viernes, 30 de septiembre de 2022

La abuela huraña (y mis pensamientos gentiles)

Crisis. Creo que le puedo asignar ese estado a todo el cúmulo de sensaciones que se apoderaban de mí en esos tiempos juveniles en que andaba en “Operación «conseguir» novia”. Era nula la confianza para establecer una comunicación que fuera recompensada con la tan anhelada relación y ello se traducía en una timidez bastante marcada, que incluía, en su halagüeño paquete de dificultades, la habilidad para terminar expresando incoherencias cuando la oportunidad de interactuar acaecía.

En pleno diciembre de 2003, con mis recién cumplidos diecisiete años, fui invitado a la celebración del cumpleaños quince de una amiga. Recuerdo que se realizó en el salón social de la unidad donde ella residía y que este estaba ubicado en un segundo nivel. Este detalle podría ser irrelevante, pero permanece en mi memoria porque justo cuando terminaba el ascenso me percaté que al lado de la puerta de ingreso había una joven que me generó interés casi inmediato: un largo cabello ondulado, color castaño, caía sobre sus hombros; un rostro algo “relleno” con algunas pecas; una mirada aguda, como de quien anda formulándose varias preguntas en su introspección; con algo de sobrepeso, calzaba en unas sandalias tipo plataforma que ayudaban a aumentar su corta estatura. Recuerdo que las miradas se cruzaron por un instante. En el transcurso me enteré que ella era una amiga de la agasajada. Digamos que se llamaba Licinia, así ahorramos palabras para aludirla y no exponemos su nombre real, aunque yo ya me expongo relatando esta historia.

Yo seguí mi recorrido y me ubiqué en alguna de las sillas, para así observar todo el evento festivo. Alrededor de las diez de la noche concluyó el jolgorio en el salón y fue trasladado al apartamento de la quinceañera.

En esos tiempos de torpeza para flirtear era de enorme ayuda la ingesta etílica y tuve la oportunidad de estar bebiendo whisky, lo que generó un notable estado de confianza. Fue así como se generó una conversación con Licinia, que tenía un tono rutinario, pero que auguraba buenos resultados a futuro. Avancé tanto en esa expedición “cortejil” que obtuve el número telefónico de la casa de Licinia. A los pocos días la invité a salir. Fuimos a un centro comercial y comimos helado; nos la pasamos conversando de varias cosas y yo comencé a sentir que podía fluir como individuo en ese tipo de situaciones. Incluso compartí infidencias que consideraba especiales o solo concedidas a quien se ganase mi confianza. Todo funcionó, al menos esa tarde.

Recuerdo que, cual joven ingenuo, me ilusioné de una manera exagerada y empecé a inventarme futuros escenarios de dualidad con Licinia. Imaginaba el momento en que le expresara mi interés sentimental y eso me revolvía el estómago con un coctel cuya receta se componía de dicha y pánico. Imaginaba mis visitas a su casa y las de ella a la mía. Y claro, imaginaba los besos y todas esas cuestiones íntimas que van ocurriendo entre dos personas vinculadas por sentimientos de cariño, de amor, etcétera…

Y ahí llegó la fractura. El combustible de confianza se cristalizó de repente y cuando tomé el teléfono para llamarle a la casa, comencé a tensionarme. El emocionante paquete de felicidad llegaba cargado de sensaciones tan indeseables como sudor copioso, corazón acelerado y voz quebradiza y débil en el tono, además de una maravillosa nube que se estacionaba amigablemente en mi cabeza y paralizaba las mejores ideas que hubiera podido tener para generar mayor confianza en la interacción con Licinia. Así las cosas, agarraba el teléfono con mi mano temblorosa y la respiración agitada…

Hundir cada tecla se convertía en un momento de agonía eterna y, finalmente, cuando lograba hablar con ella, seguramente se percibía mi voz nerviosa, saludando casi de afán, desconectado para escuchar con la debida atención y disparando velozmente mi mensaje de invitación a salir. Licinia se negó a las propuestas; siempre había algún contratiempo que le impedía aceptar los planes. En principio, en mi estado fantasioso, creía sinceramente que ella no podía, así que seguí insistiendo unas pocas veces más, repitiendo el que ya se había convertido, para mí, en un agónico ritual.

La cereza del pastel llegó cuando quien comenzó a contestar las llamadas en la casa de Licinia fue su abuela. Desde la primera vez comencé a inferir que mi espiral de perdedor se afianzaría con ahínco… La anciana era inversamente proporcional al modelo de amabilidad y sus respuestas ante mi solicitud de ser atendido por Licinia se traducían en un tajante “no está”, con un tono casi enfático que terminaba menguando los pocos ímpetus que había ahorrado tras días y días de exhortarme a llamarla y perder el pánico. En esos instantes, mi tono de voz se reducía de manera enorme y, por mera educación, intentaba agradecerle a la señora por su atención, pero tardaba más en balbucear “gracias” que en identificar que ya habían cortado la comunicación.

“Vieja urraca, vieja malparida” y vituperios similares fueron mi revancha en soliloquios cuando terminaba la conversación. Hoy no me enorgullezco de ello, claro está, pero en mis bríos juveniles y con una marcada ausencia de autocontrol, sumada al ya mencionado coctel interior que me atormentaba entonces —y me atormentaría un poco más, en tiempos posteriores, durante otros intentos de flirteo—, mi estallido ante la impotencia de no poder lograr las cosas como las había imaginado ocurría en tales proporciones. No vale la pena citar ni parafrasear otras palabras de alto calibre que excreté con virulencia.

Recuerdo que dejé de llamar a Licinia durante un tiempo, hasta que, por alguna necedad de mi parte, o por la tozudez y el exceso de fantasía, decidí volverla a llamar, casi a finales de 2004. La huraña abuela seguía contestando las llamadas y para mí todo se tornaba igual a lo anteriormente descrito. Igual, con el bonus de las palabrotas cuando la anciana salía de escena.

Logramos salir una vez más, la última, en la cual reproduje comportamientos erráticos. Hice énfasis en lo que consideraba su belleza, exageré la sinceridad de mis deseos y disfruté de la emocionante nube mental que me ganaba la partida para articular las palabras adecuadas, para dejar fluir una conversación que representar una construcción de vínculos más firmes y “prometedores” y no una búsqueda de recompensas al estallido hormonal de la juventud.

Después de esa cita —si así se le puede llamar— recuerdo haberle enviado una carta y un regalo a su casa, que fue compensado con la sinceridad de ella al otro lado de la línea. Traducción: no había correspondencia y, por supuesto, mi yo actual lo hubiera evidenciado mucho tiempo atrás.

En algún momento escuché el rumor de que yo no le había gustado a ella porque “era muy tímido”. En estos momentos de mi vida pienso que simplemente no hubo convergencia o tal vez esta fue fugaz… En todo caso, no hay que darle más vueltas a las cosas, aunque, curiosamente, hoy esté escribiendo sobre esta situación.

Espero que la abuela de Licinia esté bien, aunque todavía me sonrío recordando mis reacciones ante su evidente grosería al otro lado de la línea.


jueves, 29 de septiembre de 2022

Amigo amado

Van muchísimas madrugadas en las que él se despierta repentinamente… Suele ser entre las dos y tres de la mañana. Lo veo pálido, con unas ojeras bastante evidentes y la mirada vidriosa. Él me lo ha tratado de describir de manera bastante detallada, y yo hago mi lectura de la situación. Infiero que, en esos instantes, emerge una angustia enorme, danza desordenada de sensaciones agobiantes, festín acalorado que mece con vertiginosidad el estómago. Luego, sin irse de él, se va apoderando de todo el espacio que lo circunda… Es una mancha rojiza que va acaparando la habitación. Es que me ha repetido tanto su sentir, su malestar, que prácticamente pareciera que yo lo siento igual. Pero no. Es él, no yo. Yo solo lo acompaño por momentos y tal vez las vigilias nocturnas en que hemos compartido han sido pocas. Pese a ello, nos mantenemos muy unidos y casi todo el tiempo estamos pendientes el uno del otro, pero siento que hay una descompensación en esta interacción… Él no parece preocuparse mucho por mí. Creo.

