadía.

Marco, cayendo en una angustiante desolación, comenzó a pensar en Carla, su novia, el amor de su vida. En sus cabellos negros y ondulados, que casi llegaban a la cintura, en sus ojos grandes y vivaces color castaño, en su nariz pequeña pero bien formada, en sus labios carnosos con sabor a dulce, en su tez trigueña que lo hacía suspirar… La había traicionado. Comenzó a lamentar haberse prestado para el juego que Don Nemesio había propuesto. Ahora su vida estaba enmarañada más que antes.

Rápidamente, de manera arriesgada, buscó una de las ventanas que daba con la terraza de una edificación vecina, que a su vez conectaba con otra terraza y de ésta podía partir a otra ventana donde saldría a un pasillo de un hotelucho decadente que carecía incluso de vigilancia y por el cual podría salir a la calle. Lo logró. Sin pensar mucho, ya amaneciendo, con la salida del sol, abordó el primer bus que encontró, sin saber hacia dónde dirigirse. Pensaba en su familia, en irse a casa y contarlo todo. Pero luego, una idea peligrosa lo sedujo, jugando con su ingenuidad: ir a la fiscalía a contar todo lo que sabía sería una buena idea para salvar su vida. La descartó sutilmente, pensando en el bienestar de su familia, pero tal tentación seguía navegando en su mente, de manera disimulada. ¿Qué hacer? El bus avanzaba cada vez más, y el recorrido parecía un sueño difuso, gris, opaco y paso a paso etéreo, pensando que podía ser un mal sueño, pero todo era tan real…

jueves, 13 de mayo de 2010

Ojos de pinturas

Sentado en el sofá de esa casa que le era poco conocida, Ariel observaba detenidamente todo a su alrededor. Las paredes azul cielo inspiraban paz, pero la oscuridad del lugar disparaba, de manera violenta, un enorme y profundo sentimiento de soledad. Las cortinas blancas de las ventanas, limpias, pero baratas, de poca calidad. Los muebles, color verde oliva, pese a su estrechez, eran cómodos. El baldosín del suelo, de un color café oscuro, combinaba con la oscura soledad del recinto.

Era un escenario muy sugestivo para la coyuntura por la que estaba pasando Ariel, quien a sus 20 años aparentaba una edad mayor, con su cabello un tanto largo, una barba que llevaba varios días sin ser afeitada, unos ojos pequeños pero provistos de una siniestra brillantez que hacían de él un sujeto particular que en realidad, en sus pensamientos, danzaba entre la locura y la cordura, entre un mar de sentimientos divergentes que confluían en un mismo lugar para ocasionar un caos que él eludía en su rutina y en la negación a pensar, a filosofar. Su corpulencia era comparada con la de algunos modelos de las revistas de farándula, pero su rostro parecía de un cavernícola sacado de los libros de ciencias naturales, con su nariz de poma, sus ojos hundidos y una frente prominente, con su mentón exagerado, y sus pómulos sobresalientes. Todo un espécimen para esa sociedad “moderna” de las computadoras y el Internet, de los vehículos costosos y los bares de bebidas exóticas, de relaciones fugaces, de los niños bonitos y las niñas chéveres que le verían como un tipo raro y aburrido, que no encajaba en el contexto al que por azar había llegado.

Su dilema estaba centrado en la llegada a su vida de lo que él creía una posibilidad de amor muy latente, que le costaba, a su vez, la pérdida de ciertos valores que él había tratado de mantener durante toda su vida. Criado en un entorno ultra católico, había desarrollado una ferviente atención a los mandamientos. Paradójicamente, estaba incumpliendo uno de ellos al meterse con la mujer de el que él, en su dialéctica, podía considerar “prójimo”.

