sábado, 12 de diciembre de 2009

Y jugaba

Con cierta frecuencia particular, Heraclio pensaba en el pasado. La punzada profunda que la nostalgia llega a producir le aguijoneaba de manera incisiva, quizá porque él lo permitía. Porque somos así, porque la voluntad abre o cierra un sinfín de umbrales en los cuales podemos fraguar causas y consecuencias en nuestro indefinido trasegar.
Caminaba con un rumbo directo, pero con una actitud descomplicada, donde la atención frente al entorno era nula o muy poca. Pensaba en tantas cosas que al final no condensaba un pensamiento fijo que desembocara en una reflexión o conclusión profunda. Pero a los pocos segundos, logró centrarse en un pensamiento relacionado con ese pasado que en muy pocas ocasiones visitaba su mente. Ella.
Recordaba con gracia los difusos momentos compartidos. Las palabras entrecortadas. El sudor frío en las piernas, el corazón acelerado y una sarta de incongruencias cuya opacidad había crecido tras el paso de los años que no perdonan el recuerdo, que castigan y lo hacen inexacto cada vez más. La rueda del tiempo particular se va desgastando cuando se va perdiendo la capacidad de asir lo que se ha creído propio, de nuestra posesión y propiedad.
Pero ello era estéril. Un recuerdo más, curioso porque de alguna manera la inconclusión existió en su tiempo, y tal disparidad producía interés por saber de su vida. Cómo estaba. Qué estaría haciendo, en qué pensaría... Qué sería de su vida... seguramente por su cabeza no llegó a pasar la idea que aquel sujeto, de manera silenciosa, le llegó a profesar sentimientos inexplicables y perturbadores.
Y jugaba con los supuestos. ¿Qué tal si estuvo a punto de toparse con ella en alguna calle del centro? Si de pronto, por el llamado "azar", esa mal llamada lotería, ambigüa ruleta de la vida, él iba caminando por alguna calle de la atestada metrópoli y ella estaba cerca suyo, rondando el mismo sector, abocados a un dual encuentro - estéril para ella, significativo para él por la curiosidad desinteresada y desprovista de sentimientos de antaño que lo embargaba -, pero cuando más cerca estaban, uno de los dos abordó un bus y el otro transitó, a unos pocos metros, desapercibido, distraído - o abstraído en esos mixturados pensamientos propios -, ¿Qué tal? ¿Si él entraba a una cafetería irrelevante para su gusto, para sus pensamientos e intereses, para su rutina, y ella estaba en el baño, mientras él compraba algún producto de rápido consumo para continuar con su fugaz tránsito por la urbe?
Tonterías, nada más, pensaba muerto de risa mientras rompía con burla y desdén un anuncio publicitario sobre algún brujo de mala muerte que promocionaba la solución a los problemas místicos y existenciales y la predicción del destino.

viernes, 9 de octubre de 2009

Viejo Árbol

La pasividad del nonagenario Antonio era admirable. Siempre fue conocida su capacidad de no exaltarse demasiado ante cualquier situación, ni siquiera tras la muerte de varios de sus hijos pudo vérsele derramar una sola lágrima. Quizá ello sucedió cuando la vida de su esposa finalizó, casi veinte años atrás. En aquella lánguida tarde, él sí derramó unas lágrimas. Aún así, una actitud estoica siempre emergía en él ante cualquier calamidad o dificultad.
Aunque cansino, su lento paso hablaba por él mismo: Muchos años vividos, acompañados por la persistencia, por la lucha constantes, sin rendición ni tregua algunas; con la capacidad de mantener la frente en alto ante la derrota y la desgracia, combatiendo las adversidades, sonriendo pacientemente ante las frustraciones. Era resignado quizá, pero fuerte e imponente, como un viejo árbol, arrugado y asolado por el paso de los años, pero resistente y poderoso en su interior. Por ello, su sapiencia, por ello su paciencia.
Cada día, agradecido con la vida, por lo que había tenido, incluso por lo que había perdido. La plenitud se reflejaba en la paz de su rostro, en la calidez de sus gastadas manos, en la mirada despreocupada ante algún advenimiento.
Sus vecinos lo notaban, las sonrisas, las palabras cordiales y bondadosas que él obsequiaba eran correspondidas con acciones y actitudes similares. Era como un viejo patriarca sin un reino terrenal. Quizá el suyo era su propio corazón, e incluso el de muchos de sus cercanos, quienes le prodigaban respeto, cariño y atención permanentes. Todo ello se lo ganó por su constante proceder, invariable, inquebrantable. Difícilmente alguno de sus herederos podría igualarlo, y ellos siempre lo supieron.
El día de su muerte, la tristeza arropó gélidamente a la gente que le rodeaba y le acompañaba. Es difícil describir la ausencia de un patriarca sin trono ni poder material. Es imposible tras el paso de los años recordar con exactitud su legado. Pero en sus cercanos, el halo de su presencia, de su paz, de su sabiduría, sigue bañándoles incesantemente. Quienes lo recuerdan, quisieran emularlo y lograr tal plenitud; en otros casos, cuando esta empresa es imposible, intentan simplemente, sonreírse al rememorar los consejos, que, cuales tesoros, él en vida les legó.

viernes, 10 de julio de 2009

Noche perdida

Eran las siete de la noche, y mi ilusión crecía con el paso de los minutos, aunque nada novedoso iba a suceder; más bien, iba a encontrarme con la mujer que tanto he querido.

