sábado, 20 de mayo de 2023

Vidrioso

 No encontramos a ninguno de nuestros allegados en la sala de espera. El camino recorrido hasta allí se hizo tan prolongado que parecía un viaje eterno, inconcluso, que deseábamos finalizar con urgencia. Los pensamientos angustiosos frente a eso que es inevitable, abundaban; el sentimiento de resignación quería emerger, pero no lograba su cometido —como casi siempre suele ocurrir—.

Nos sentamos en las sillas de la sala, pero a los pocos minutos salió el tío Alberto, el mayor. Se le notaba descompuesto, con los ojos humedecidos; no había podido contener las lágrimas, aunque no las dejó brotar delante de nosotros (quizá lo hizo durante el trayecto entre la habitación y la sala de espera). Él, tan vital, tan jovial y firme en sus buenos ánimos, parecía derrumbarse ante el desalentador pronóstico. Nos saludamos con calma, con un abrazo fraterno, pero suave, sin fuerza, sin agudizar la angustia o la tristeza; impidiendo que el caudal de sollozos reventara. De todos modos, la congoja estaba allí, apoderada del recinto, nos habitaba totalmente. No había un fondo más profundo por tocar.

Ese saludo fue el ritual de intercambio, previo a nuestro ingreso al cuarto. Nos dirigimos con bastante incertidumbre. Cada paso aumentaba la agitación de mi respiración, mientras la banda sonora de mi cabeza estaba ausente y era usurpada por ese otro yo —o esos otros yo— que me bombardeaban con numerosas preguntas y reflexiones. “¿Cómo estará?”; “¿Con qué me voy a encontrar?”; “¿Será esta la despedida?”; “Si mi tío salió así de desencajado, tal vez haya que prepararnos para lo peor”.

Mi hermano ingresó primero a la habitación. Me retrasé unos pocos segundos —no quería llevar la delantera en ese álgido momento—. Había renunciado a hacer algún tipo de aparición “protagónica” (y con eso me refiero, para ese instante, a un partícipe silencioso, casi oculto) en la tarima donde se representaba esa dura escena en la tragicomedia de la cual soy rehén, pero sí, principal, al menos en la versión que me entregaron, sin saber, sin consultármelo. Y era lo mejor, siempre había sido lo mejor. Ojalá muchas actitudes siguieran ese camino.

Con los pocos segundos que pude ganar, logré recargar fuerzas y crucé el umbral. Lo vi rígido, boca arriba, los ojos vidriosos y detenidos, como si miraran a un solo punto, o como si no miraran para ninguna parte; a fin de cuentas, tal vez fuera como eso que llaman “mirada perdida”. Tenía la boca casi abierta. De inmediato, en el cúmulo de pensamientos, en esa competencia voraz de ideas en una mente que no para, ganó una que se hacía evidente en ese panorama: “Está grave, se está muriendo. Qué desolación”.

“Qué contraste”, seguí pensando. “Anoche, prácticamente no podían controlarlo, estaba bastante inquieto y los quejidos a raíz de su fuerte dolor no cesaban. Hoy está casi paralizado, esto se ve muy mal”. Si lo saludábamos, seguro no nos respondería, porque era posible que ni siquiera nos reconocería, tanto a causa de sus aquejamientos como del efecto producido por los calmantes que le habían aplicado. Menos mal no habían tenido que amarrarlo, hubiese sido un acto cruel con él. Lo que sí sabíamos era que pasó una noche terrible y, por ello, recibimos la llamada telefónica en horas de la mañana advirtiéndonos que era mejor “ir a despedirse”.

No recuerdo cuánto tiempo duramos en la habitación, porque la impresión y la congoja —en complicidad con esa memoria fullera— se encargan de dilatar o de contraer los momentos a su antojo. Tal vez salimos pronto. No supe qué decirle, me quedé ahí, al borde derecho de la cama, mirándole; ni siquiera me atreví a tomarle una mano. Solo miré unos instantes.