Y allí, en la casa de ella, “su amada amante”, el registro de la existencia de ese prójimo era evidente en casi todos los rincones. Un pintor reconocido en su gremio que había llenado de cuadros la vivienda de su prometida, a la que rebasaba en edad. Casi veinte años de diferencia podían ser una brecha irreparable entre ambos. Aún así, Hernando Carnero, con sus cuarenta y tantos, sus notables entradas de calvo, su barba que lo hacía parecer un maduro interesante e intelectual, su nariz casi aguileña, sus ojos oscuros y opacos que parecían no manifestar algo, su mentón de héroe griego, sus labios partidos por el sol de las caminatas matutinas, con sus ademanes pausados pero enérgicos, parecía entenderse a las maravillas con Sandra, su novia.

Le había obsequiado un sinfín de pinturas con las que ella había adornado casi toda la casa, y gracias a las cuales suspiraba con alegría, evocando a ese “hombre en todo el sentido de la palabra” que la había hecho mujer, con experiencia, con su virilidad descomunal, su pecho velludo y sus manos venosas que la acariciaron bruscamente, para luego reventarle de un zarpazo la castidad que logró salvar en su adolescencia, acosada por las influencias externas que trataban de arrebatarle la niñez que había querido conservar. Con él perdió todo ello, pero ganó al habérsele entregado en un momento más maduro de su vida. Ella, con una cadera que hubiera podido ser envidiada por la más atlética de sus vecinas, con exuberantes y jóvenes pechos, de pezones exagerados, antes erizados ante la presencia de Hernando – y también la de Ariel cuando la oportunidad se prestaba –, le servía un café a su nuevo amante, mirando de soslayo las obras de arte de su amado, luego ruborizándose sutilmente al saber que traicionaba al hombre que le había dado tanto, sintiendo la mirada juvenil, ansiosa e insegura del reciente compañero de lecho que había encontrado por azares de la vida.

Él, mientras tanto, observaba con silencio, prudentemente, las creaciones de ese señor del que sólo conocía eso, su arte. Ya llevaba seis meses saliendo con Sandra, y quince días después del primer beso, habían tenido un furtivo pero ardiente encuentro sexual que les deparó mayores y frecuentes copulaciones, muchas de ellas en la casa de esta mujer, en la habitación que parecía galería de la exaltación al ego de un artista destacado, al cual adulaban constantemente – algunas veces de manera hipócrita – sus colegas.

Ariel, totalmente desnudo, tumbado boca arriba sobre la cama disfrutada por tres personas en distintos momentos, observaba detenidamente a su alrededor. Se enfocaba en las pinturas, alimentando un sentimiento de paranoia y de temor que le ocasionaba un asmático ahogo pasajero, del cual Sandra, ingenuamente, desconocía sus orígenes, pero que era diluido con la orgásmica erupción del volcán eyaculatorio. Los sujetos clásicos y posmodernos de dichas obras parecían observar, con sus ojos de mentiras, las verdades acaecidas producto de esta furtiva relación. Ariel así lo creía, y masticaba una especie de odio, asco y repugnancia contra sí mismo que se camuflaba en malestar ante el desconocido pero decisivo Hernando. Sus obras eran la extensión de él, y por ello, daban cuenta de la realidad acaecida a sus espaldas. Él lo sabía todo, pero todavía no lo reconocía, asimilaba ni adoptaba. Por su parte, el juvenil amante seguía acrecentando un mar de tormentos que serían retribuidos con la frustración de estar en un mundo que no le pertenecía.

martes, 20 de abril de 2010

Mi bella cocinera... (ó me cocino en Bello)

El insportable sopor de la tarde acechaba bajo la sombra del diván de mi sala. Allí, entredormido, un tanto aburrido, le pedía a la vida que me quitara la parálisis mental que me aquejaba en este instante. Que sucediera algo emocionante, que se chocara un carro al frente de mi casa, que asaltaran a la vecina fofa y desagradable que a diario tiraba la basura, rancia y maloliente, en mi acera, o que al menos el calor me dejase dormir.

No pudiendo soportar la sed, caminé hacia la cocina un tanto extrañado, porque sentía que la tarde brillaba más intensamente y mis pasos eran de paralítico en terapia. La cocina, oscura como boca de lobo, olía a café de greca y jabón de cocina, a sudor de mi bella cocinera, un tacón alto y de oro...