Hemos reñido muchas veces y sé que el odio recíproco también ha franqueado nuestro camino en diferentes momentos. Yo he tenido paciencia, pero es complejo.

Creo que la comunicación entre ambos ha sido difusa, que él no me ha escuchado muchas veces, pero también sé que sufre por ello y se ha lamentado tantas veces que ni le llevo la cuenta. He evitado echárselo en cara, si lo hago quizá lo atribularía aún más de lo que veo que ya está… De lo abrumado que ha estado durante toda su vida.

En otros tiempos, logré rescatarlo de situaciones donde sus tribulaciones hubieran sido trivialidades al lado de los enormes errores que estaba por cometer. Tal vez él lo reconozca, pero con una sutileza tan fina que, si yo no le conociera, pensaría que es un soberbio desagradecido.

Soy un gran amigo, él lo sabe, de eso estoy seguro. También, a pesar de ese odio al que me referí, creo que lo amo con una fuerza enorme. Sí, eso es amor, amor gigante por un amigo, por un fraterno con el cual hemos compartido casi toda una vida.

Han pasado por lo menos tres meses desde que escribí las líneas anteriores. Es tan fuerte la conexión con este fraterno mío que hace unos pocos días, en una de esas tantas madrugadas, lo sentí despertar de sobresalto, habitual rutina. Sentí su angustia gigante de una manera vívida, como si me estuviera pasando a mí: el monstruo creciendo otra vez, atiborrando el espacio y él, aturdido, intentando agazaparse en otras ideas que no le perturben… Ni siquiera me ha contado qué es lo que piensa, pero ya me he dado cuenta qué le ocurre… Estoy fuertemente agobiado y ha emergido, en mí, una enorme compasión por él, mi fraterno…

Esa madrugada que relato, me levanté de la cama, seguí pensando en él, en sus tensiones, en su angustia, en sus tribulaciones… En sus errores de toda la vida, en su necedad. Me dio rabia… Pero la compasión gigante arrasó con ese sentimiento. Estoy fuertemente conmovido por él.

Comencé a buscarlo por toda la casa, pero no lo veía. Al parecer había salido, hasta que lo encontré, mirándome de frente, al otro lado del espejo.

martes, 27 de septiembre de 2022

Era amargura (de julio 27-2018)

Esos días, con el año a punto de cerrar, no la estaba pasando nada bien; la convalecencia había llegado de manera sorpresiva, y parecía inquilina de largo aliento; se hallaba desorientado, no lograba distinguir, por momentos, la realidad frente a esa ficción que se tejía en sus elucubraciones; en las vigilias nocturnas, causadas por los cuadros de dolor; en los sueños que lograba arañar cuando la leve tregua del descanso lo arrullaba.

Estaba paranoico y malhumorado; no dejaba de ir al pasado y, por gusto —o masoquismo— lo ponía en contraste con el presente; se reprochaba, luego también se felicitaba, y así se la pasaba durante varios lapsos: vaivén de sensaciones, y de sentimientos.

Le gustaba releer las misivas de otros días, que alguna vez creyó gratos y felices, pero que luego se transformaron en sombras funestas de la desesperación y el desconsuelo. Se reencontraba con sí mismo, y se reinventaba también; se hacía añicos y volvía a componerse; se debilitaba y luego se fortalecía. Esos bríos, ese ímpetu, lo llenaban de una confianza sorda que llegaba a los dinteles de la soberbia, de una altivez cuya frialdad le refrescaba y le permitía, irónicamente, ver el presente con una claridad momentánea, temporal, porque los estados febriles regresaban y menguaban los arrestos adquiridos para superar las dolencias del alma.

Desolado, así estaba, así se sentía. Quienes juraron acompañarle en su enfermedad no aparecían, y solo las lisonjas y la zalamería eran las atenciones recibidas por esas personas. Promesas, pretextos, palabras bonitas. “Paja, pura paja”, murmuraba, desesperado y resentido.

Solamente una persona lo acompañó, con enorme atención y preocupación, durante el proceso. La que menos creía, la que no podía imaginar allí, en ese vertiginoso viaje, el que él desconocía entonces.

El 14 (de julio 29-2018)

 Tenía dos opciones para llegar al colegio: el bus 14 o el 16; usé el segundo durante toda la primaria; mientras este pasaba por Bolívar —en frente de la casa—, el otro subía por la calle 81; ambos vehículos eran unos clásicos para la época y, como niño, siempre era deslumbrante cuando, por alguna razón que desconocíamos, nos cambiaban el transporte y aparecía otro modelo diferente.

Don Guillermo era el chofer nuestro; no era, simplemente, el operario de esa mole de latas, tuercas, tornillos, líquidos, madera y cuero. Para mí era como ese protector, “un papá” durante la media hora que duraba —aproximadamente— el recorrido. Aún recuerdo sus facciones: algo robusto, con sus gafas y bigote, y una manera respetuosa —pero descomplicada— para expresarse; era alguien con sentido del humor, con frases algo poéticas y refranes muy ajustados para cada momento; ahí deduje, más bien estimaciones mías, que gustaba de la música bohemia y tal vez de los etílicos en sus tiempos libres.

El bus de don Guillermo era un Dodge D-600, tal vez modelo 1970, y el 14 era un Ford B-series de 1961, conducido por don Leonardo, otro personaje cuya amabilidad se evidenciaba en el mero saludo; también se evidenciaba en él un talante cálido y cordial. Recuerdo su cabello casi rojizo, ensortijado, peinado de lado y fijado con algún gel; sus camisas de señor, con pantalón de paño y mocasines; la piel blanca, que parecía más rojiza; de alguna manera evocaba a una especie de “señor de cantina tanguera”, hasta con rasgos extranjeros, narizón y ojos con ojeras; siempre sonriente. Una vez viajé en su ruta, porque perdí el 16 a causa de un pequeño motín en el que estuve casi una semana sin ir a estudiar (no quería volver al colegio)... Pero esa es otra historia.

A finales de 1996 se nos notificó que el colegio no contrataría más los servicios de los siete buses que habían transportado durante varios años a la mayoría de los estudiantes. ¿La razón? No la supimos, y la mayoría lamentamos con tristeza el enterarnos que para el año siguiente nuestro chofer no sería don Guillermo. Especulábamos, parecía que don Javier, el líder de todas las rutas, había tenido diferencias con las dueñas y administradoras de la institución, aunque esas son elucubraciones, y con más de veinte años transcurridos tal vez tenga poco sentido averiguar sobre el tema. Creíamos que podíamos hacer algo para remediar la situación, para que don Guillermo no se fuera; imaginábamos alguna forma de conspiración y alegábamos injusticia.

En 1997 lo advertido ocurrió; llegó otro bus diferente; el primer día era una “piragua” (Ford f-600) “reciclada”, y le digo así porque la recuerdo de mis primeros años en el colegio; ese bus fue el 17, y tenía varias particularidades, una de ellas, bien especial, era que contaba con una puerta para pasajeros —de dos alas— ubicada justo al lado del asiento del conductor; la otra era su marcado estado de desgaste, pues había algunos orificios en el suelo que permitían observar el pavimento y una silletería desvencijada. Siempre me causó simpatía ese vehículo y, en el momento en que funcionó como ruta para nosotros ya la denominación no era con números; era el “V”; ya no tenía aquellas aberturas en el piso y las sillas eran reclinables y más cómodas, además de tener cortinas en las ventanas; aun así pude reconocer el bus y me alegré. Sin embargo, días después el vehículo cambió por otro del mismo modelo. Hubo rotación de choferes, hasta que designaron a un señor llamado Ignacio, quien era tosco y soez en sus palabras, pero, finalmente, una persona amable; simplemente su estilo era más rústico para lo que estábamos acostumbrados. Fue el conductor de todo el año.

