lunes, 21 de julio de 2008

La cadena fatal

Camilo estaba sentado plácidamente dentro de su carro. No tenía rencores contra nadie ni se arrepentía de lo que estaba haciendo. De hecho, el plan era perfecto. El humo salía del tubo de escape, por medio de una manguera, hacia dentro, directo al asiento delantero.

Pensaba en lo duro que había sido la muerte de su mujer, al ser atropellada, sin querer, por él mismo al sacar su auto mientras ella estaba descuidada. Se reprochaba constantemente el haber salido tan bruscamente, y escrutaba en su mente algún rastro de su conducta que le llevara a pensar que él lo había hecho a propósito.

Sentía un fortísimo dolor de cabeza, como si le martillearan las sienes. Al mismo tiempo alucinaba, viendo estrellas en su campo visual. Sabía que estaba haciendo justicia con sus propias manos; así quizá podría pedirle perdón a su amada Manuela por haberla asesinado, así lo hubiera hecho sin culpa.

De repente despertó. Supo que estaba en el hospital porque sintió la misma fragancia que el día en el que su esposa agonizaba en la sección de urgencias del mismo hospital. O en cualquier otro. No podía saberlo inmediatamente. Estaba ciego. Comenzó a llorar fuertemente, pero se extrañó de no poderse oír. Pero pudo sentir una lágrima en su mano. Era su hija, quien velaba para que el vegetal que quedaba de su padre algún día pudiera caminar, pues ella si escuchó al médico cuando dijo con quebrada voz "Camilo Torres no puede, ni podrá oír, ni ver, ni mucho menos caminar. El equipo médico cree que aún posee olfato y quizá tacto. Usted debe decidir, tristemente, si vale la pena que su padre continúe con este sufrimiento, o si debemos aplicarle la eutanasia... yo se que suena cruel, aunque creemos que su padre puede sostener sus funciones vitales no podrá desempeñarse de manera normal y será esclava toda la vida de él. De un vegetal. Eso si sobrevive en las próximas horas"

Alexandra se aferraba a la vida de su padre. Pensaba, como él antes de intentarse suicidar, que a su vez era culpable por no prestar suficiente atención a su padre, viendo como cada día empeoraba su estado de ánimo y su autoestima. Esperemos que Don Camilo se recupere, para evitar otra tragedia...

viernes, 18 de julio de 2008

La primera "dos veces" vez.

Siempre, desde muy pequeño, quizá desde mis diez u once años, empecé a contemplar el mundo de lo pasional, de lo erótico, de lo sexual, de la sexualidad, esa que contiene tantas cosas, miradas, caricias, abrazos, besos, sexo, entre muchas otras. Cuando comencé a descubrir ese mundo "oculto" e "íntimo" de los "adultos" (en ese entonces creía que sólo los adultos tenían relaciones sexuales, ahora río de mi prehistórica inocencia) sentí ansias por vivirlo, por sentirlo en todas las facetas posibles.
Una de ellas era el mundo de lo sexual, remitido estrictamente al acto de unión fisiológica entre dos seres de distinto sexo. Comencé a sentir cosas que para mí eran nuevas, deseos, anhelos, necesidades. Soñaba con estar con una mujer, imaginaba qué y cómo sería ello. Lo llegué a magnificar, a sobredimensionar, hasta el punto que cuando llegué a estar en solitario con mujeres que deseaba o que me interesaban, me ponía demasiado ansioso, demasiado nervioso, producto de una excitación que no podía controlar.
Comencé a imaginar cómo sería mi primera vez, veía a las mujeres que me gustaban y empezaba a visualizarlas efectuando el acto sexual conmigo. Veía la televisión, los canales "de adultos", ojeaba revistas eróticas y me excitaba aún más. Me imaginaba una relación clandestina, en el furor de la noche, las luces rojas en una habitación oscura, sábanas de terciopelo, la mujer desnuda, las caricias, los besos fieros, el "zarandeo bestial" hasta sentirme descargado, renovado.
Pues bien, tuve la fortuna de haber vivido de dos maneras mi "primera vez". Una fue donde las prostitutas, cuando alcancé mi mayoría de edad. Recuerdo a la rubia erótica y voluptuosa llamada Mariela, con quien descargué mis ansias reprimidas por el paso de los años, las costumbres, las reglas y valores morales que sólo existen en un entorno conservador. Aún recuerdo cómo nos besamos brevemente, para luego manosearnos fieramente y penetrarla con un tanto de relajo mientras ella "hacía todo el trabajo". No me quejé, no me inmuté, pues sabía que ella hacía eso sólo por una paga, no por anhelos pasional-sentimentales en torno a mí. Nos quedamos unos pocos minutos conversando después de retozar. Hablamos de nuestras vidas de una manera breve. Y esa fue la primera vez.
Aún así, no la considero mi primera vez completamente. La otra primera vez llegó una noche, inesperadamente, cuando recién salía con quien sostuve una vida sentimental durante unos 9 meses, aproximadamente.
La noche de la otra "primera vez" fue la segunda parte de uno de mis sueños eróticos. La primera había sido esa parte insensible, rutinaria, banal, de lo que puede ser el acto sexual. En esta ocasión fue algo distinto. Sí, había mucho fuego entre ambos. El deseo brotó en unos besos nocturnos en la banqueta de un solitario parque, donde las miradas entre ambos se cruzaron y las palabras se desvanecieron con el aire, con los besos, con las caricias eróticas que se fueron forjando entre ambos, que fraguaron un mar de pasión y morbo desbocados. No aguantamos más cuando la propuesta de escapar a un lugar solitario hizo su aparición.
Llegamos a una solitaria cabaña, en aquella noche lluviosa y no sentí más furor que aquél instante en que cerramos la puerta y quedamos solitarios, el uno y el otro, brindándonos cosas que quizá la misma vida planeó para los dos.
Besos furtivos, caricias encubiertas en la soledad que nos convenía y que era la soñada por ambos. Recuerdo su cuerpo desnudo, por primera vez pensé que una mujer sería mía... y lo fue. Así como yo fui suyo. No pagué por ello, no le ofrecí dinero por acostarnos, ni ella me obligó a hacerlo.
Solamente fue una noche lluviosa, así como aquella que imaginé por ahí a mis doce años en una tarde donde me acaecía el erotismo desbocado.