El camino de retorno a la sala de espera también se hizo lento. Pensé en muchas cosas en un trecho que, realmente, es corto. Le recordé a él, abriendo la puerta de la Casa Grande después de cerciorarse, a través del postigo, que éramos nosotros, los suyos, quienes estábamos tocando para hacerle la visita. Lo vi, nuevamente, atento, desde su sillón enorme, vigilante, pendiente de todos los movimientos en la casa, custodiando el teléfono, observando si en las pilatunas infantiles no hurtábamos los pandequesos en la cocina; obsequiando, con limpia y solemne dedicatoria escrita en algún borde de la prensa, alguno de los periódicos que tuviera temas de interés para nosotros, según sus consideraciones. Y lo hacía bien, nos había analizado totalmente. Luego, viajé con rapidez a otros momentos de incertidumbre que luego me terminarían conduciendo a ese mismo hospital, después de ver a mi papá colgando el teléfono de la casa, con suspiro pesimista, “esta vez no saldrá de esta” y me vi allí, más joven, incrédulo, renuente, refutando en soliloquios esas aseveraciones. Curiosamente, al regresar al presente, mientras me lavaba las manos antes de salir a la sala, emergió mi escepticismo frente a lo evidente, último reducto hasta que no hubiese hechos que sentenciaran, de tajo y sin paliativos, la realidad ineludible.

Mientras tanto, optaríamos por aguardar, un poco más (y despojados del control y sosiego que podía proporcionar un notable sentido de observación, vigilancia y reflexión —que él sí tenía—), en la sala de espera.

jueves, 18 de mayo de 2023

Pulcra incursión escolar

Andaba, como casi siempre, en el paro. Seguía arañando algunos centavos con mis trabajos precarios de escritor fantasma, mensajero, redactor de esquelas con lugares comunes para gente que se fascina con eso, repartidor de publicidad… Casi todo, a fin de cuentas, estaba orientado hacia lo mismo: hacerle oda, así fuese en una versión bien trucha, al dios Hermes (no tanto en lo de ladrón, aunque lo de escritor en la penumbra, despojado del honor, se le aproxima).

Alguno de mis amigos me recomendó en un colegio administrado por la iglesia católica. Debía de presentarme a una entrevista un lunes, a eso de las siete de la mañana y la distancia entre el lugar en que residía hasta la institución era de aproximadamente dos horas. No era muy divertido que digamos, pero, realmente, necesitaba dinero y menguar la inestabilidad que ya estaba incrustada en la carne con tanta violencia que había llegado a considerar entrarle a otros negocios para resolver las necesidades más básicas, o terminaría desapareciendo en el intento.

El día de la entrevista me levanté, con harta dificultad, faltando un cuarto para las cuatro de la mañana. Me duché en tres minutos, con agua fría y, al final, ello terminó despertándome más. No me preocupé mucho por el atuendo. Iba con unos tenis pisahuevos negros sin lavar, un bluyín raído, con huecos que valen más que el mismo pantalón. Aunque este no era de marca, era de los más baratos —incluso adquirido en un mercado de segunda— yo lo terminé de desgastar y le hice los orificios a punta de persistencia, curiosidad e hiperactividad; la camiseta era de esas “chinas”, color gris, sin dibujos, logos o cualquier motivo que se ocurra. Tenía una mancha de aguacate que no pude limpiar, pero me daba igual. Me peinaba con la mano, no le veía sentido a usar peinillas. Incluso llevaba dos meses sin ir a la peluquería, así que el pelo estaba algo largo, tirado hacia el lado derecho, raya precaria en el lado izquierdo de la cabeza.

Luego del prolongado viaje de casi dos horas, que implicó tres transbordos (bus, tren, bus y otro bus), logré llegar al colegio. Tenía, ante mis ojos, un edificio de cuatro niveles con arquitectura muy ajena a los conceptos de belleza desde lo estético. Solo era una caja grande de hormigón que cumplía con el uso destinado; debo decir que más parecía una especie de cárcel, porque los materiales me incitaban a pensarlo así: paredes color gris, descuidadas, con rayones que incluían distintos mensajes (algunos creativos, otros no); ventanas con barrotes redondos, baños con una olímpica fetidez —al menos uno al que entré a orinar—; el patio, el típico patio de colegio: una placa enorme de cemento, sin techo, encerrada por paredes en los cuatro lados; un hueco en el que la luz solar penetraba con dificultad. En una de las paredes estaba ubicada una tienda de lata, de esas que fueron muy comunes en los años novena, proporcionadas por las empresas de refrescos.