Recuerdo que don Leonardo sí continuó con el 14 —y el mismo Ford 1961— más nunca supe qué letra designaron a su recorrido. Me alegró saber que seguía en el colegio. Ya finalizado 1997 también terminaba mi ciclo de primaria, y por ello mi rumbo académico se dirigió a otra institución. Como aún vivía en el mismo barrio, podía observar las rutas transitando por la 81 y la 51; no me desconecté totalmente de las cotidianidades ocurridas en el colegio, lo que me permitió enterarme de algunas noticias relacionadas. Alguna tarde, leyendo prensa, me enteré del vil y triste asesinato de don Leonardo, en la zona de Manrique, mientras transportaba a algunos estudiantes. Nunca supe por qué ocurrió esa situación lamentable. En esa misma época me contaron que don Javier, don Guillermo y don Leonardo eran hermanos... Los hermanos Alzate. Ya don Guillermo trabajaba como conductor de bus para otro colegio y, una vez lo vi, subía por la 81; junto con mi mamá lo detuvimos para saludarlo y le expresamos nuestras condolencias.

Una mañana sabatina me hallaba paseando por San Pedro, y en un parqueadero de la periferia municipal avisté al 14. Estaba abandonado, en un lugar que yo, de inmediato, sentí y pensé que no le correspondía.»

(De marzo 7-2008)

 La realidad infranqueable se posó esta noche en mi cuarto… El ave negra y oscura del final batió sus alas y detuvo su vuelo en mis lares. Ya es tarde para lamentar; de un idilio otrora sublime e inimaginable, quedan ruinas, cenizas que el viento del olvido se llevará. Tus lágrimas no enjugaré más, tus sonrisas no serán de mi expectación; ya tu mano no voy a tomar… Aquella plaza donde juntos compartimos tantas cosas permanecerá; la banqueta esa, los árboles, los borrachos, los viciosos, los niños jugando y cualquiera de los transeúntes de allí, alguna vez testigos de este sentir, continuarán sus vidas. La banqueta será ocupada muchas veces más, una pareja de enamorados en ella se besará, un borracho resentido —pero finalmente resignado— en ella se sentará, el vagabundo incomprendido allí a su sueño insatisfecho placerá por pocos instantes… Todo seguirá igual.

El viento del olvido eliminará esa toxina que entró en mi cuerpo al respirarte, al sentirte en mi piel, penetró hasta los huesos y envenenó mi sangre… Veneno placentero, muerte lenta pero agradable… Alucinando me encontré, paseando en un jardín de flores hermosas, apasionado sin pensar, disfrutando los segundos veloces del reloj indolente, de ese tiempo que no perdona.

Un eco lastimero abarcó todo el lugar… Repetióse en la penumbra y en la luz, rompiendo las barreras de lo bueno y de lo malo, retornando al trasegar… Ya te vas, tranquilo te despido, la sentencia se dictó, quedan pocos segundos, instantes cada vez más tenues, pálidos y sin sentido.

Prometí tomar mis maletas y marcharme en cuanto ocurriera. Así ha de ser, así había sido pactado; ahora solo quiero dejarte la rosa, pálida y perecedera, del sentir que se forjó entre ambos… Quedó debajo de la almohada, sí, esa misma, donde nuestras cabezas se juntaron y soñaron tantas cosas, donde nos inventamos la casa grande con hamacas, con el prado hermoso y la vista hacia las montañas, los niños felices jugando, el perro grande ladrando de alegría… Sí, la almohada del mismo lecho donde tantas veces estrechamos nuestros cuerpos, nuestros sexos, nuestras alegrías y tristezas, nuestras esperanzas, nuestros desfallecimientos… Aún persiste el aire de aquéllos tiempos, aún permanece el aroma de nuestros seres soñando, amando, llorando, retozando… Dejé la alcoba organizada, como tú querías…

Parece que alguien hubiera muerto en la casa, pero no es para tanto… Quiero que conserves la rosa pálida y perecedera hasta que ella se desvanezca con el tiempo que castiga, ese que no perdona y que no tiene miramiento alguno hacia nadie… Quiero compartirte la alegría que ha quedado, la tristeza que llega y a la vez se marcha… Quiero regalarte el último instante antes de tomar mi equipaje y cruzar la puerta grande de la calle, la misma que decoramos juntos esa noche navideña, que cruzamos, felices, tantas veces… Ahora es fría, triste, dura. Es la puerta grande de la salida.»

La buena fama de pasillo (de julio 29-2018)

Un televisor con el volumen alto, en el que estaba sintonizado el canal de las noticias, hacía las veces de banda sonora para la ocasión; a lo lejos se alcanzaba a escuchar el motor de algún avión sobrevolando la zona; quizá era un vuelo comercial, con gente que va y viene, ejecutivos, turistas, etcétera. En la cama estaban recostados los dos jóvenes; ella, aparentemente desentendida; él, disimulando, fingiendo un aire de despreocupación, pero torturado con un martilleo en la cabeza que le repetía “llegó el momento, pero ¿cómo le hago?”. Los demás amigos les habían dejado allí a propósito.

Ambos se gustaban. El calor sofocante del mediodía terminaba por agudizar la tensión; rápidamente, él perdió ese control que creyó tener y comenzó a tantear, pero mientras más lo intentaba, más alejaba las posibilidades. No sabía qué palabras usar para concretar algo que sí imaginaba y, con fuerza, deseaba. Para rematar, comenzó a usar esa mirada de devoción que, para una mente racional, es pura bobería, siempre y cuando se hayan anulado las fantasías novelescas que la televisión supuestamente regala, pero, realmente, luego cobra a muy alto costo.

Ella también imaginaba, pero iba perdiendo la paciencia. “Este sí es muy lento”. Bostezó. Mala señal. Él cayó en cuenta. Más desespero, más titubeos, tanteos que aumentan la distancia. Preguntas tontas para el momento; respuestas abúlicas como justa recompensa. Los dos aún portando el uniforme colegial; él, invadido por un impulso eléctrico que recorría violentamente su cuerpo; ella, inquieta, con un cosquilleo emocionante en las entrañas, expectante “está muy bello, muy hermoso, está muy bueno, pero no se lanza”. 

Dicha y tormento; diversión y martirio; ilusión y desasosiego. El tiempo no se regala ni se subasta en ferias. Se terminó el boletín noticioso de la tarde, y el sonido de una puerta abriéndose refrescó, de forma trágica, a los habitantes temporales de aquella habitación. Él se despidió y tomó rumbo hacia su casa; ella se quedó otro rato con los amigos, mientras les relataba, con desconsuelo —pero también con sorna— la trunca posibilidad de intimidad adolescente. Él, mientras tanto, caminaba por un callejón polvoriento —pero arborizado— que lo conducía a su destino, y se reprochaba la lentitud y cobardía que siempre había reconocido en él. Igual dudaba. “¿Será que sí le gusto?”; “Ella estaba como aburrida”; “¡Pero qué lento!”; “¡Zonzo, torpe!”. Demasiado castigo entonces. Y eso que ni siquiera imaginaba la “buena fama” que tendría a la semana siguiente, adornada exageradamente con los rumores de pasillo que fueron agrandando la bola de nieve en que se convirtió la historia jamás existente entre Ella y Él.