lunes, 14 de julio de 2008

De traiciones, mujeres y cigarros

El joven Gabriel se desprendía de su cigarrillo mientras recordaba a su lejana y amada Marcela. Su recuerdo se esfumaba como el humo que de su boca exhalaba lentamente. No había tiempo para el perdón. No, luego de conocer toda la traición acaecida hace un instante.

Hace quizá media hora este hábil estudiante salía de su universidad. Eran las cinco y media de la tarde, y se encontraría pronto con su novia. Marcela, entretanto, ya lo esperaba ansiosamente en el bar de al frente. Gabo caminó aperezado y cruzó distraído la calle; quizá pensaba en lo tanto que la adoraba cuando el carro pitó fuertemente y de un salto el joven universitario llegó hasta la acera. Marcela sonreía mientras lo miraba con expresión calmada, quizá un tanto fingida, pero pensaba que él era lo suficientemente tonto para que llegara a imaginarse las noches en las que ella gemía placenteramente en los moteles de la ciudad con algunos vecinos de su barrio. Menos mal, no se equivocaba. Gabo pensaba que ella le era tan fiel como él al tinto de las ocho de la mañana, al aguardiente de las dos de la tarde y al cigarrillo de las seis.

Minutos más tarde, discutían alegremente sobre los asuntos universitarios, política, acerca de sus familias e incluso sus más íntimos relatos. Afortunadamente Marcela era más avispada que él, ya que realmente no estaba enamorada de él, recurriendo a la mentira, ya que Gabriel tenía ciertas fincas ganaderas de su padre a nombre propio, y ella deseaba casarse algún día con él para hacerse con unas cuantas de estas.

Repentinamente llegó Santiago, uno de esos "vecinos" de Marcela. Gabriel lo reconoció -era el panadero del barrio de su novia- y le levantó la mano en gesto salutativo, pero no hubo respuesta del recién llegado; en lugar de ello intentó besar con la mayor confianza a la mujer ya mencionada.

Ella gritó "¡No!" mientras intentaba infructuosamente apartarse. El sujeto sacó un revólver y se lo puso en la sien, a la vez que le decía con tono de burla "¿Con que me engañás con este pelagato? ¿Con un universitario? ¿Con un 'nerd'? Definitivamente sos como brutica, pero como sos tan mamacita y tenés unas tetas muy ricas, te la perdono por esta vez; pero descuidate y te pongo siliconas de plomo". Enseguida se dirigió a Gabriel, y le dijo "a esta mujer, a mi mujer, no la vuelva a tocar, porque lo termino invitando a su propio funeral".

