sábado, 5 de noviembre de 2022

Viernes álgido en el 97

«¿Qué estás diciendo de mi papá? ¿Vos qué sabés? No sabés nada, no te metás ahí, no sabés por las que estoy pasando»… O algo similar, fue lo que dijo el compañero, rollizo (y, a pesar de su tragedia personal, imponente). Había recibido una injusta afrenta, proveniente de un irrespetuoso ignorante al cual le pareció divertido burlarse del infortunio por el que estaba pasando el gordo M.

Yo estaba ahí. Presencié esa desagradable incitación y la fuerte reacción del agraviado. No éramos amigos, pero, por alguna razón, quizá por solidaridad, por impotencia, por ganas de acompañarle en ese momento tan álgido, estuve un poco más cercano a él durante varios de los días posteriores a la calamidad.

No recuerdo con detalle la causa de las palabras burlescas y despectivas que profirió el mono-blancuzco-trompón y ojos de gato, cara de ruin derrotado y miserable —así lo designé desde entonces, pero, realmente, lo reconocía de tiempo atrás en el colegio—. Creo que fue el mero resultado de uno de esos “choques” físicos que ocurren en algunos tumultos, me tropiezo con alguien, choco mi hombro con el de otra persona, etcétera. Esto pasó en la hora del descanso, alrededor de las 3:30pm, quizá un viernes, en el patio inferior. El gordo M. tuvo un roce menor con ese mono, el cual dijo algo así como «por eso fue que le pasó lo que le pasó a su papá». Y he ahí la reacción del gordo. Alzó su voz y profirió las palabras ya mencionadas; su alteración era enorme y, de nuevo, casi lloraba a los gritos, pero, en esta ocasión, fue más un tono de increpación, de reclamo.

Tercié. Me metí en medio de ambos, tomé al gordo M. por uno de sus hombros y le dije «tranquilo hermano, no vale la pena» y miré, con desdén, al mono, «este no vale la pena». Me quedé con él durante el resto del descanso. Me provocaba meterle un puñetazo al mono (ya lo había hecho, ese mismo año, con otro compañero, por una causa trivial que no me enorgullece, pero que era válida), surgieron deseos malos y trabajé en reprimirlos o mejor, en anularlos totalmente. Así culminó el descanso, nos quedamos en silencio, el gordo M. y yo.


***


Hay días en que me acuerdo del «gordo M.», Jefferson, Jefersson, Jeferson —o como se escriba en nuestras adaptaciones locales— y esa tarde trágica de viernes escolar, pleno 97, en que su madre apareció en el colegio y, sin atravesar la puerta del salón, harto acongojada, le dio la pésima noticia. «Mataron a su papá». Quienes estábamos allí nos desencajamos; el impacto fue notable. Todo el grupo cayó ensombrecido por una tristeza y sensación de pánico indescriptibles. Algunas personas lloraron, otras quedamos paralizadas, con la mente en cualquier parte, menos en esas responsabilidades cotidianas inmediatas del aula. Por supuesto, todo fue peor para él, quien salió del recinto llorando y gritando. Pensé en mi familia, me puse en el lugar del compañero… Me acerqué un poco a su sentir. El sentimiento de desolación se hizo enorme y, todavía, tantos años después de ese acontecimiento, a veces me invade esa algidez.

Finalizado el 97, nunca más volví a ver al gordo M. Pero lo he recordado en distintos momentos de mi trasegar. He esperado —y deseado— que la tranquilidad haya llegado a él, que haya podido concretar los proyectos personales que fuesen surgiendo en su camino.


sábado, 29 de octubre de 2022

Libreto frívolo (e ingenuo)

 «El Calla»

«El Calla» es eso, un personaje que interrumpe, sin relevancia ni consistencia, la posibilidad de interacciones más profundas. No las busca, de todas formas; no le interesa llegar a ello, a no ser, claro, que el amor y sus complejidades, lo atropellen. «Calla», le susurra a la dama, posterior a un siseo prefabricado, aparentemente tierno y «sensual»; ha puesto alguno de sus dedos índices en los labios de ella. No deja de exponer su pasión, controlada, en inicio, camuflada en una pose cariñosa.