Pronto partía hacia un bar, para departir con ella palabras de cariño, de romance; en pocos minutos bailaríamos al son del reggae, salsa, lo que fuera; todo era una excusa para robarle un poco de su cariño.

El tiempo pasaba al son de las gotas de lluvia que lloraban porque la Luna no se sentía tan querida por el Sol como antes, cuando podían encontrarse ambos juntos y expresarse su eterno amor.

Aquella mujer amada jamás apareció... ahora las nubes lloraban por mi soledad, por mi desplante; nunca antes habían visto a un hombre tan triste por algo que, a fin de cuentas, no valía tanto la pena... la Luna ya no creía en el amor, pero se sentía tan vinculada al Sol, que sin él jamás podría lucirse de ese hermoso traje azul que porta glamorosa entre las nubes frías pero delicadas, como el velo romántico de las noches que antes solía yo pasar con aquella mujer de mis sueños.

Había dejado de llover, pero aún tronaban las nubes, furiosas porque no podían hacer nada por mí... entre tanto estruendo mi resignación crecía como los furiosos torrentes fluidos de las quebradas; ellas también sentían impotencia por no poder calmar tan pasional corazón como el mío.

Terminaba la noche y yo, sentado en un bar, bebiendo desconsolado, recordé que siempre tenía un propósito en la vida, muy superior a encontrarme con esa mujer destinada para desplantarme para siempre; pero yo jamás entendí aquel propósito, y preferí seguir consumiéndome en el delicioso cáncer de mi amada de tres pesos, aquella que siempre estará conmigo, haciéndome humear de placer en todo momento, y en todo lugar...

viernes, 3 de abril de 2009

Soledad sin soledad, paradójica realidad

Don Ovidio acababa de preparar el rápido desayuno. Un pan aplastado en una pequeña cacerola con una ínfima cantidad de grasa de cerdo - tras la ausencia obligada de la mantequilla - era el primer alimento en la jornada de este solitario hombre. El líquido pasante era un poco de agua lluvia recogida en la noche anterior, hervida, para disipar las impurezas que podía contener.
Su viudez era aparente, casi siete años con la soledad como su nueva esposa se evidenciaban en su senil rostro, lacerado por el tiempo, y con mayor intensidad tras la muerte de Odilia, la mujer que lo acompañó en las buenas y en las malas, que nunca desistió del matrimonio pese a su trabajo, que le dio un hijo que ahora se encontraba en el extranjero, que lo quiso como siempre y que jamás un solo segundo se olvidó de él.
Había sido militar en sus años mozos. Desde los dieciséis se había enlistado, participando en un sólo conflicto de gravedad, aquella guerra fronteriza con el país vecino en la que demostró sus aptitudes - percibidas previamente por sus superiores - tras defender casi en solitario uno de los sitios estratégicos para la entrada del enemigo del momento. Tenía veintinueve años, y llevaba diez de casado con Odilia, quien a muchos kilómetros de distancia le esperaba, pletórica de anhelos, rebosante de cariño para Ovidio, su militar favorito.
Esa guerra fue su gesta. Terminado aquél conflicto, fue condecorado por el presidente y reconocido por muchos como héroe de guerra. Fueron buenos tiempos. Transferido a la capital, como guardia presidencial, pasó casi dos años, cobijado por los privilegios de estar cerca del jefe de la patria, mandó traer a su esposa y tras las circunstancias, este matrimonio pudo gestar su único hijo, bautizado como Rafael.
Terminado el período presidencial de su mecenas capitalino, Ovidio fue trasladado a un puesto de control en otra de las fronteras del país, una zona selvática y desolada, olvidada del estado, donde cada seis meses llegaba una cuantiosa pensión que era acumutiva de cada mes, pero que debido a la lejanía, sólo llegaba semestre por semestre. Cierta cantidad de ella era enviada a Odilia, quizá mucho más de la mitad, pues a él no le importaba vivir con poco, para poder propiciarle las mejores condiciones a ella.
Los tiempos en la selva fueron duros, nueve años que parecieron casi treinta, donde Ovidio casi muere por el tedio, la soledad y las enfermedades contraídas durante su estadía. Tuvo que dar sepultura a dos de sus compañeros durante aquella época. Solamente tenía a su mando cinco soldados, y así fue siempre, caso distinto al del país fronterizo, quien mantenía un contingente de cincuenta soldados, que incluso atravesaban la frontera sin reparo de Ovidio y sus subalternos; incluso, llegaron a forjar amistad, donde vivían al vaivén, de país en país.
Algunas veces, él se trasladaba hacia las tierras vecinas y bebía cerveza con los militares de ese país. Incluso los víveres y muchos elementos de uso cotidiano eran comprados allí, porque en su país a duras penas podía obtener algunos granos y con suerte, un jabón para labores higiénicas.
Los ahorros en sus tiempos laborales prácticamente fueron destinados a los estudios de Rafael, y a una hacienda que llegó a ser extensa durante los buenos años. Tras la jubilación de Ovidio a sus cuarenta años - aún estaba muy joven -, la familia, la hacienda ganaron toda su atención. Pero la sequía llegó un par de años después, y los precios de la tierra cayeron. La crisis se hizo general, y la hacienda casi llegó a ser vendida completamente. Lo único que logró rescatarse de ella fue la casona con un solar muy pequeño comparado a lo que había sido la gran hacienda.
Allí era donde vivía Don Ovidio, vestido de viudez y calzado de temores, arropado por la constante e inminente soledad. A sus seniles setenta y cinco años, a veces lograba vender algunos de los tomates que cultivaba y con ello sobrevivía un poco. Su hijo nunca volvió a la casa, ni a llamarle, ni a escribirle. Lo último que se supo era que vivía holgadamente en el extranjero, era un publicista un tanto laureado en su entorno.
El aguadulce con un poco de leche fresca de vaca recién ordeñada era un manjar que en pocas ocasiones recibía Don Ovidio tras un bello gesto de su vecina Ofelia, otra mujer viuda que vivía en circunstancias parecidas a las de él. Eran buenos amigos, conversaban demasiado. Tal situación propiciaba la posibilidad de olvidar la soledad y la amargura hijas del olvido. Quizá un amor de otoño pudo haber acaecido, pero cuando Don Ovidio comprendió que así era en realidad, los restos mortales de Doña Ofelia habían sido depositados en el cementerio tres meses atrás.

