sábado, 5 de noviembre de 2022

Viernes álgido en el 97

«¿Qué estás diciendo de mi papá? ¿Vos qué sabés? No sabés nada, no te metás ahí, no sabés por las que estoy pasando»… O algo similar, fue lo que dijo el compañero, rollizo (y, a pesar de su tragedia personal, imponente). Había recibido una injusta afrenta, proveniente de un irrespetuoso ignorante al cual le pareció divertido burlarse del infortunio por el que estaba pasando el gordo M.

Yo estaba ahí. Presencié esa desagradable incitación y la fuerte reacción del agraviado. No éramos amigos, pero, por alguna razón, quizá por solidaridad, por impotencia, por ganas de acompañarle en ese momento tan álgido, estuve un poco más cercano a él durante varios de los días posteriores a la calamidad.

No recuerdo con detalle la causa de las palabras burlescas y despectivas que profirió el mono-blancuzco-trompón y ojos de gato, cara de ruin derrotado y miserable —así lo designé desde entonces, pero, realmente, lo reconocía de tiempo atrás en el colegio—. Creo que fue el mero resultado de uno de esos “choques” físicos que ocurren en algunos tumultos, me tropiezo con alguien, choco mi hombro con el de otra persona, etcétera. Esto pasó en la hora del descanso, alrededor de las 3:30pm, quizá un viernes, en el patio inferior. El gordo M. tuvo un roce menor con ese mono, el cual dijo algo así como «por eso fue que le pasó lo que le pasó a su papá». Y he ahí la reacción del gordo. Alzó su voz y profirió las palabras ya mencionadas; su alteración era enorme y, de nuevo, casi lloraba a los gritos, pero, en esta ocasión, fue más un tono de increpación, de reclamo.

Tercié. Me metí en medio de ambos, tomé al gordo M. por uno de sus hombros y le dije «tranquilo hermano, no vale la pena» y miré, con desdén, al mono, «este no vale la pena». Me quedé con él durante el resto del descanso. Me provocaba meterle un puñetazo al mono (ya lo había hecho, ese mismo año, con otro compañero, por una causa trivial que no me enorgullece, pero que era válida), surgieron deseos malos y trabajé en reprimirlos o mejor, en anularlos totalmente. Así culminó el descanso, nos quedamos en silencio, el gordo M. y yo.


***


Hay días en que me acuerdo del «gordo M.», Jefferson, Jefersson, Jeferson —o como se escriba en nuestras adaptaciones locales— y esa tarde trágica de viernes escolar, pleno 97, en que su madre apareció en el colegio y, sin atravesar la puerta del salón, harto acongojada, le dio la pésima noticia. «Mataron a su papá». Quienes estábamos allí nos desencajamos; el impacto fue notable. Todo el grupo cayó ensombrecido por una tristeza y sensación de pánico indescriptibles. Algunas personas lloraron, otras quedamos paralizadas, con la mente en cualquier parte, menos en esas responsabilidades cotidianas inmediatas del aula. Por supuesto, todo fue peor para él, quien salió del recinto llorando y gritando. Pensé en mi familia, me puse en el lugar del compañero… Me acerqué un poco a su sentir. El sentimiento de desolación se hizo enorme y, todavía, tantos años después de ese acontecimiento, a veces me invade esa algidez.

Finalizado el 97, nunca más volví a ver al gordo M. Pero lo he recordado en distintos momentos de mi trasegar. He esperado —y deseado— que la tranquilidad haya llegado a él, que haya podido concretar los proyectos personales que fuesen surgiendo en su camino.