El Calla también puede escribir, parcialmente. Se vale, por lo general, de un «garrapateo» con frases y lugares comunes sobre el amor, pero sabe valerse de ese material para llegar a donde desea. Incluye, por supuesto, canciones, especialmente las que estén de moda y que pueden condensar ese «sentir».

«Ahhhh, es que son muy bobitas», cuenta El Calla, días después, gaseosa en una mano, arepa con una rodaja gruesa de salchichón en la otra, mientras sus amigos lo escuchan. Resuena la carcajada colectiva. Ya cayó otra callada. ¿Cuántas irán en la cuenta? Luego, ofrece detalles de su nueva conquista, mientras los demás, feligreses perdedores en esa religión malsana, siguen a su pastor con enorme devoción. Quieren aprender, pero reprueban las lecciones. Algunos también se van transformando en callas, lo consiguen y se jactan de ello, posteriormente. Difundirán la palabra entre sus diferentes círculos.

El Calla tiene novia. Es una compañera de otro grupo en el colegio. Ambos tienen catorce años. Ella lo busca con bastante insistencia, lo espera al salir de clases y quiere que se mantengan juntos. En la manera como lo mira, es evidente que está muy interesada en él, o peor, se está enamorando. Él parece estar incómodo, pero sabe disimular, al menos con ella, porque quienes realmente le conocen pueden identificar, sin mucho análisis, la actitud de él. Por supuesto, la novia también hace parte de las historias que enorgullecen a El Calla y que divierten a sus amigos.


El «héroe»

Hay alguien en ese grupo que no se adhiere a las maneras de los callas. Se considera buen amigo de El Calla, pero ajeno a su conducta. Observa con disimulada desaprobación, no concursa en el espectáculo de carcajadas ante las anécdotas del pintoresco y ordinario donjuán. A ese allegado le llamaremos J.

Meses después, El Calla ha terminado su relación con la novia (pongámosle, por nombre, L.). Nunca se la tomó en serio. A pesar de que J. ha sido un amigo cercano, nunca conoció a L., no se la habían presentado, pero, una tarde, se conocieron formalmente. Hubo cierta química; la comunicación entre ambos fluyó y él le pidió el número telefónico, el cual ella le proporcionó. Conversaban con frecuencia y las sesiones eran largas. J. comenzó a interesarse en ella en un plano posterior al amistoso.

Una de tantas noches de conversación telefónica, J. terminó revelándole sus sentimientos a L. Ella declinó su proposición de «trascender» la amistad; estaba afectada por la ruptura reciente con El Calla. J. insistió y, su argumento principal fue prometerle una mejor relación que la anterior, en la que su tristeza se borraría. Tenemos, entonces, un héroe, presto a «rescatar» a una dama en dificultades. Una pose bastante admirable, si no fuera porque realmente es evidencia de una candidez gigantesca, imbuida de unos enormes aires de suficiencia y una voluntad impositora que no trae nada bueno. Esa noche, en vez de «avanzar», comenzó a deteriorarse la relación entre J. y L., sin que ambos se percatasen, al menos en ese momento.

Días después, en época de vacaciones, J. volvería a insistir con su propuesta, la que expuso desde una cabina telefónica, a muchos kilómetros de distancia de la ciudad que ambos compartían. L. le respondería igual, «solo amigos». «Él te hizo daño, no te aferres más a eso, yo te demostraré que puedes superarlo». Ella no aceptó y J. decidió no insistir más, pero la situación se tornó incómoda para él, cuando, un par de semanas más tarde, al retornar a las actividades escolares, gran parte de los compañeros y compañeras de J. y El Calla sabían con detalles sobre la propuesta que el primero hizo a L. Nuestro caballero —otrora «heroico salvador» de damas «desafortunadas en el amor»— no solo se sintió abrumado, sino ridículo y fracasado y emergió en él la rabia con ella. Asumió que le había contado a varias personas, pero, su error de ingenua fue confiarle esa declaración de J. a El Calla quien, divertido y lenguaraz, fue el difusor del acontecimiento.