Los salones seguían afianzando mi percepción del lugar: baldosas antiguas color rojo, paredes con pintura en decadencia, sillas en precarias condiciones; al menos los tableros ya no eran de pizarra clásica y así la planta docente no seguía haciendo abonos para enfermedades pulmonares amén de la tiza.

La oficina donde me entrevistarían quedaba en el último nivel, el cuarto. Las escaleras para llegar allí eran las de dos tiros, habituales —una vez más— en esta clase de edificios. Llegué puntual. Me recibió la coordinadora académica, una mujer algo madura, quizá unos quince años mayor que yo, de rasgos duros, pero de formas y expresiones suaves. Nos saludamos con un frugal apretón de manos. Sin embargo, decidí archivar los formalismos y me senté de carrizo, mientras apoyaba el codo derecho en el espaldar de la silla. Ella se inquietó, pareció incomodarse.

Comenzó a hablar, me proporcionó un panorama sobre la institución, su importancia para la comunidad y todos esos detalles que invitan al interlocutor a apreciar “la grandeza” del lugar visitado (también son ese tipo de formas de predisponer a los posibles candidatos a laborar, para que valoren, ajenos a la confianza, “la oportunidad”). Su voz me pareció dulce, pero también infundía autoridad y severidad; cada palabra era usada adecuadamente; la intención estaba sustentada o había coherencia entre lo que parecía pensar y lo que quería manifestar. Advertía que no quería profesores ociosos ni pendencieros; alababa la disciplina por encima de todas las cosas.

Después de ese preámbulo bañado en oda a la institucionalidad, comencé a sonreír levemente y no me aguanté las ganas de pedirle un cigarrillo, después de poner mis pies sobre el escritorio que nos separaba durante la entrevista. Noté que se ruborizó, pero, de inmediato, disimuló con maestría. Me negó el cigarro y endureció el tono de su voz, pero continuó la entrevista. Llegó a la típica pregunta de las motivaciones para ejercer el cargo de profesor allí y, sin dejar añorar el cigarrillo y la taza de café, le respondí, a grandes rasgos, con un discurso —muy rebuscado, pero efectivo— sobre la importancia de una disciplina con acompañamiento, paciencia y disposición a escuchar y observar; exalté las bondades de la institución y fingí que había investigado con más detalle al respecto. Todo ello lo dije manteniendo la postura adquirida cuando pedí el cigarrillo, acompañándola con movimientos leves en las manos, mirando a la coordinadora a los ojos con coquetería, expresándole mi interés en tomarme ese café —al menos inicialmente— con ella.

Después de media hora, aproximadamente, la entrevista concluyó con la típica frase “le estaremos avisando”. Ocho días después, estaba firmando el contrato. Trabajé allí un año y un día, cuando vi mejores horizontes, renuncié. La coordinadora y yo tuvimos un affaire cuando llevaba dos meses como profesor. Esa relación se prolongó y dejó de ser “pasajera”, pero también concluyó dos meses después de mi salida del colegio.

Había olvidado comentar que, el día de la entrevista, después de concluir, entró a la oficina otro tipo que esperaba reunión con la coordinadora. Todavía lo recuerdo: un gordito muy engalanado, pulcro, con la ropa planchada rigurosamente: camisa blanca casi totalmente abotonada, pantalón de paño oscuro, zapatos formales bien embetunados y un saco de gamuza muy cuidado color café. Su loción parecía cara e inundó el pasillo. En los pocos segundos que lo observé, lo vi bastante rígido en su actitud y a la vez encorvado en su postura. Aspiraba al mismo cargo que yo y su exceso de seriedad aturdió a la coordinadora; asumió que no era apto para esa labor.