"Bobo grande" (de julio 30-2018)

 Sus reacciones violentas, acompañadas de palabras soeces sorprendían demasiado, pues su actitud solía ser dulce y respetuosa; cariñoso con los allegados y las maestras y abundante en ternura con los animales y las maravillas de la naturaleza; solo que la belicosidad era el resultado inminente tras las constantes acometidas efectuadas por varios de sus compañeros: golpes, bofetones, lanzamiento de líquidos “impuros” (orín humano, entre otros) y burlas verbales asociadas a su apariencia. Era un rubio sietemesino, de estatura monumental para sus nueve años de edad; rubio, y con gafas culo de botella, siempre usaba un pantalón de paño en lugar del convencional jean correspondiente al uniforme escolar. En otras palabras, era un ejemplo de anacronismo, que se terminaba de completar con la correa de cuero de enorme hebilla y los zapatos que parecían de cualquier persona, menos de un niño. Era Felipe Correa, el “bobo grande”.

Julio Ladino, uno de los “abuelos” —así llamaban a aquellos que tenían una edad que superaba, por un par de años, al mínimo requerido para estar en cada grado— era el principal perpetrador de las acciones degradantes contra el compañero mencionado. “Un moreno malicioso y marrullero que fue capaz de contrabandear ron un día de fiestas colegiales”, diría muchos años después, ya septuagenario, en un asilo decadente de la ciudad, John Bolívar, uno de sus compinches en las pilatunas. Ladino se jactaba pues de su habilidad para aprovechar las debilidades ajenas, para asumir que era mejor que los demás, y que le bastaba con solo burlarse de eso que consideraba “defectos” en la gente.

Tal vez Felipe tuvo demasiada paciencia, la cual logró durar unos seis meses, porque, una tarde de marzo, mientras tomaba un refresco, fue aturdido por un golpe seco que alguien asentó sobre su oído derecho, lo que le hizo perder el equilibrio, caer y lesionarse un brazo, pues su amortiguador fue la botella de la bebida que disfrutaba. Varios de los hoy veteranos condiscípulos recuerdan que pudo ponerse de pie rápidamente y que Julio no alcanzó a reaccionar con la misma velocidad para repeler la réplica contundente de Correa, porque la risa, bullosa y triunfalista, nunca le dio tregua a la inteligencia. El trágico desenlace acaparó la atención de los medios en la región; la rudimentaria emisora del pueblo, y los dos incipientes periódicos de la capital, dedicaron espacios prolongados a la historia. El escándalo ocasionó el cierre de la escuela y tuvieron que pasar varios años para que se estableciera una institución encargada de velar por la formación académica de los niños.»

Sinfonía conyugal (de julio 31-2018)

 La reunión había comenzado a las siete de la noche, y ellos ya iban con cincuenta minutos de retraso; él, al volante de su moderno automóvil, parecía preocupado por la demora, por el embotellamiento sin fin que entorpecía el cumplimiento del compromiso; ella, sentada en el asiento del copiloto, lo miraba de reojo, algo agotada, pero también satisfecha; luego volteaba la cabeza para observar el juego de luces infinitas que adornaban la avenida: motos, camiones, buses, convertibles, deportivos, camionetas... Cada uno cumplía con su parte en esa tediosa sinfonía de la rutinaria movilidad en la atiborrada capital; mientras un par de luces fulguraban el color rojizo, contiguamente otro par exhibía el amarillo habitual que indica dinamismo. Era una alternancia de dos colores —y alguno que otro muy inusual para las normas de tránsito, consecuencia de extravagancias particulares—.

A veces él no lograba controlar el hueco que hacía remolinos en su estómago; esa tensión se manifestaba con gotitas cristalinas de sudor que bajaban por su frente, y otras iban bañando, lentamente, sus sienes aún juveniles; aunque la adolescencia era ya un término correspondiente a las anécdotas, todavía no se había convertido un adulto maduro. Ella tampoco.

Se querían, de algún modo. Doce años de una cotidianidad ambigua lo demostraban; viajes, conversaciones, recorridos lentos en las atosigadas vías urbanas y el juego, una y otra vez, de las luces que querían ganarle la guerra a la tiniebla nocturna y, por momentos, parecían lograrlo.
La intimidad aún era un descubrimiento y una fiesta que detonaba cada parte del cuerpo; uno por uno, los sentidos se activaban y la vibración dual parecía demostrar que el tiempo no tenía jurisdicción en esos dos cuerpos. Empero, luego del indescriptible estallido —en el que ambos alcanzaban la cúspide y se convertían en una sola entidad—, el juez del trasegar, embriagado de soberbia, volvía a ocupar el trono sobre esos pobres mortales.

El viaje había durado una hora y cuarto, y al llegar al salón de eventos, varios de los comensales reflejaron rostros de sorpresa; otros continuaban en lo suyo, sin dar mayor importancia a la tardía aparición. Una reunión de puro protocolo, coctel ejecutivo en el cual también participaban algunos personajes de la élite local. Prácticamente todos lo conocían a él; su talento profesional y sus aptitudes para desenvolverse en la vida social lo convertían en un invitado prácticamente indispensable para ese tipo de actividades; por ello los saludos le podían tomar otra hora de su tiempo, durante la cual los temas de conversación eran amplios y diversos: política, economía, sociedad, cultura, arte y también trivialidades de la farándula y la moda; ninguna de esas asignaturas suponía una nota negativa para él; las risas respondían casi de manera automática al fino e inteligente humor que él exponía.

Por otro lado, ella no tenía nada qué envidiarle; su presencia garantizaba porte, elegancia, belleza y sensualidad, a las cuales se imponía una velocidad mental que no hallaba contendor y un carácter que zanjaba cualquier discusión. Era además virtuosa para ganar en materia de argumentos; por ello, los atributos físicos eran apenas la punta del iceberg de esa mujer. Tal vez esas características fungían como hilo conductor invisible de esa pareja, cuya unión en la vida pública, durante la participación en eventos sociales, despertaba la atención general y una admiración enternecida.
Culminada la reunión, él la dejó cerca de casa. Cuarenta y cinco minutos después la llamó al teléfono, para recibir las frugales respuestas a las que ya se había acostumbrado; un libreto memorizado por ambos: la magia había desaparecido. Él, buscando engañar la espiral de su estómago, pernoctaba en la silenciosa habitación, mientras hacía ingentes esfuerzos por reducir la agitada respiración. Ella podría escucharlo y despertar. No era conveniente.

Soliloquio equivocado (de agosto 1-2018)

Mientras se dirigía a paso presuroso con rumbo a la casa de su adorada, Manuel sostenía, en voz alta, un soliloquio en el que anticipaba el desenlace que se avecinaba. “Me puse así, tan elegante, seguramente para que hoy me terminen”. El camino estaba adornado por una especie de túnel arbóreo y por ello, el suelo era un tapete blando de hojas; el invierno estaba llegando, y una brisa leve iba humedeciendo, lentamente, la camisa negra que él llevaba puesta.

Luego de una media hora de recorrido, allí estaba. La puerta metálica, con un verde claro barnizado olía a una amalgama de fierro con pintura asoleada y humedecida por la lluvia. Siempre tenía que golpear con mucha fuerza para que los residentes se enteraran que alguien había llegado; tanta, que el puño terminaba algo lastimado; el metal de la puerta era de ese que retiene los ruidos, por eso el gasto de ímpetu. Aproximadamente un minuto después, ella salió; parecía que recién se había duchado, y él pudo percibir el olor a jabón de baño, mezclado con los aromas de su piel, esa que tanto había contemplado y deseado, pero nunca acariciado o recorrido minuciosamente.

El saludo frugal que ella le brindó fue la primera señal; entraron y lo invitó a sentarse en el sofá de la sala. Así era ella, finalmente. Por esa razón no titubeó demasiado para manifestar las razones que motivaron el encuentro, al que él había sido invitado un par de días atrás, de manera sorpresiva; la llamada telefónica ocurrió en un momento en que Manuel se hallaba sumamente ocupado; ella no solía ubicarlo por ese medio.