J. renegó de L., incluso la evitó durante varios días, hasta que, una tarde, supo la verdad. Entonces le ofreció disculpas y decidió ser otro callado, indirectamente, a consecuencia de las piruetas de su amigo El Calla. Nunca le reclamó a él, optó por un silencio que acrecentó su aversión al proceder de ese personaje. Se fue distanciando poco a poco.


Epílogo

L. siguió bastante aferrada a El Calla. Un par de años después, confluyeron en su primer encuentro sexual. Ella, entregada, él, explorando su virilidad adolescente. No había noviazgo, él seguía cortejando a distintas mujeres. En esos días conversó un poco con J. y, henchido de orgullo, le contó lo ocurrido. «Le quité el duro a L., papá. Esa vieja está enamorada, hasta dice que no le importa que yo esté con varias mujeres a la vez». J. había superado esa historia con L., pero no dejó de lamentar que ella aún fuera presa de un sentimiento tan fuerte hacia alguien como el personaje central de nuestra historia.

En alguna oportunidad, J. vio a El Calla escribiendo una carta para otra mujer. Él sabía, parcialmente, quién era la destinataria. Entonces, le preguntó «¿Es para la que tanto te gusta?» y remató «Vos estás enamorado de ella, ¿cierto? El Calla afirmó y luego contó que ella le había rechazado un intento de beso (la maniobra prefabricada no dio resultado y sí, nuestro protagonista tenía unos sentimientos más fuertes por la joven recién mencionada).

En J. pareció emerger un malsano placer, mezclado con una curiosidad que rayaba en lo morboso. «Y, ¿lloraste?». El Calla respondió «Sí. Claro». En esta oportunidad, fue sincero.


jueves, 27 de octubre de 2022

Reprimenda a un «bellaco»

«Oh bellaco, hoy te escribo, a riesgo de que ni siquiera te enteres. Mi epístola es anacrónica, te la he enviado demasiado tarde y, de todas formas, de lectura, prosa, verso y reflexiones, poco sabes. No atendiste mis consejos antes, menos lo harás ahora. Eres ducho en la batalla, certero en las armas; tus sablazos son profundos y las heridas causadas, de muerte.

¿Estás, acaso, orgulloso de ello? Yo no, lo lamento cada vez que me llegan las noticias relativas a tus nuevas «gestas». Me llegan tarde, amén del tiempo y la distancia que separa nuestras comarcas. En caso contrario, ya hubiese tomado mis bártulos para aleccionarte. Y lo he intentado, esta no es mi primera carta, pero veo que no llegan. El emisario muere en el camino, lo secuestran, se accidenta, enferma, o se embriaga en cualquier bar y la misiva se extravía.

Eres un salteador indigno, abusas de la inocencia de quienes convergen en tu camino. Te lo dije al principio, cuando pudimos hablar un poco, pero no atendiste. Te lo reitero, aunque, seguramente, esta nota te llegará tarde, pero ojalá no sea en el ocaso de tu trasegar y, aunque en el instante en que la leas te halles lacerado por las justas heridas que han compensado tu vileza, sirvan mis comentarios para que emprendas un nuevo camino, en el que tu oficio cambie y lo que reste sea, para ti y quienes tengan la oportunidad de coincidir contigo, algo pleno y fructífero.

Mi querido bellaco, no lo olvides: deja de aletargar a los demás, lo haces con tus incursiones, erras nuevamente y lo sabes, pero te empecinas en un deseo al que privaste de la sensatez. Conviértete en otra cosa y así tu honra, la tuya, contigo mismo, tendrá validez y sentido.