domingo, 14 de mayo de 2023

Renuencia

La secuencia se repite. Estoy casi en el centro del comedor antiguo de madera, que pareciera elaborado con otro material, porque se expande y se expande, se prolonga y se vuelve inmenso, como si fuera dúctil, como si con pellizcarlo y jalar, desde cualquiera de sus partes, se estirara con facilidad. Mi plato también se agranda, pero tiene lo mismo que pido siempre: arroz blanco, con cebolla de rama finamente picada. Lo atiborro de kétchup y ahí comienza inundarme una sensación enorme de placer y de plenitud. De inmediato, un montón de rostros se enfocan en mí; comienzo a tensionarme, parezco cumpliendo una evaluación. Se disloca la escena.

“¿Y yo qué culpa tengo?” Pienso mientras me voy llenando de desesperación, que se va tornando en ofuscación. Les miro a ellos dos y, a la primera oportunidad en que estamos solos, llevo a la oralidad esa pregunta. Se evidencia mi consternación, incluso algo de angustia.

De repente, le encuentro al “otro”; se me hace bastante familiar, pero no le ubico. Incluso, en los innumerables y permanentes zigzags mentales en que vivo, llego a considerar un sinfín de posibilidades y hay una muy loca que prefiero no mencionar (o tal vez lo haga líneas más abajo).

“No es mi culpa, no estoy rehusando a comer esto por mero capricho. No me provoca, no me siento dispuesto, no es de mi gusto”. Simplemente, es eso. No estoy enfermo. No me estoy muriendo, no me estoy atrofiando. Aparto el plato, vacío, disfruté bastante, pero se me arrugó el corazón.

... Vuelven las diatribas.

Otra tarde más, tratando de levantarle el ánimo a ese niño… Lo observo sin que me vea, y me causa bastante impotencia; no sé qué hacer con él. No sé cómo darle el consejo más acertado posible frente a eso que parece trivial, pero que es una cotidianidad que se va tornando en drama (quizá por el exceso de presión, por cierto, innecesaria). De todas formas, él puede volverse desesperante e irritante; a veces no sé cómo mis papás se lo aguantaban. Al principio, no alcanzaba a comprenderlo. En variados momentos me llegué a ver tentado por darle un bofetón o un correazo, a ver si así “agarra carácter”, a ver si así forja criterio. Pero he logrado contenerme, alcanzar la serenidad —incluso hasta llegar a enternecerme con él—. Veo su respiración agitada, su gesticulación, la manera como, prácticamente, dibuja con sus manos cada palabra que expresa y comienzo a reírme, sutilmente, para no achantarlo, para que todo eso que quiere desahogar, fluya. Para que sea él mismo.

Él cree que soy un desconocido o que soy un amigo imaginario, porque los demás no me ven, pero soy, estoy, le hablo, trato de tranquilizarlo y lo voy acompañando. Todavía no comprende el vínculo, somos bastante allegados. Ni siquiera se da cuenta que yo también, a pesar de las tensiones que él mismo me ha generado, logra brindarme enorme tranquilidad cuando voy a buscarlo para seguir observándolo, para seguir recordándolo. Para reconstruirlo, porque parece que hoy, después de tantos años, no está presente como sí lo estuvo en otros tiempos.

 

El ciclo se repite, ese sueño vuelve a cada noche, la mesa se prolonga, las caras afiladas buscan apuñalarme, no es su deseo, pero, en apariencia, al menos en ese instante, así fungen en la película que me invento y que agudizo horas más tarde, hablando conmigo mismo frente al espejo. Más tarde, o incluso ya entre semana, en plena jornada escolar, mientras la profesora explica un montón de cosas que no estoy interesado en entender, comienzo a dibujar monstruos con dientes afilados, con lenguas babosas y puntiagudas también. Es mi distorsión porque me llené de ira y trato de canalizarla.