“Estoy saliendo con alguien, y esto no está funcionando, nunca funcionó. Debo ser sincera, porque es lo mínimo que mereces”. Escueta, pero contundente. Manuel se quedó en silencio, prácticamente impasible, aunque con una leve estupefacción; quizá era porque de alguna manera presentía ese desenlace, y lo había advertido en su monólogo interior. Agradeció la muestra de sinceridad y, mecánicamente, decidió quedarse un rato; ella le ofreció café, que él bebió en poco tiempo.
Tal vez ella estaba más desencajada que él, porque lo embarcó en una ruta que lo alejaba demasiado del destino requerido, y él tampoco cayó en cuenta, porque seguía rumiando las palabras recibidas; su mente se había convertido en una cajita musical, solo que la tonada era la expresión de una ruptura emocional.

Se había ilusionado tanto. Había hecho esfuerzos ingentes para conquistarla, para hacer de la relación una oportunidad de unión inolvidable para ambos. Soberbia. Crecía lentamente, lo llenaba de un vigor malsano que lo hacía creerse el responsable de la armonía conyugal, algo que ni siquiera existió. Cuando el bus dobló por una calle diferente a la habitual y comenzó a avanzar rápidamente hacia un lugar desolado del centro de la ciudad, él reaccionó, aunque con lentitud.

Tenía por lo menos trece cuadras de diferencia con la zona en que debía quedarse. Era de noche, las once y veinte, y en esa urbe tan parroquial —donde el comercio cierra a las nueve— deambular por allí suponía arriesgar el crédito de la existencia futura y empeñarlo, sin beneficio, a manos de cualquier truhan que se conformaría con las monedas de las más baratas denominaciones, o con alguna prenda que le brindara calor para superar la vigilia hasta el retorno del sol.

Manuel emprendió un paso mucho más veloz que aquel de la tarde, y el soliloquio inicial era el gimoteo afianzado tras haber acertado en su predicción. “Lo que faltaba. Solo y perdido en esta zona de mierda”. Sintió un frío espectral que se hizo inquilino, primero de su corazón, luego comenzó a recorrer su piel y se asentó, de manera cómoda y contundente, en sus huesos. Soberbia y triunfalismo. Decepción. Iba perdiendo la ilusión y creía que era mejor una mente racional si llegara otra mujer a su existencia. ¿Realmente hizo lo suficiente? ¿Lo adecuado? Quería seguir pensando en lo acontecido, pero la sombra de dos sujetos, que iba entorpeciendo el flujo de la luz naranja artificial, acabó de tajo con la frialdad que emergía en su ser y lo impulsó a correr; tropezó con un escalón rústico antes de cruzar una calle que lo acercaba más a su destino. Cayó al suelo estrepitosamente. Tendría que responderle a una urgencia inmediata, más importante que un drama alimentado por su ego.

Condena indescifrable (de agosto 2-2018)

 Jaime despertó sobresaltado. Había tenido otra de esas pesadillas que lo dejaban totalmente descompuesto y entorpecían su desempeño en cualquier actividad por el resto del día. “Menos mal ya son las tres de la tarde, así que la mala racha no será tan larga”, fue el consuelo que se dio a sí mismo. Lo grave de esa situación era que nunca podía recordar qué había soñado, pero el sinsabor era gigantesco e invadía todo su ser y además afectaba la parte física.

Treinta y cuatro años de existencia, y llevaba al menos treinta con ese mal; era de familia acomodada, lo que facilitó la posibilidad de consultar a una diversidad inimaginable de especialistas. Él ya conocía al dedillo los protocolos y hubo épocas en que llegó a sentirse más cómodo en un consultorio que en su casa; no era, precisamente, porque su aquejamiento estuviera siendo superado allí, sino porque de tanto ir y venir había tomado demasiada confianza con respecto a esos espacios. Los esfuerzos por “curarse” duraron hasta sus diecisiete años, cuando decidió no someterse a más tratamientos clínicos.

Vivía cerca del aeropuerto, lo que al menos contribuía a refrescarle un poco; las corrientes de aire eran fuertes en el sector, y la vista del paisaje aliviaba la tensión. Padecer una de esas pesadillas, que no advertía la llegada, era una condena para su trasegar; todo empeoraba, amén de la incertidumbre, pues no había siquiera un rastro ni un residuo en la memoria que le ayudara a recordar alguna parte del suplicio onírico.

Era un hombre demasiado racional, y por eso solo veía la posibilidad de recuperarse en los reinos de la medicina. Empero, no había logrado superar el mal. Algunos vecinos, amantes de la intromisión a la intimidad de los núcleos familiares, llegaron a sugerir soluciones de carácter místico, paranormal, esotérico, y los padres de Jaime llegaron a dudar, titubearon; sin embargo él, en su pragmatismo, en su tozudez, se resistió rotundamente a tales posibilidades. “Si me toca cargar con esta joda de por vida, pues se le hace, porque los médicos no pudieron, y esas vainas de brujos o curas locos son pura carreta”. Así se cerraba la discusión.

Esa rutina, ese ciclo repetitivo, cambió luego de un accidente en el que Jaime casi pierde la vida. Había despertado un jueves, a las cuatro y treinta y cinco de la mañana, asaltado por ese visitante que, pese a ser un viejo conocido, nunca le fue familiar; la resignación y la tristeza eran la antesala de la tradicional sentencia “este día va a ser de mierda”. Ya no pudo dormir más aunque sus compromisos más inmediatos comenzaran a efectuarse desde las diez de la mañana. Fue a prepararse un café, se duchó con agua tibia —intentando hallar tranquilidad— y desayunó de manera precaria: huevo frito con la yema blanda, una tajada de pan integral y otra taza de café.

A las nueve y quince tomó su motocicleta y salió con rumbo a la primera cita pendiente, pero iba tan distraído que pasó de largo un semáforo en rojo y, cuando reaccionó, estaba casi besando la llanta trasera de un camión; no había sentido, ni siquiera, el golpe de un taxi que llegó por el costado derecho, lo desequilibró y lo hizo rodar unos seis metros hasta casi terminar aplastado por el enorme vehículo. Curiosamente, no sufrió fractura alguna, pero su motocicleta quedó averiada. Aturdido y desubicado, comenzó a sacudirse el pantalón y a observar con afán y desespero todo el panorama; rostros borrosos, olor a humo de los carros y sabor a fierro en las papilas gustativas. Comprendió que su mente había estado totalmente en blanco desde que partió de casa, como si hubiera viajado a otro lugar, a otro tiempo. Pero no lograba descifrar eso último, simplemente pensaba que tuvo un sueño despierto, ocasionado por la vigilia que sostenía desde muy temprano.

Se cuestionó; por alguna extraña razón, quizá por el pánico a sufrir otra laguna mental en estado consciente, decidió agotar ese recurso que antes despreció: hablar con algún experto en temas paranormales. Canceló sus reuniones del día y se fue a buscar a alguien con esas características en el decadente centro de la ciudad; allí abundaban ese tipo de personajes. Y, sin pensarlo demasiado, pernoctó en un cuchitril con olor a diferentes hierbas, atendido por un trigueño veterano, de una canosa barba de chivo y un cabello que parecía una sombrilla abierta. Estaba sentado en un banquito de madera que era de patas irregulares. Con solo verlo, de entrada, sonrió. “Ya sé a qué vinites; no dormís bien. Te perdés, hablás con esa gente”. Jaime, desconcertado, no supo qué decir; iba a preguntarle a qué gente se refería, pero algo lo detuvo y así fue el resto de la sesión. Puro silencio. “Te tomás esto antes de dormir, hervido en agua”, y le entregó una bolsa con unos cien gramos de una hierba, mixtura de colores rojo y verde. “No lo dejés pasar de esta noche, mañana venís, a esta hora, y me contás”. Consejo de experto. Se quedó sonriente, en su banquito, silbando, tarareando alguna canción.