Espero que esta misiva te llegue, lo deseo, con toda la fuerza de mi corazón. El emisario, en esta oportunidad, es el señor gordito que te vende buñuelos por la mañana, esos que tanto te gustan, con Coca-Cola, que está a setecientos pesos todavía (¡oh sorpresa!). Te la va a entregar y después de que la leas le das, por favor, unos dos mil pesos. Tal vez para él no signifique nada, pero entenderá. Y tú también entenderás que estás haciendo el ridículo, por no sosegarte y seguir el drama.»

sábado, 15 de octubre de 2022

El televisor en la caneca

Por allá en el 96, el tío con el que vivíamos en la casa del bisabuelo decidió, de una manera intempestiva, irse. No dio razones de peso, simplemente “quería independizarse”. La manera en que lo comunicó fue algo grosera y los días previos a su marcha, tensos. No le dirigía la palabra a mis papás y era distante con el bisabuelo. No entendíamos.

Mientras tanto, yo, con nueve años de edad, observaba la situación. La inquietud, mezclada con pesar, era latente. «¿Por qué se va a ir el tío? ¿Qué pasó?». No obstante, en esos mismos días, el panorama se fue aclarando para mí. Él se iba porque se fastidió con los habitantes de la casa, porque comenzó a madurar la idea de que entre nosotros «le estábamos robando» o, tarde que temprano «le robaríamos». El abuelo, su papá, había fallecido varios meses antes y, desde entonces, algo fue cambiando en él.

Recuerdo los otros tiempos. Los «buenos tiempos», cuando él compartía con nosotros, cuando salíamos a recorrer, a pie, las calles de ese pintoresco barrio Miranda… Avanzábamos por todo Bolívar y llegábamos a Cuatro Bocas; subíamos, bordeábamos el museo de Pedro Nel Gómez y seguíamos el trayecto, pasábamos por San Cayetano y, en la mayoría de las ocasiones, continuábamos hasta el parque de Aranjuez. Recuerdo el sudor y el jadeo al llegar a esas partes altas, después de superar tantos caminos empinados. Era el preámbulo de la satisfacción por concluir, por arribar al destino. No obstante, el viaje no era despreciable y contemplar la variopinta arquitectura de la zona tenía su fascinación, además del cambio de rutina que esa actividad implicaba.

También recuerdo el recelo constante de él con sus pertenencias. Una incipiente afición por la numismática y por algunos objetos curiosos, además de un marcado esoterismo, hacían parte de su forma de ser. Tenía un chifonier de madera en el que guardaba la colección de billetes de distinta procedencia y denominaciones, su ropa, la pata de conejo, la loción de sándalo, la biblia y algunos artículos electrónicos, hasta donde mi memoria permite identificar. Llegaba de la calle directo a verificar el estado de sus cosas.

Recuerdo mi travesura de fingir la micción en el patio trasero y pasar, cerca de él, haciendo los gestos de haber guardado el miembro recientemente y la falsa sensación de confort tras culminar la necesidad fisiológica, lo cual lo enardecía y, de inmediato, se dirigía, balde en mano, lleno de agua, a limpiar el espacio mencionado.

Los días previos a la salida del tío marcaron la antesala de una pésima despedida… Como dije antes, hablaba poco, no recibía la comida que se le ofrecía en la casa y la fiebre por revisar sus pertenencias se había agudizado.

Recuerdo que, entre sus cosas, había adquirido un televisor pequeño, monocromático, con perilla para pasar los canales. Él se divertía mucho viendo programas, series y películas de antaño —años 70—, era una afición que disfrutaba bastante.

Pues bien, el momento en que se llevó a cabo el ritual de mudanza fue un sábado en la noche. Ya él había dispuesto varias de sus pertenencias en la sala de la casa; mis papás decidieron quedarse en la habitación de ellos, ya que no se sentían motivados a una despedida con alguien cuya cordialidad estaba en extinción; el bisabuelo dormía. Quedamos, entonces, mi hermano y yo en la sala, viendo el deprimente acontecimiento.

- Tengan, les voy a dejar el televisor, para ustedes – mencionó el tío mientras iba empacando otros artículos.

Nosotros habíamos quedado con la instrucción de no recibirle objeto alguno.

- No, gracias, tranquilo – le respondimos de inmediato.

- Es para ustedes, para la casa – insistió.

- No, dale, tranquilo – reiteramos.