Vuelvo al comedor, miro alrededor, y me doy cuenta de algo que fui. Trato de tantear, preguntándole a la oscuridad qué seré más adelante.


viernes, 12 de mayo de 2023

Bordeando

 Principio y fin de todo… En ese instante, con el amasijo de sentimientos y sensaciones que estaban circulando en mí —que a hoy parece lejano e incluso una mera ilusión que no ocurrió— podía sintetizar ese espacio en el que estaba navegando de manera vertiginosa. En eso se había convertido la cama en la que estábamos extendiendo la convergencia, nuestra dualidad.

Aún con la ropa puesta, reptaba torpemente, pero con una extraña liviandad sobre Ella, quien, por supuesto, no estaba inmóvil, aunque su sensación de evidente pánico, mezclado con ternura y dulzura, se había apoderado de toda la habitación. Las caricias se agotaron tanto que cada roce parecía una fusión viscosa de dos entes otrora ajenos.

Sus ojos claros manifestaban el deseo de detener el tiempo, sin mirar adelante o atrás, sin pensar en el pasado ni en el futuro. Ese presente tenía que ser estático y ambos teníamos que congelarnos allí o que la escena se repitiera eternamente. En algún momento creí palidecer y perder la noción de mí; comencé a marearme y creí que estaba escapando de mi propio cuerpo, de mí mismo, en su totalidad. Pero era tal el espectáculo de observar con tanto detalle sus ojos, que no me había enterado que estaba tratando de llegar a su ser y casi estaba entrando allí.

No eran dos cuerpos. Eran dos almas que estaban intentando establecer contacto. Por eso el tiempo y todo alrededor parecían desaparecer. El entorno se iba derritiendo y emergía una bruma cálida y de sublime aroma, indescriptible en palabras terrenales.

Desde el principio (incluso desde la primera oportunidad, tiempo atrás), los labios de ambos se venían juntando en la danza almibarada que suponía ese preámbulo de la dual fusión. Yo comencé a alternar y, con una lentitud incuantificable, fui bajando por su cuello, con besos más suaves aún. Ella, mientras tanto, seguía evidenciando la amalgama del miedo y la pasión. Ambos éramos parte de lo mismo, presas, esclavos, a la vez privilegiados de algo que no resistía explicación razonable.

Fui bajando un poco más allá del cuello y, de repente, sentí un remezón brusco que me expulsó del viaje, con tal violencia que sentí perder los arrestos y creí que la vida se extinguiría casi de inmediato. Era la colisión aciaga entre el mundo que podíamos construir y el existente.

... Era la condena de un presente abandonado.

Reflejo-sinsentido

El escenario se antojaba interesante, pero había algunos elementos que lo impregnaban de tedio y sopor en pleno mediodía hirviente y soporífero: una televisión encendida, sintonizada en el canal de las noticias, que terminaban repitiendo lo mismo de todos los días. “Todo está mal, ¿para qué carajos tenemos el televisor en este canal?”, pensaba Él, mientras miraba, con ansiedad, hacia la pantalla, aparentemente concentrado, pero, en realidad, jugando al zigzag de un sinfín de posibilidades.

Estaba con Ella. Ambos se encontraban recostados en una cama prestada, la de la madre del anfitrión de la casa a la que concurrió el grupo de jóvenes, conformado por cuatro personas: tres hombres y una mujer. Ella y Él, de repente, se habían quedado solos en esa habitación, bajo la complicidad adolescente de los dos amigos restantes. Mientras ellos tomaban gaseosa afuera, Ella y Él jugaban a las pesas con el silencio, que, amigo de la expectativa, la tensión y la incertidumbre, se iba tornando más y más denso. Él estaba al lado izquierdo, ella, en el derecho.

Ambos se gustaban. Él comenzó a jugar, en su mente, con las variables, con lo que podría pasar a consecuencia de x o y acción. Ella también imaginaba y algo de impaciencia la iba controlando, aunque no lo evidenciaba. “Este es como lento”, pensaba. Él comenzó a tantear de forma errada, ni sabía qué tema era el adecuado para llegar a lo que los dos deseaban. Sin embargo, en un momento del confuso camino, él decidió dejar de lado su expectativa. No se hizo más preguntas, su protector interior le insufló enorme serenidad, y procedió…

- ¿Y entonces? – preguntó Él con suavidad, mientras una sonrisa leve que inspiraba paz y tranquilidad se iba dibujando en su rostro, a la par que se giraba y apoyaba su codo derecho sobre la almohada. Giró la cabeza para mirarla a Ella a los ojos – No creo que estemos divirtiéndonos con este noticiero… -.