Esa noche, Jaime siguió el procedimiento y pudo dormir plenamente. Despertó renovado, el cuerpo liviano, los ojos descansados y la mente despejada. Tendría que llegar al centro en taxi o en algún otro medio, pero iría, porque tenía inquietudes y no quería quedarse en silencio, como había ocurrido el día anterior. Decidió salir de casa a las once y veinte y tomó el primer bus que vio. Tomó asiento y, de un momento a otro, comenzó a sentir pesadez en los párpados y liviandad en las manos; no coordinaba sus miembros y la lengua se enredaba; logró recostarse hacia su derecha sobre el vidrio de la ventana; lo hizo de una manera inusual, porque su mejilla quedó asentada en el frío cristal.

El paisaje era muy extraño, y el calor demasiado sofocante; es muy incómodo andar con una sotana en esos climas, intentando trepar un muro de bareque para fugarse de unos implacables miembros de la Santa Hermandad. Había violado aproximadamente a más de ochenta monjas en distintos conventos del virreinato. Lo querían colgar lo más pronto posible.

Agonía en cristales, a cuentagotas (de agosto 4-2018)

El control se redujo; el sopor se impuso a la claridad mental y se fue disolviendo hasta convertirse en un remolino que me bamboleaba vertiginosamente. Había caído al suelo, pero no me daba cuenta (luego dirían que el golpe fue estruendoso, pero yo solo puedo recordar un incómodo hormigueo en la boca y un sabor a metal que revolvía mis entrañas).

Un túnel violeta. Eso fue lo primero. Luego se hizo rojizo y terminó oscuro, con unas lucecitas verdosas, amarillas, como millones y millones de pixeles; policromía angustiante de incertidumbre. Una fosa de tierra totalmente negra. Desorientación. Comienzo a arrastrarme, solo tengo fuerza en mis brazos, las piernas parecen de trapo (¿o son de trapo?); varios metros así, a oscuras. Luz al fondo, tenue, pero ya es ganancia. Me recupero, puedo caminar, aunque torpe y lento, pero es una enorme ganancia, sabiendo que estoy en desventaja. Imponente, emerge una galería de cristal pulido con una perfección que jamás había visto. Luces de colores, reflejos. Inquietudes, dudas. Mareo, ira, desesperación, sosiego, inquietudes.

Las veo a todas. Alguna vez estuvieron fuera de esas “vitrinas”. Las podía tocar, acariciar, escrutar lentamente, invadirlas cariñosamente en lo más íntimo. Ahora no, y menos en ese lugar. No tienen boca (¿o no hablan? ¿No pueden hablar?). Musas, diosas, deidades de dicha y de desgracia, de tragedia consentida. ¿Pueden oírme? Quiero que me oigan ya y siempre (más bien lo desea mi ego inmenso). Estoy gritando, me duele la garganta, algo se está reventando dentro de mí y me aturde. No escucharon. Grité mucho, no hoy, eso fue tiempo atrás.

La diosa de la mentira abre sus ojos; parecen color blanco, tienen una luz que me sacude y me desespera; no alcanzo a distinguirla bien, pero sé quién es. Se ríe, así como en aquellos días. Seduce y se ríe. La del cinismo no se ha quedado incólume, no quiere estar rezagada; sus ojos miel denotan una angustia profunda que perfora mi estómago, me debilita, tengo que ayudarla, es muy grande para mí, quiero tenerla cerca, si se va me destruye, estoy acabado; su hermana es la del egoísmo, y sus ojos también son parecidos; me pierdo en ese estanque y antes de probar su fruto, de irrumpir en el manjar de sus sentimientos confundidos, titubeo, freno, me impongo, pero pierdo, por el odio que siente por mí —amén a la impotencia de no tenerme—, pero no, realmente amó (¿a quién? ¿Ama?). La vanidosa es mucho más hábil (quién creyera) y está agazapada en un rincón oscuro del lugar; sé que existe, estuvo también conmigo, la vi, la sentí, la saboreé y me hastió, yo no había nacido para efectuar vasallajes estériles, para gritar en las cavernas y conformarme con el eco de mis ruegos.

La deuda aparente es camaleónica, es una angustia recóndita (¿soy el deudor? ¿De todo? ¿No será más bien que me deben a mí? Recíprocamente, ¿nos debemos? ¿Qué? No existen, no debo, no deben, no deberíamos). No puedo romper esos cristales, no tengo fuerzas. De todas maneras no me lo permitirían, y tampoco tendría sentido hacerlo. Tienen que estar ahí, tenía que verlo.

La monumental presa de egos (de agosto 5-2018)

Los momentos habían sido fugaces; cada encuentro entre ambos, ínfimo, pero con una dosis profunda de dicha, de ilusión y de un horizonte prometedor, abierto a las posibilidades. Las conversaciones denotaban empatía; las miradas, temor, complementado con deseo y visos de cariño. Diez, quince minutos, y la despedida. Comenzó a forjarse una rutina cuyo ciclo iniciaba con la expectativa, pasaba a la inquietud, continuaba con la incertidumbre y se reanudaba.

Ella temía demasiado; así lo evidenciaban sus ojos con esa mirada inquieta, disimulada por una aparente malicia; sus gestos, el paso presuroso, la voz acelerada al otro lado del teléfono y los pretextos numerosos y constantes. El desengaño nutría su orgullo y cultivaba además un egoísmo aparente. En los rituales cotidianos asomaban ciertos momentos de introspección, en los que su corazón quería gritar y lanzarse a vivir plenamente la nueva oportunidad que no buscó ni planeó.

Él venía herido del alma y del ego; tiempo atrás había tocado fondo y en algún momento creyó que su deseo más claro era morirse de una manera dramática, porque su romanticismo lo había llevado a imaginar historias demasiado elaboradas para resolver sus dificultades inmediatas, fantasías para seguir renunciando a la realidad, lejana, distinta... Y distante. Con ella había dado el primer paso, soltó la cadena de los prejuicios y se lanzó al vacío; cuando eso ocurrió, la sensación fue de un pánico enorme que se convirtió en frescura y confort, en un remolino de renovación, de vitalidad, de cosquillas en las entrañas. Él se había arriesgado, pero, al igual que ella, tampoco estaba buscando una nueva oportunidad. Sin embargo, irónicamente, su corazón también quería gritar, y en la soledad clamaba por confrontarla a ella, y no seguir prolongando un juego de tanteos, titubeos y tristes repliegues.

No había una fórmula mágica para acercarlos; ellos debían dar los pasos hacia el lugar común, converger; pero la desesperación y la fascinación por lo aparente —por lo más brillante— rompieron el puente que emergía; ninguno de los dos se dio cuenta; cada uno, henchido de orgullo, fue acallando los sentimientos a cuentagotas. Empero, así mismo, años después, al cruzarse por azar, la monumental presa de ego que ambos habían construido reventó, y no pudieron controlar la avalancha que los ahogó.

La rifa de lo recóndito (de agosto 7-2018)

El vacío que perforó el estómago de Juan Daniel fue enorme cuando escuchó la propuesta que tanto deseaba. Era pánico. También incredulidad. Se había imaginado en numerosas ocasiones ese momento; creía que tenía todas las posibilidades contempladas, bajo “control”, pero estaba corroborando que todo ese discurso de la preparación era una falacia. Todo resultó de una manera tan inversa que ni siquiera él fue capaz de tomar la iniciativa.

Sentía una rabia enorme. Enorme y profunda, que parecía seguir el mismo recorrido de su sangre; circulaba entonces por todo su ser; era un veneno, en su interior —el alma que él confiaba tener— que lo iba quemando, lo destruía, pero, irónicamente, también lo revitalizaba. Adicionalmente, el dolor y la desesperanza eran otros de los habitantes permanentes en su ser. Era el cúmulo de experiencias amargas, que habían menguado la ilusión pura de otros tiempos; no llegaría el amor verdadero, y por eso los dominios del corazón eran áridos, tierra estéril para el cultivo de lo sublime.