martes, 10 de febrero de 2009

Viaje al INEM

Dedicado a Lina Bedoya (quizá ese fuese su nombre), y algunas personas a quienes guardo en mi memoria.

Hoy busqué, en el sótano de mi memoria, aquel viejo y polvoriento lugar que, confinado en mi recuerdo, albergaba infantiles e inocentes actos, variadas sensaciones de la temprana adolescencia, algunas antiguas amistades y varias enemistades, cuando me hallé de frente a él, como si fuese la misma muerte de visita.

Las viejas edificaciones se veían augustas ante el dorado color del atardecer, los desconocidos rostros ahora se veían más imponentes al dorarse ante el fuerte calor vespertino... tantos años habían pasado desde que había cambiado mi segundo hogar, tan desconocidos eran para mí aquellos rostros que con curiosidad me observaban y se reían, en corrillo, a mis espaldas. Quizá se debía a la presencia de un fósil viviente, anticuado ser que ellos mismos personificarán años más tarde; a lo mejor se acordarán de este insuceso y reirán, pero recordando su propia ingenuidad de aquellas épocas...

Sin embargo, no todo había cambiado. Después de todo, los antiguos bloques seguían en pie, resistiendo la erosión y el olvido. Para mi infortunio, en un Colegio "dura más un funcionario que un maestro". Pocos eran aquellos, los de la "vieja guardia", que seguían en pie, intentando aún convencer a jóvenes divertidos, experimentadores y atrevidos, de seguir el monótono, pero a fin de cuentas reconfortante camino de la disciplina y del estudio. Muchos habían ya sucumbido ante la proximidad de la débil, pero sosegada vejez y la reconfortante recompensa por dedicar su vida a la formación de hombres.

Quienes, sin embargo, seguían allí, eran aquellas humildes personas que, si bien no aportan conocimientos profesionales a los temporales habitantes de aquel vasto campus, con algunas conversaciones, consejos, e inclusive confidencias, también ayudan a los inexpertos juveniles en asuntos más vulgares, aunque no por ello menos trascendentales. Hablo, para concretar, de los porteros, aseadores, tenderos y trabajadores de oficina, a quienes también debo multitud de gratificaciones.

Cuando aquel albergue de mis memorias estaba ya a mis espaldas, supe que me había adentrado en un lugar mutado, dinámico y sorprendente, diferente al que yo había trasegado durante largos años de mi temprana juventud. Y sé que, cuando vuelva, encontraré un lugar más perturbado aún, ya casi desconocido, en el cual quizá no encuentre vestigio alguno de recuerdo, ni de personas que pasaron por mi vida de manera fugaz pero a la vez fulgurante.