jueves, 20 de abril de 2023

En la luz

Te vi. Otra vez te levantaste de la cama a las 3 de la mañana. Esos pensamientos pesados te siguen generando inquietud, otras veces consternación e incluso angustia. Lo bueno es que terminas preparando un caldo de ideas diversas, porque también se te ocurren cosas muy divertidas… Entonces menguas la que, en inicio, puede ser una situación preocupante.

De lo contrario, creo que ya habrías perdido la cabeza.

Te sigo lentamente, en la penumbra. Trato de acompañarte para que no tropieces ni te vayas de bruces, para que no te hagas daño, o al menos para que las posibles colisiones no sean tan graves. Te aconsejo de distintas formas: “no te levantes de golpe, por ahí dicen que así se puede ocasionar un infarto o algún ACV”; “toma algo de agua”; “a pesar de que tienes mucho sueño, hay que lavarse las manos, luego te rascas los ojos con la salecita de la pija y eso puede derivar en infecciones”; “despacio, no hay luz, cuidado”; “calma, ¿cuál es el acelere?”. Y así, varias fórmulas aparentemente “comunes” hacen parte del recetario que intento aplicarte en la cotidianidad.

Sin embargo, no puedo —ni debo— intervenir totalmente. Es inevitable que te estrelles de frente con situaciones críticas. He corrido, desesperado (¡qué ironía!), buscando anticiparme, pero no siempre ha sido posible. Y entonces te veo allí, aturdido, desconcertado, presa de la desazón… Arrepentido, incluso. Y no tengo nada qué decir. No hay nada por decir. Y lo sabes, cuando preguntas sabes que no responderé, que solo te expondré mis reflexiones tiempo después, si y solo si sabes hacer las preguntas adecuadas. Además, debes de estar sosegado cuando las formules, porque así podrás hallar, en compensación, mis respuestas adecuadas.

Parezco arrogante, pero no es eso. Cuánto quisiera ayudarte más y mejor, pero las cosas no funcionan así. No puedo hacerte todo el trabajo, necesito que procedas, sin perder de vista, claro está, todo lo que hemos hablado antes, las discusiones sostenidas y, sobre todo, esos momentos críticos por los que ya has pasado, en los que hemos estado involucrados.

Sé que me has cuestionado bastante, pero también sé cuán satisfecho te sientes. Sé que en los últimos años, tu valoración de las cosas se ha transformado y el lente a través del cual observas lo acontecido también es distinto. Mi compañía, “distante” e “imperceptible” en esos instantes, también se te ha revelado, la descifraste… Eso ya es alentador.

Veo cuánto te has castigado, pero me alegra que comprendas que, finalmente, la sencillez no es uno de tus valores; asumo esos hallazgos como un homenaje que me estás haciendo y que jamás será tardío, así te hayas engañado creyendo que llegas tarde a reconocer tus pasos, a seguir tus huellas duplicadas y a avizorar los próximos pasos que igualmente, siempre estarán duplicados.

Pero ambos, en todo caso, son tuyos, ni siquiera son míos.


martes, 18 de abril de 2023

Acechador

 Después de tantos años, Tomás se había dado cuenta que Él siempre estuvo detrás de todo, anticipando cada movimiento, influyendo en las decisiones que fuera a tomar. Logró verlo porque giró su cabeza para mirar, por un instante, hacia atrás. Y lo encontró, de inmediato. Pálido, de rasgos demasiado duros: ojeras pronunciadas, labios secos, cuello rígido, manos huesudas y dedos largos y finos, ladinos, de alguien habilidoso…

Tomás vio que Él, sin ruido, imperceptible, había estado muchos años siguiéndole de cerca. Durante mucho tiempo tuvo dudas, creía haberlo visto antes, pero se resistía a esa macabra idea. Ocurrió que Él se volvió bastante cotidiano, constante y rutinario; por ello, obvió su presencia, aunque ello no le restó la cada vez más creciente gravedad al asunto: Tomás le seguía escuchando y, para empeorar, atendía, sin reparos, cada uno de sus comentarios, sin cuestionarle.