La mezcla explosiva del orgullo y el dolor guiaron sus pasos hacia ese lugar, aunque también se lo había prometido, a sí mismo, durante las incontables noches en las que se aferró a la bebida como tabla de salvación y de consuelo para su fracturado ser. Sus amigos también padecían el mismo mal, así que, henchidos de ímpetu, habían decidido participar en ese plan de resignación, de entrega, de renuncia a la ilusión generada a la luz de las narraciones de aquellos que vivieron la felicidad, pero porque supieron resistir ante la adversidad y curtieron su alma comprendiendo que solo eran experiencias que nutrían al alma, que contribuían como aprendizaje.

“Me fascina hacer el amor, ¿por qué no vamos allí arriba y lo hacemos bien rico?”, fue la frase que marcó el compás de los ímpetus depuestos. Juan Daniel se sintió en el mismo mercado de feria que había vivido a sus doce años, cuando la morena imponente lo escrutó con voracidad y lo calificó como presa posible para el encuentro sudoroso y ansioso de dos cuerpos jóvenes. Pero su orgullo de varón —ancla arraigada en el fondo de su ser— le impidió aferrarse al clamor de sus sentimientos, que se iban extinguiendo a cada paso que daba hacia el estadio de su triste transacción.

Sintió el olor a sudores de otros. Ella comenzó a desnudarse y él la respetó. Lo acarició, lo halagó, lo besó y lo tiró a la cama. Él estalló en el calor de esa erupción volcánica —ya conocida en mil relatos— rápidamente, porque no sabía con certeza lo que debía hacer. Terminaron. Él salió, y encontró a Adolfo, uno de los amigos, sentado al borde de la cama, en otra habitación, resignado, indefenso... También regaló una parte de su destino allí.

Esa no era la historia que lo enorgullecía, pero tampoco permitía que las tribulaciones de ese momento en su pasado lo torturaran. Juan Daniel siempre consideró que ese fue un camino escogido por sí mismo. No lo decía, no relataba esa situación; era el secreto suyo y de los amigos partícipes entonces. Era su marca, su duda, la puerta de sus juegos psicológicos, de la retrodicción que lo lastimaba con mayor fuerza.

Los altos costos del egoísmo (de agosto 9-2018)

«Aranzazu, Caldas, marzo 7 de 2015.

No sé con exactitud cómo comenzar este escrito, que hice pensando en ti. Han pasado tantos años...
Estoy seguro que reíste aquella tarde de 1994 mientras leías mi carta anterior, la última que, hasta hoy, te había enviado, en la que te hablé del gato que tendríamos cuando viviéramos juntos. Hoy, después de tantos años, tal vez poseído por el licor que sí nos aclara la mente, que nos da la investidura de la sinceridad, vuelvo a escribirte. Hoy vuelvo a merodear aquellos lugares donde fuimos realmente felices, y me doy cuenta que me faltó arrojo e inconsciencia para emprender una lucha sincera y verdadera por ti. Tú no eras entonces feliz con él. Hoy tampoco lo eres, y no necesito verte ni escucharte para saberlo. Lo siento y me basta.
Evitaste reconocer todo lo que sentías. Todo era fácil para los dos, finalmente, porque la fuerza de la correspondencia, de la reciprocidad, haría el trabajo por ambos; pero nos faltó hablar y destruir los castillos que cada uno, en su egoísmo, había construido.
Fuimos crueles. Nos llevamos por delante a personas valiosas. Pasamos por encima de ellas; lo peor: aún estamos allí. Y más grave aún: estamos tú y yo, pero no nos vemos. Hay un muro de un vidrio opaco que nos separa; ambos creemos que es sólido, irrompible, pero bastaría con golpear suavemente para enterarse que podemos ratificar nuestro encuentro predestinado. Para mí todo se vuelve más aciago al saber esto, y me atormento con cuestionamientos; dudo por ti, me aterrorizo al pensar que tú ni siquiera sabes eso que yo hace tiempo he descubierto.
Tantos años... Y todavía martillan tus palabras en mi cabeza, en mi corazón. Tu confesión, esa revelación en la que reconocías que en tus encuentros íntimos con él la imagen que anhelabas e imaginabas era exclusivamente nuestra unión corporal. Te lo digo, yo nunca quise que quebrantáramos tantas cosas sublimes que en nuestro egoísmo construimos, pero por egoístas el precio a pagar tenía —y tiene— que ser caro.
Hoy no te escribo porque busque una mera satisfacción física. Quizá en la juventud había algo de ello, y eso quise creer, pero eran, y son, los sentimientos, los que me empujaron a buscarte. Fue difícil ubicarte, pero lo logré. Todavía creo en el encuentro que ocurrirá entre ambos, y no lo temo. Lo deseo, siempre lo he deseado. Sé que tú también.
Esta no es, tampoco, la evidencia de una obsesión; si así fuese, te hubiera sofocado con hostigamiento durante todos estos años y no sería hoy un fantasma, un espectro que te asusta en los momentos de introspección. Sí, eso te ocurre y lo sabes, así como a mí tantas veces me ha pasado.
Nos reuniremos, más temprano que tarde, lo sé. Y lo sabes. No lo temas más, porque cuando llegue ese momento, ambos caeremos en un sopor que nos impedirá reaccionar, y solamente podremos responder al deseo, a los sentimientos recíprocos que, por el magnetismo que nunca se rompió, nos llevó allí.
Con los sentimientos de siempre, para ti. Por ti.»

Jolgorio prematuro (de agosto 9-2018)

Era miércoles por la noche y la juerga había sido generada por obvias razones: la prosperidad era el destino seguro que Gabriel avizoraba; los últimos cinco meses habían sido arduos, de trabajo constante y no habían dado tregua para los festejos ni celebración alguna; dura vigilia para este cuarentón dedicado al comercio de víveres en el barrio Fraternidad, una antigua zona de pastos y lotes vacíos en los cuales los primeros camioneros de la ciudad guardaban sus vehículos.

Ya en los noventas era un lugar distinto; las casas parecían una pila de libros desordenados en la habitación de un artista, cuyo sentido de la armonía suele distar de lo convencional; juego de rectángulos y cuadrados multicolores, con sus huequitos para la entrada de la luz —llamados ventanas— y otros huecos, todos rectangulares, para poder acceder a cada hogar. Las calles se teñían de un halo naranja, amén de la iluminación artificial nocturna y la gente iba de un lado para otro. Algunos vecinos eran reconocidos por su habilidad comercial ambulante, que se caracterizaba, principalmente, por la venta de productos comestibles; otros, por su espíritu bohemio, que los mantenía abrazados a la bebida prácticamente todos los días de la semana. Así, la tienda de Gabriel era el epicentro de la vida social, del dinamismo local; todos, amén de su cotidianidad particular, pernoctaban allí.

El año estaba en su pleno meridiano y en el día el clima era cálido; la noche contestaba con vientos frescos que animaban a salir y caminar, a recorrer el sector, a tomarse el café con los vecinos y echar partidas de cartas, dominó o parqués en las aceras; doña Tulia, la señora fofa de sesenta y nueve años, era la que abría las veladas de sosegado esparcimiento; su andar era gracioso, lo que generaba todo un espectáculo pintoresco, pues sus carnes flácidas se bamboleaban, y ello se percibía fácilmente porque jamás abandonaba sus amplios vestidos color rosa, elaborados a base de una tela que parecía algodón; entonces era evidente, para el espectador común, el choque entre la piel y la vestimenta en la danza necesaria de ese personaje. Su ímpetu era directamente proporcional a los casi cien kilos de peso con que cargaba.