Cobarde e inteligente, Gabo huyó, cruzando la calle como una gacela. Lo único que le importaba en ese instante era su vida. Pero al cruzar la calle, miró su reloj: "¡Ah! Las seis...", y con la misma fidelidad que mantuvo hasta hace un minuto su relación, sacó su cigarrillo y lo encendió, mientras murmuraba "Mi más fiel compañero ha sido el cigarro, lástima que la relación sea tan compulsiva que muera consumido completamente; menos mal son como veinte romances a tres mil pesos". Así, con la esperanza de no perder su humor ni su inspiración, caminaba a la búsqueda de un futuro incierto como el cáncer que día a día entre sus pulmones crecía. Sabía que pronto moriría de amor. De amor al cigarrillo.

sábado, 12 de julio de 2008

Y lo sabía

Le habían pillado. "Mierda, ya el cabroncete se dio cuenta", pensó desesperada pero a la vez burlonamente aquél hombre joven mientras se bebía la cuarta cerveza y se echaba el último trago de ella. Se había metido con la mujer de un político del pueblo, sin advertir que era la mujer de él. Cuando se había dado cuenta era tarde, pero también lo era desde el mismo momento en que se enamoró, incluso mucho antes, aquella vez en que había pasado la primera noche de sexo desenfrenado.
Ella, por su parte, se mostraba nerviosa y angustiada. No tardaría mucho tiempo sin que su marido irrumpiera en la casa agresivamente, posiblemente revólver en mano, ojeras exageradamente pronunciadas, la infaltable vena aún más resaltada en la sien, muestra todo ello de un desespero e histeria total.
Tiempo atrás, Mariana Bermúdez reía y disfrutaba de las horas fogosas de desbocada carnalidad y brutal ajetreo en distintas suites de moteles - algunos módicos, otros más costosos - del pueblo y sus alrededores. Ella ni imaginaba que León Armero - su esposo de hacía casi doce años - se daría cuenta fácilmente, pues estaba lejos del país desde hacía casi dos años; era un prominente, prestigioso y respetado embajador en otro país.
Pero regresó intempestivamente, quizá por querer sorprender a su esposa, con la intención de comentarle lo que consideraba una excelente noticia para ambos: le habían ofrecido un cargo en uno de los ministerios de la república. Quería celebrar tal ascenso en su carrera política, además la extrañaba en todo sentido. Pero también quería hacerle saber que debido a la nueva situación, tendrían que dejar el pueblo en que ambos crecieron y como buenos paisanos, se conocieron y por azares de la vida, de los sentimientos, terminaron casándose.
La sorpresa de León no fue otra que enterarse de la realidad al encontrar una actitud un tanto extraña en Mariana, aún a pesar de que tuviesen una larga velada de sexo - como a él le gustaba, como a ambos les había gustado desde siempre - esa misma noche, en la cual hicieron todas esas cosas que tanto disfrutaban, zarandeándose de distintas maneras, brincando, mordiendo, manoseando con fuerza, brusquedad y fiereza, succionando, lamiendo, meciéndose con bestialidad, así como a ella siempre le había gustado, como él le había enseñado en su vasta experiencia - él tenía unos diez años más que ella - como ella misma lo había disfrutado con su amante durante seis meses de relación clandestina.
La halló distante luego del acto. Incluso dentro del mismo, cuando a veces ella dejaba de gemir, y él se sorprendía, pero continuaba. "Quizá es tanto tiempo sin hacerlo con tanta frecuencia" pensó ingenuamente, pues aún no se había enterado de la verdad. Pero no era tan ingenuo, porque al día siguiente decidió salir a merodear un poco por el pueblo, y fue en tal trasegar donde encontró miradas poco comunes en sus allegados, quienes guardaron silencio porque quizá apreciaban demasiado a Mariana, o por evitar una tragedia. Él no era tonto, y sospechó al ver actitudes distintas o poco corrientes acorde a los tiempos en que estaba en el pueblo.
Pronto logró darse cuenta de las cosas, cuando decidió confrontar a Rafael Bernales, uno de los mejores amigos de Mariana, pero quien a su vez le profesaba amistad a él. Alguna vez Mariana llegó a salir con su amante y con Rafael a departir en las afueras del pueblo. Quien se decía confidente y amigo de Mariana, quizá encubriendo un sentimiento por ella y camuflándolo en sinceridad, aprecio y gratitud con su amigo, decidió contarle todo a León. Aquél duró pocos instantes para reaccionar de manera iracunda. Ya lo sabía. Desilusión mezclada con rabia y un orgullo herido - siempre había creído que no le faltaba nada como hombre y que podría mantener perpetuamente a Mariana "comiendo de su mano" -. Tal castillo de amor concretado - la amaba por encima de su orgullo como "hombre mayor" y "experimentado" - y de ego acrecentado se derrumbó en pocos segundos tras las palabras de Rafael. No lo pensó dos veces para dirigirse a su casa y buscar el revólver - que siempre mantenía para cuidar la hacienda - y montarse en su jeep para encargarse de ese mal nacido, como ya lo comenzó a denominar.
Mientras tanto, José Sepúlveda tomaba cerveza tranquila y plácidamente con sus amigos de pilatunas, los confidentes de su aventura, que ya hacía tiempo había dejado de ser aventura y estaba transformada en una confluencia de varios y enormes sentimientos. Billar y cerveza, música popular, la mesera exuberante con la que coqueteaba constantemente - pero que nunca llegaban a algo concreto porque así lo querían pues sólo jugaban a cortejarse -, el "barman" que no era barman y que improvisaba ser barman - solamente servía tragos como mejor quedaran al gusto de los clientes -, el veterano borracho que ya era casi pordiosero pues se había alcoholizado y que siempre les pedía monedas para comprar licor - así fuera el más barato -, todo un escenario propicio para la juerga, para la bulla, para la alegría, la conversa amena, pero también para las peleas insulsas e inesperadas.
Mariana empacaba su equipaje desesperadamente aquélla tarde cuando se dio cuenta que León ya había descubierto la verdad. No amaba a ninguno de los dos, simplemente se sintió sola cuando dejó de amar a su esposo y por eso decidió aventurarse con un hombre al que aventajaba por cuatro años. A este tampoco lo amaba. Quizá llegó a expresárselo verbalmente, a disfrutar de él pues no era para nada un mal amante, pero no llegó a sentir algo sentimental aunque en un principio lo llegó a dudar.
En el mismo instante, José reía de manera amena con sus compadres, cuando la irrupción sorpresiva de quien alguna vez fuese el alcalde del pueblo sorprendió a todos. Era un desesperado ex alcalde, más parecía un tipo decadente que había bebido demasiado, pero en realidad estaba lo suficientemente cuerdo como para propinarle seis balazos a quien en verdad se los quería propinar y que al verlo llegar lo presintió sin poder hacer mucho para evitar tal acción; al menos eso pensaba en el momento de tensión acaecido.