La abracé por detrás, sintiendo sus firmes nalgas, a punto de reventar su ropa, entre mis piernas, abrazando su abdomen con pasión y besando su cuello. Gritó, luego gimió, luego me besó...

El aroma ya se había esfumado... nunca hubo café, la cocina estaba seca hace horas, aunque seguía igual de oscura. Un tanto ensimismado serví un vaso de agua helada para el calor, para mi calentura, y para brindar por mi amor platónico, mi bomba sexual, la cocinera que cada tarde cambia de nombre y de aspecto, para así tener tardes emocionantes en el fuego vespertino que abrasa esta montaña, para que al menos la soledad me sirva para pensar paja y no morir con los ojos abiertos.

miércoles, 6 de enero de 2010

"Ese Judas..."

"Ese Judas que llevamos dentro", murmuró Mario Arcángel al comprender que, en su pose de hombre correcto, sólo había sido otro más al traicionar los valores y principios que tanto había profesado y vociferado, y a partir de los cuales la honra de muchas personas había vapuleado, así fuera mentalmente.
Acababa de vender a su mejor amigo, difundiendo una verdad que era un secreto no adecuado para proclamar. Ello costaba una vida. ¡Una vida! "Pero que infame, que miserable", seguía murmurando.
Toda su vida había trastabillado queriendo no equivocarse, pero mientras más se preocupaba, más se arrojaba a la fosa de los errores irreversibles. Era traidor entre traidores, así lo veía él, hasta el punto que pensaba que podía traicionar con mayor facilidad al más ruin traidor, antes que este último lo hiciera.
Sonreía melancólicamente, danzando, guiado por los arpegios del vaivén de la desesperación y la tranquilidad, a sabiendas que al día siguiente, una vida sería totalmente destruida a merced de la traición cometida.

Cristalizados

A veces, cuando retornaba mentalmente a los tiempos primigenios de su vida, se veía como un niño indefenso, lleno de miedos, nimios y enormes. El escenario a su alrededor giraba y se transformaba, llevándolo hasta su actualidad. Siempre había sido el mismo niño, su escencia jamás varió. Y eran sus ojos los que así lo reflejaban, sus ventanas cristalizadas y duras que parecían impenetrables eran, finalmente, vulnerables.
Sin proponérselo, varias veces había llamado a la musa oscura de la morada final. En momentos en que acaecían ideas desbocadas, quiso acariciar ese gélido y frugal rostro. Pero luego retornaba sin tardanza la cordura y la compostura de la que siempre se había creído garante. Ya, en tiempos más maduros, las ideas destructivas se habían disipado, fuera a merced de una mayor fortaleza mental, o producto de un distanciamiento frente a un mar de aspectos "terrenales".
En ese momento, recordaba sus temores y su infancia, acompasada y acompañada por el pánico como amigo. Se veía, y se evidenciaba cierto asomo de ternura y compasión por el niño que casi perfectamente conoció. Sonreía también al saber que aunque de él quedaba demasiado, de alguna forma lograba controlarlo.
Quizá era cobardía, evasión, impotencia para enfrentar sus miedos y sus males, de ellos algunos fantasmas que le sacudían el corazón, al que, de manera exageradamente modesta, consideraba contaminado.
O podía ser también madurez, los frutos cosechados al amparo de un arduo camino donde había tenido que tragarse su propia soberbia, pisoteándose a sí mismo, desvaneciendo ese halo tan postizo de la perfección que le habían hecho creer y asumir como una certeza ineludible desde pequeño. Volvía el temor...
O quizá la esperanza paliaba los espectros funestos... Esa savia, esa vitalidad emergente en medio de un maremágnum de desesperación, se inyectaba automáticamente en su ser y revitalizaba lo que se había estado convirtiendo en árido y estéril. Quizá, quizá era eso, la paz de la esperanza...