Don Lorenzo, el desgarbado octogenario que siempre portaba un quepis, nunca faltaba a los juegos; experto en dominó, quizá nunca perdió el invicto; incluso en alguna época llegó a tener deudores en el vecindario a causa de sus triunfos rotundos y a la terquedad de los malos perdedores. Todos pagaron, o eso se dice.

Se sumaba también don Adolfo, el todero del barrio; cincuentón negro y calvo, narizón y con algunas piezas dentales ausentes, hacía todos los trabajos que la comunidad requiriera: tapar las goteras en los tejados, componer las redes eléctricas e hidráulicas y podar las mangas en las pocas viviendas que aún conservaban alguna zona verde. Era aficionado al póker, y se decía que había perdido a su familia por tal causa, sumada al amor por el aguardiente.

Doña Anselma era la maestra de las delicias gastronómicas; menuda y delgada —tal vez medía un metro con cuarenta y cinco centímetros—, tenía unos cabellos blancos totalmente, correspondientes a sus casi noventa años, y unos lentes enormes que empequeñecían sus ojos color gris. Artista de la repostería y de la comida tradicional: tortas, caldos, carnes y arroces, con diferentes preparaciones y presentaciones, eran la evidencia de su buena fama, al punto que algunos políticos locales —que aparecieron allí en tiempos de campana— iban y volvían al barrio, nada más por disfrutar la sazón de esta abuelita. Amaba el tabaco y se podía fumar varios en un par de horas, mientras disfrutaba el juego del parqués.

Gabriel tenía un amigo, Jaime, quien era el dueño y administrador de un pequeño café bar en la misma cuadra de la tienda mencionada. Ese año se había hecho cuarentón, a merced del imparable curso del tiempo. Blanco y macizo, de menos de un metro sesenta, parecía un barril, pues su barriga sobresalía como consecuencia del sedentarismo y la ingesta sabatina de carnes asadas y muchas fritangas. Soltero pero galantesco, siempre sobrio, con una voz estentórea y un peinado engominado hacia atrás, podía pasar por un mesero —o barman— de élite o también fungir como un experimentado cantante de tango. No jugaba, pero le facilitaba parte de su mobiliario a los vecinos para esas jornadas, o incluso para otros eventos. Por eso, aquella noche de junio varios aspectos logísticos fueron cubiertos por él. Su gran amigo, compadre hipotético en un matrimonio imaginario, se iba del barrio. En parte, el acontecimiento era triste; sin embargo, enterarse de la prosperidad de un personaje tan apreciado por la comunidad generaba más alegría; la ausencia podía ser conciliada con la felicidad del bien ajeno.

Todo se dispuso para la ocasión. Jaime facilitó su local y lo decoró de manera especial, con bombas y serpentinas; doña Anselma ofrendó un pastel y papas asadas con chicharrón de cerdo frito y chorizos de ternera que ella misma elaboró. La música que sonaba hacía gala a estas latitudes tropicales; se destacaban el son cubano, la cumbia colombiana y el talento venezolano.

Gabriel estaba nostálgico, se iría del barrio. El comercio a gran escala recompensaba sus años de esfuerzo y sacrificio; había logrado una sociedad con un pequeño empresario que tenía buenos contactos e influencias y vivía en la capital del país. 

Su nuevo destino era entonces una urbe enorme, en la cual seguramente sobresaldría por su talento y su talante. Era un hombre humanitario, que reía y gozaba con el vecindario; ayudó a muchas personas en situación de dificultad; obsequiaba mercados a las familias desfavorecidas y en las fiestas de rigor su aporte era enorme. Exaltaba al clásico tendero que congregaba a las gentes en torno a su abundancia y bondad. Sin embargo, su temperamento, belicoso ante alguna desavenencia, se convertía en un defecto que llegaba a opacarlo; por ello también evitaba beber mucho. Ya había tenido peleas con algunas personas.

Casi a las once y cuarenta de la noche, Gabriel decidió comenzar con un discurso improvisado para sus vecinos y allegados; luego de lanzar algún chiste, la flecha implacable, accionada por la pólvora caliente que un dedo vengativo quiso activar, penetró en su sien y postergó las palabras, los abrazos, los juegos de mesa, los viajes, la prosperidad y la vida. 

Del victimario solo se alcanzó a ver una figura juvenil que iba, a gran distancia, en una bicicleta.

Zafira (de agosto 24-2018)

Esa fue una de las pocas cosas buenas que hizo el primo de mi mamá mientras convivimos con él: ponerle el nombre a la gata, que confundimos, inicialmente, con un gato. Por ello, al principio, se bautizó como “Zafiro”. “Ese gato es un zafiro, se va a llamar zafiro”, dijo él, quizá en un momento de inspiración natural, o imbuido por alguna de las sustancias que le gustaba consumir. El nombre no cambió, solo el género. Estuvo bien.

Era una gata siamés que nos obsequiaron en la casa de los abuelos paternos; la recuerdo como el primer animal de compañía que tuvimos en la familia (se sugiere que no se les llame mascotas, porque alude a un “juguete” o “talismán de la suerte”); con su color caqui en gran parte del cuerpo, cola y orejas café oscuro, y ojos grises. Era hermosa. También demasiado irascible e indómita; adoraba a mi mamá, pero también era capaz de reñirle sin reparo alguno. Me gané varios arañazos por buscarle juego y también vi cómo llegó casi muerta a la casa cuando la encontramos luego de varios días de una sospechosa desaparición; doña Estela, la de las arepas, decía “que había aparecido lastimada en el pequeño solar de su casa”.

Zafira reconocía la hora en que el bisabuelo comía y se le acercaba para saborear algunos granos de fríjol y pedazos de pescado frito que él le obsequiaba tirándolos al piso. Recuerdo el platito de la leche, azul celeste, que estaba ubicado debajo del fregadero. Hoy creo que la gata me hizo querer ese líquido; quizá anhelaba ser como los gatos, poderme meter debajo de la nevera y observar con agudeza los distintos movimientos y rutinas de la casa. También tener siete vidas, o que tanta gente, tantos seres que he amado, las tuvieran, para que no murieran, como algunos que ya se han ido.

Tuvo varias crías; en esa época las campañas de esterilización animal no eran masivas —quizá ni existían— y la prensa ni siquiera mencionaba ese tipo de temas, por lo cual muchas personas conocidas —otras no— llegaron a recibir la dádiva de pequeños gatitos. En cierto momento decidimos adoptar a uno de sus hijos, al cual nombramos Mizi-Fu (si un día vuelvo a tener un gato, le pondré ese nombre); era el típico “gato vaca”, con los mapas negros en un fondo blanco (tal vez luego cometieron incesto y ella era abuela y madre de sus propios hijos gatunos; él, padre y hermano medio).

Zafira adoraba tanto a mi mamá que era capaz de cruzar la avenida que atravesaba nuestro vecindario para ir detrás de ella, cuando esperaba la llegada del bus escolar que nos transportaba a mi hermano y a mí.

Los animales tienen alguna sabiduría, y sí aprenden, sí adquieren experiencia. Una noche sabatina, mi mamá había salido hacia la casa de una de nuestras vecinas. La puerta principal tenía también una reja metálica, que solíamos dejar entreabierta cuando efectuábamos alguna salida breve; Zafira solía ubicarse en una ventana contigua al portón y desde allí observaba las dinámicas del sector. De repente, un Renault 4 color rojo, ocupado por una familia de unas cuatro personas, pernoctó violentamente en la acera y solo pudo detenerse cuando tiró al piso la reja mencionada; el vehículo venía sin frenos (curiosamente, el conductor trabajaba la cerrajería y al día siguiente compuso el daño causado). Y Zafira se demoró varios días para volver a realizar su rutina de exploración desde la ventana.