sábado, 5 de julio de 2008

Rutina

Todas las tardes eran iguales. Los viejos poblanos se dedicaban a repetir día tras día, tarde tras tarde, la misma rutina, desayunando las siete y cuarto, almorzando a las doce y treinta, la siesta de las dos hasta las dos y treinta aproximadamente, para luego reunirse a las tres a tomar cerveza y debatir sobre distintos temas, pasando desde el torneo nacional de fútbol hasta "cuchichear" sobre los vecinos.
Se dedicaban a hablar de política, de fútbol, de religión, despotricaban sobre "los jóvenes de estos tiempos", observaban de una manera harto morbosa a las exuberantes y candentes mujeres del pueblo, que al son del calor ribereño, se pavoneaban de manera erótica con sus cuerpos casi desnudos, medianamente cubiertos por blusas que apenas cubrían los senos y minifaldas que a duras penas evitaban que la vista llegara a la cavidad receptora del duro bastón masculino.
Cuerpos sensuales que parecían aceitados por tanta transpiración... pieles trigueñas, firmes y deseables... pobres viejos, no querían contener sus ansias sexuales, pero finalmente eran reprimidas por su misma rutina.
Jugaban dominó y cartas, refunfuñando por la subida de los impuestos, agradecidos con el presidente por sus políticas de seguridad - que a la larga era represión para los movimientos juveniles que mostrasen oposición al sistema impuesto -, del clima, de viejas historias, de antiguos romances, en fin, variaban sus temas pero finalmente seguían siendo los mismos. Los mismos, cada día más viejos, pero en esencia, iguales, prosiguiendo su rutina, desgastando el eje de su rueda llamado vida, día a día, las mismas prácticas, las mismas palabras, las mismas actitudes. Sólo el final truncará este trasegar.