Cada palabra que él emitía tenía una seguridad incuestionable. Su voz, demasiado estentórea para sus escasos diecisiete años, afianzaba lo anterior. No le hablaba a Ella con énfasis, más bien lo hacía con suavidad y dulzura. Antes de terminar de hablar en ese momento, fue moviendo levemente su mano izquierda y, con las yemas de sus dedos fue rozando con suavidad la mano izquierda de Ella, subiendo, lentamente, por la parte superior de su antebrazo.

- Yo realmente prefiero contemplarte y, por qué no, atreverme, arriesgarme – continuó Él, sin desentonar, y subió su mano hasta la mejilla izquierda de Ella, para acariciarla con lentitud. Después, acercó su rostro y, con la misma lentitud y suavidad, besó sus labios.

Ella no se rehusó. Inesperadamente, Ella, quien era más avezada en esas lides, no tuvo palabras para responder a lo que Él había dicho y hecho; su respuesta fue mejor que anclarse en comentarios sobre el noticiero, el cual iba concluyendo y, luego de varios besos acalorados y convergentes, la concurrencia se reagrupó, porque los dos amigos restantes retornaron a la casa.

La tarde era bastante cálida, pero Él, minutos más tarde, mientras bajaba por la prolongada calle, rumbo a su hogar, sentía tanta frescura y sosiego que no se percataba del entorno. Sus amigos esperaban historias de lo ocurrido, pero Él no dio detalles. “Nos quedamos viendo noticias y ya, nada más”. Ellos indagarían, y Ella tal vez lo contaría, tal vez no. 

Búmeran del ego

 De lejos, les veía. Andaban bien emparejados. Ella, abrazándole a él con una ternura de ficción, pero impecablemente presentada. Él, frugal, tranquilo, impasible. “Con ínfulas de ganador el malparido”, pensaba yo. Parecía exhibir aires de suficiencia, como si fuera rutina, libreto harto memorizado en la obra de su existencia.

Había tenido mi oportunidad antes, pero mi mente, en el momento oportuno, decidió jugar a perderse en laberintos intrincados (cuya salida solo encontraría años después —y con comodines de ayuda, para empeorar—). Mi cuerpo, ni corto ni perezoso, le siguió, entusiasta —o ¿más bien con marcada pasividad?—, la genial idea. Esa imposibilidad iría derivando en frustración, en mordaz autocrítica que terminaba siendo castigo, laceración de mí. La autoestima menguaba vertiginosamente.

Derrotado, con mis sentimientos por ella aún nadando en mi ser, la divisaba a lo lejos, caminando por el extenso patio del colegio, tomada de la mano con él. Mis amigos me acompañaron con solidaridad en esos días: el gordo Clavijo mostraba cierta compasión —no lástima—, comprendía toda la situación perfectamente, porque era de mi misma liga de impedidos para concretar lo lograble. “Ella se lo pierde”; “es degenerada, no importa”, decía, aunque eso último no es argumento, merece invalidarse… Lo primero tampoco, porque no sirve subirse el ego bajo ningún caso, ni menos cuando el amor propio va rodando, cuesta abajo.

El flaco López, por su parte, era más rígido y lanzaba cierta ponzoña, mezclada con un sentimiento compartido de frustración: “Roncaste, sos un inepto”; “No importa, esas cosas pasan. En otra oportunidad será”. El negro Pérez, con sus exagerados ademanes que lo hacían parecer actor itinerante, sazonaba el drama y lo volvía comedia a través de sus comentarios burlescos: “sóbame la espalda, sóbame la espalda”, aludiendo a otro suceso en que exhibí mi lerdez, con la sensual Alcira, quien insinuaba el deseo de concretar algo conmigo, pero yo, estupefacto, no daba los pasos adecuados.

