sábado, 30 de agosto de 2008

Encerrado en una casa

Camilo Jaramillo estaba arrepentido. Quería acabar de una vez con su mala imagen, y demostrarle a la sociedad que sólo era un honrado ciudadano. Pero primero tendría que esperar a que la reja que marcaba imponentemente la salida se abriera y pudiera salir de su vieja casa, de cuatro húmedas y frías paredes de cemento. Y esperar sobrevivir lo suficiente para buscar su familia sin ser abaleado por los transeuntes de su ciudad.
Faltaba un año para ello. No se afanaba por el paso del tiempo, ya que hace diecinueve años no salía de su odiado hogar. De hecho ya no lo odiaba. Se había vuelto hermano de sus otros dos habitantes, los cuales si estaban allí merecidamente. También sabia de memoria el menú de todo el año que le quedaba, ya que la papa cocida y el jugo de guayaba podrido se repetían diariamente. Además ya conocía a la perfección cada detalle y desperfecto de su hogar, que tristemente, tampoco era suyo. Era del gobierno.
Pronto saldría, y la gente sabría que él no fue encerrado allí por sus actos. Fue víctima de la injusticia de la corrupta rama judicial. Pronto demostraría que su reclusión fue injusta y quizá dejaría en ese mismo "hogar" a quienes lo juzgaron por la muerte de una bebé, dejando en la calle al verdadero culpable.

martes, 26 de agosto de 2008

Esquizo...

Martín llegó consternado... tiró la puerta con cierto agotamiento que más parecía afán. Lo había vuelto a hacer una vez más.
En su mente zigzagueaban un montón de imágenes variadas - y variables - que lo estaban agobiando, pero que a su vez, en el fondo oscuro de su ser, le generaban un placer orgásmico; de manera curiosa, solamente tal placer acaecía en el momento mismo de los actos que, posteriormente, con un arrepentimiento agónico y lastimero - reprochaba a sí mismo, y que en verdad eran repudiables por la sociedad en que había permanecido durante toda su existencia.
Se metió a la ducha luego de tirar la ropa arbitrariemente por toda la habitación. Se lavaba su cuerpo, pero sobre todo sus manos y sus partes con un asco incomparable. Asco hacia sí mismo, más asco de sí que de los demás, repudio, desdén, desprecio por ser quien era, por hacer lo que hacía.
La sustancia pegajosa que emanaba luego de placerse de manera inmisericorde a costa de otras personas menos fuertes que él se demoraría un poco más en desaparecer... era una de tantas evidencias físicas que quedaba como muestra de su acto; la otra, o las otras evidencias quedaban en otros lugares, donde quienes las portaban hallaban su ser y su vida totalmente laceradas, a tal punto que su posible recuperación sería casi imposible o quizá no existiría jamás.
Luego de unas dos horas, Martín estaba de nuevo, como siempre. El veterano ex seminarista de cuarenta y siete años veía dibujos animados mientras comía palomitas de maíz con nachos con queso y coca cola. No había evidencias físicas de su acto, no había hedores, ni sabores... pero en él, en ese pacífico y conocido por todos "religioso", "bondadoso" y "comedido" personaje, quedaba esa parte oscura de su vida, ese espectro, ese monstruo que lo acosaba y se apropiaba de él, para llevarlo de nuevo a empresas azarozas y transgresoras, empresas que él en su furor disfrutaba con enorme éxtasis. Podía ser un monstruo, o podía ser él mismo quien revelaba su verdadera "realidad".