En su ejercicio de introspección, Tomás recordó haberle visto meses atrás, parado casi en medio de la calle ancha, a diez cuadras de la casa, cerca del café donde departe regularmente. Nadie lo veía, pero Tomás sí, aunque por alguna extraña razón, había bloqueado ese recuerdo en el que lo vio a varios metros detrás de él. Mientras andaba con su paso acelerado y patiabierto —algo muy típico— y navegaba en sus soliloquios, recordándose “la postura adecuada”, repitiéndose su regaño trillado, “tengo que andar derecho, nada de encorvarme”, Él también caminaba algo cerca, con su ponzoña, instigando a la quietud, a la parálisis, a un sopor que arrulla de forma mortífera, con la angustia como tonada de fondo.

Esa fue la revelación que comenzó a darle sosiego a Tomás. Por tarde que fuera, se había percatado y ello podría darle ventaja, tanto para evitarle totalmente como para confrontarle. Quizá lo segundo fuese lo más conveniente, porque, de todas formas, Él no se iría, por mucho que Tomás le insistiera, por muchos recursos de los que pudiera valerse para que desapareciera y no molestara más. Al fin y al cabo, Tomás no había incluido en sus planes la eliminación rotunda de Él, porque no era su estilo, por mucho pánico que pudiera estar sintiendo… Prefería menguarle sin perderlo de vista. Él tenía como ventaja la capacidad de ver a su presa y acosarle sin que Tomás —o alguna otra de sus víctimas— se enterara de su presencia, especialmente cuando hay desconcentración y se pierde la noción del entorno. Para empeorar la situación, Él, a la distancia —por enorme que sea—, podía observar y ver venir a quien osara acercársele, sin importar el nivel de cautela que se manejara; no se desconcentraba y su visión era panorámica, sí que conocía a sus objetivos.

No obstante, podría ser sorprendido. Siempre hay un punto ciego, nada es inmutable.

viernes, 7 de abril de 2023

Prejuiciosa estupefacción

 Y estaba ella, con su hermosura y glamur, en una universidad pública que de eso, poquito (más bien es semiprivada). Saludo escueto, altivez predominante, desdén hacia el interlocutor que la saludaba con cierta alegría, por considerarla una conocida de casi toda la vida. Ante mis intentos por romper el hielo, por buscar una interacción amena, ella respondía con cierta arrogancia y finalizaba la conversación con un gesto discriminatorio en clave de “váyase”, como si yo fuese uno de sus subordinados en su aristocrática vida (pobres empleados o entorno laboral, los de esta princesa criolla).

Y entonces, años después, estaba yo ahí, en uno de esos trágicos momentos con el rol de ghostwriter a cuestas. De algún modo, ella consiguió mi número telefónico; me sorprendí al escuchar su voz, pero no me hice ilusiones ni fantasías románticas —algo otrora típico en mí—; solo me quedé esperando la razón de la llamada. No era otra más que “honrar” mi sombrío pasaje por ese sector subterráneo, fangoso, maloliente e ignorado de la academia. Necesitaba que alguien le redactara un trabajo académico “crucial” en las previas a su ritual de bautismo profesional, el mismo al que hemos asistido la mayoría de quienes culminamos algún currículo universitario.

Accedí a su solicitud. Quedamos de encontrarnos en la universidad un jueves en la mañana, para puntualizar la información que debería de ir en el texto del que yo me haría cargo. Relativamente, fue fácil. Era un tema que escapaba a mis conocimientos, pero posteriormente pude resolverlo y, cabe anticipar también, ella fue responsable a la hora de pagar por la labor realizada.

Lo particular de esta historia ocurrió esa misma mañana. Mientras conversábamos, por mera curiosidad, le pregunté sobre su interés por la lectura a lo que ella, típico de su actitud enormemente humilde, respondió, tajantemente: “Ay no, yo detesto leer y escribir”. Trastabillé (en sentido figurado) y, en medio de mi estéril estupefacción (demasiados prejuicios de mi parte, es menester reconocerlo) no me resistí a añadir otra pregunta, que iba más por el lado de lo afirmativo: “Bueno, pero te informas leyendo prensa o algo similar”… Su respuesta fue una solapada reiteración a lo anterior. Pero ya la impresión se había marcado.

Creo que el cúmulo de sensaciones en mí, durante ese lapso, fue muy similar a aquella tarde gélida en que casi sufro una baja de presión arterial y me lanzo de un carro en movimiento, tras escuchar a alguien justificando las conductas acaparadoras de algunas vacas sagradas frente a ciertas becas que mejor le caerían a un aspirante que sí requiriese el dinero. Ese alguien estaba inundado de precariedades materiales —deudas y demás—… Por eso el desconcierto frente a tamaña contradicción.

Pero esa es otra historia, un día de estos intento relatarla.