Me reía ante las ocurrencias de Pérez, desconcertado. “Este hijo de puta”, le respondía, en tomo de charada, no era un insulto. Luego, me sentía algo molesto y me castigaba aun más. “Sí, ya sé, ya sé, soy lento, estoy quedado”. También miraba a Alcira, a lo lejos: hermosa, glamurosa, coqueta, ingeniosa, sincera (no escondía sus intereses ni aspiraciones)… Tiempo después, terminaría siendo novia de aquel, el mismo de los aires de suficiencia. Yolima y Alcira compartieron al personaje. Él era consciente de la situación. Ellas aprovechaban su intelecto avezado para avanzar en el cumplimiento de los requisitos académicos en aquellos tiempos de colegio, ad portas a los grados de bachillerato. Ellas confluyeron hacia lo íntimo con él a cambio de ver realizadas las tareas más complejas, exigidas por sus profesores y profesoras.

Las juzgué en esos días; también le reduje a él su valía. Pero todo surgía desde un resentimiento alimentado por la sorda impotencia, por los remordimientos frente a las acciones truncas, a los viajes no emprendidos, a las carreras ni siquiera iniciadas. Buscaba atacar a quienes no eran responsables, tenía la ballesta apuntando hacia la diana equivocada; lanzaba mis ganchos a los sacos de arena equivocados. Era un derrotado, ni siquiera por otro, porque nunca consideré la competencia en momento alguno. Yo mismo me había liquidado una y otra vez.

Como consuelo, un día, ya muy resignado a esa suerte, las vi cada vez más lejanas, no las anhelaba ni lamenté más esas imposibilidades.

La buena fama de pasillo no había tenido un solo capítulo. Era una sucesión de acontecimientos que se prolongarían durante un poco más de tiempo.

Antesala promisoria

El equipo había ganado el partido, con un estadio cuya ocupación superó el aforo máximo permitido (vendieron más boletería, aprovechando el momento “histórico” que se atravesaba y, seguramente, las falsificadas también abundaban). Era una noche de mayo, lluviosa, y en los 90 minutos de la contienda deportiva no paró de llover. Nos mojamos, quedamos afónicos, pero también inundados de dicha. A la salida, entramos a una de tantas carpas aledañas al estadio, en las que venden licor y ponen música. Era meritorio celebrar la gesta del equipo amado. De mis cercanos, habíamos concurrido cuatro personas. Yo era el menor del grupo; los demás, “mis adultos responsables”.

Pedimos aguardiente; los pasabocas eran pedazos de naranja y crispetas. Entre la variada música, sonaban algunos temas del novedoso reguetón, sobre el cual varios pensábamos, en aquellos días, que sería moda pasajera. En algún momento de la noche, aparecieron dos bellas, jóvenes y esbeltas morenas, con las que entablamos conversación.

En algún momento, ya cada vez más difuminado el horizonte interior —amén del caluroso aguardiente que entraba dando codazos por la garganta y seguía así su desplazamiento por el pecho—, salí a bailar. Yo, entonces dieciseisañero, alumno deficiente en esa materia, “dos pies izquierdos”, terminé bamboleándome al son de varias piezas musicales. De las dos jóvenes, había una más trigueña que morena. Fue surgiendo la empatía; íbamos conversando, levemente (y hasta donde el volumen de la música lo permitía) de distintos temas.

Terminamos estrechándonos, en la pista, al son de algún reguetón y sentí la posibilidad de lanzarme a algo más. Tanteé y no emergió problema alguno, en inicio. Avancé, delicadamente, rozando con los dedos la cintura, susurrando levemente al oído de ella, mientras daba la espalda en algún momento de la danza. La humedad tropical trascendía, se sentía el ruido leve de la lluvia mojabobos cayendo sobre el techo de lona. El piso estaba levemente fangoso. Íbamos bajando en el zarandeo bailarín, con cadencia, con lentitud, como meciéndonos levemente. Seguí titubeando y la parálisis ganó la partida.

Ya eran las dos de la mañana y, en esta enorme parroquia latinoamericana, era hora de cierre. Logramos conseguir el taxi de retorno a casa. En el camino —y por un buen tiempo— me quedé recordando ese éxtasis de una antesala promisoria, con una danza no concluida.

jueves, 11 de mayo de 2023

Encallada en segundo-tercer capítulo

Éramos muy jóvenes entonces. Yo ni llegaba a los veinte. Entonces estábamos en una etapa bien hormonal. Plan vacaciones en un pueblo húmedo, porteño, que bordea un caudaloso río de aguas color café con leche (lo habitual); de calles precarias y polvorientas, donde te das un duchazo para mitigar el bochorno y salís sudando. Los ventiladores de techo, esos que se ubican en las vigas, con sus enormes aspas y su lento girar —siempre me recuerdan algún restaurante de comidas rápidas genérico en el centro donde su movimiento arrulla la espera del pedido— son inútiles allí, solo ocasionan un consumo innecesario de energía eléctrica, porque no mitigan el sofocante calor.

Enrique tenía familia en el pueblo y me invitó a pasar unos días allá. Sus parientes fueron muy hospitalarios y todo fluyó bien. En vísperas del regreso, él y yo salimos a comer papas fritas y después a beber el licor que se atravesara, además de buscar alguna clase de encuentro con mujeres, a la larga, el deseo de copular —que nunca había ocurrido en mi caso— era latente y pensaba que daba igual cómo ocurriera, con tal de que se lograra.

Las papas fritas estuvieron de rechupete, las llené de salsa de tomate y salsa rosada. Una bebida de leche achocolatada era el acompañamiento. Una vez culminamos la comida, nos fuimos a tomar cerveza.

La búsqueda de mujeres ni siquiera inició. Tal vez hubo desinterés, además del ajustado presupuesto —o ¿el orden de los factores no alteraría el resultado en ese caso?—, pero no hubo ni siquiera intentos —forzados o no— de cortejo con las lugareñas, o con quienes fuera posible.  A eso de la una de la mañana y después de unas cinco o seis cervezas, decidimos tomar rumbo hacia la casa de los anfitriones locales pero, en el camino, hubo cambio de planes: los estertores, consecuencia de la exótica mezcla de comidas y líquidos, asaltaron nuestro pleno transitar por el pueblo y nos obligaron a buscar algún lugar en el cual superar el curso azaroso de los alimentos procesados.

Por azares de la vida, un primo de Enrique estaba vigilando un edificio de la administración pública, concretamente uno en el que se albergan niños sin hogar o cuyas familias tienen diferentes dificultades. Urgidos, ingresamos allí. Nos facilitaron los baños, pero los únicos disponibles contaban con sanitarios pequeños, precisamente para los ocupantes de rutina. Hubo que hacer malabarismo, cual águila en vara de loro, para poder dar curso a la urgencia fisiológica. Para adornar aun más la escena, no había puertas para cada sanitario y al frente de todos se imponía un espejo enorme. Enrique y yo terminamos casi viéndonos las partes en ese pintoresco momento.

Finalizado el ritual de “hacer la plastilina humana”, decidimos dormir en el mismo edificio; era tarde y consideramos peligroso seguir el camino hacia la casa. El “vigilante” nos facilitó unas colchonetas y nos ubicó en una oficina, tal vez la del director de la sede. Al principio no dormimos, pues había un televisor con un sistema de numerosos canales. En uno de tantos, emergían las imágenes explícitas de parejas y grupos asistiendo a la cópula editada que, en esencia, es el porno. Enrique abrió los ojos con inquietud, yo miré de reojo y reí ante la ironía del buen uso que se les da a los recursos públicos para pagar un canal que, por lo general, es privado y de cuota adicional. Luego, me acomodé de lado para intentar dormir.

Esa noche sí se mitigaron las alteradas hormonas, pero no como se esperaba. Nada trascendental ocurrió y se salvó la reputación al no terminar regando —con la lentitud pegajosa que ocasiona la temperatura de un pueblo como el descrito— otros fluidos y sustancias mientras se andaba a paso acelerado en medio de la noche.