Vi su reacción inmediata. Agarró el televisor con virulencia y lo introdujo, de manera brusca y veloz, en el fondo de una caneca plástica que había dispuesto para empacar varios de sus bienes. Lo hizo mientras refunfuñaba algo que no recuerdo.

Meses después acusó a la familia de robarle la herencia de su papá, lo cual se convirtió en un vaivén de vituperios de su parte hacia mi abuela, mis padres y mis demás tíos, combinado con otros momentos de falaces intenciones de reconciliación que él luego revertía; la ira retornaba, los insultos y las ofensas regresaban, más las murmuraciones en distintos lugares donde la fama de su familia, nosotros, terminó tocando los dinteles de lo ruin.

Todo esto sale a colación al recordar un méndigo televisor y la manera como lo guardó entre sus pertenencias.

El tiempo pasó, hizo su obra. Es un ajeno que aún vitupera a sus fraternos.


… Vamos a darle la vuelta al relato, que sea narrado en otra voz (y tal vez con otra estructura y detalles):

Nuestro amigo y vecino, personaje impetuoso, afamado por su generosidad en el vecindario y en los distintos lugares donde le conocen, se destaca por su fuerza física admirable, su capacidad y disposición para los trabajos que le encarguen, su nivel aceptable de conocimientos en las labores de la tierra, su afición por la salsa brava, su espiritualidad, su curiosidad por coleccionar objetos diversos, su humor y fraternidad con sus distintos familiares, ajenos al núcleo, que le observan con gracia y se alegran de recibirlo en sus viviendas. Enorme sentido de cooperación.

Ha trabajado en diferentes lugares: cuidando fincas, en un taller de joyería, en el mundo de la construcción, de manera independiente haciendo diligencias para vecinos, amigos y dueños de distintos locales comerciales. Su risa y gentileza alegran a los allegados e incluso, cuando los réditos de su trabajo han sido notables, la generosidad se ha evidenciado cuando arriba a la casa en que reside y convida a sus sobrinos, su hermana y su cuñado, a sabrosas viandas, fritangas y refrescos apetecidos con mayor ansia en las noches «viernesinas». No convida a su abuelo materno porque se ha ido a dormir desde las 7 pm y porque la dieta del anciano, básicamente, consiste en fríjoles con pescado seco, de manera que la pizza o las papas fritas no encajan ahí.

Un día, meses después del fallecimiento de su padre, comienza a desconfiar de sus parientes. Quizá su hermana o su cuñado quieran robarle las cosas… Puede que los sobrinos esculquen su armario o, incluso, ¿quién garantiza que el abuelo también desee acceder a sus pertenencias? Así mismo, es muy posible que su madre también sea una ladrona. Nunca se sabe. A partir de allí, decide buscar otro espacio, otro lugar, en el cual establecerse de manera independiente. Va reduciendo la comunicación con sus allegados, llega silencioso y, con el ceño fruncido, declina la oferta a participar en la unión gastronómica familiar —ahora se alimenta por fuera de casa—… En determinado momento, anuncia, de manera muy escueta y tajante, que se marchará de allí.

El abuelo, depositario inicial de tal notificación, queda sorprendido y le comunica la situación a su nieta, quien también se contagia de esa sensación. La noticia se esparce por la casa e incluso por el vecindario y hay quienes lamentan esa decisión. Le extrañarán. Los sobrinos quedan inquietos, se conmueven.

Llega el día de la partida y nuestro personaje ha ido reuniendo todas las pertenencias desde días atrás y las concentra en una parte de la sala de la casa. Tiempo atrás, en sus búsquedas curiosas, había obtenido un televisor pequeño pero vetusto, blanco y negro, con perilla para cambiar de canales. Aficionado a ese artículo, se la pasaba horas viendo la oferta disponible.

Es sábado en la noche. El abuelo ya está durmiendo, la hermana y el cuñado decidieron encerrarse en una de las habitaciones de la casa y dejaron a sus dos hijos observando el ritual de despedida de nuestro protagonista. En determinado momento, él toma el televisor e indica que lo obsequia para la casa; los sobrinos le agradecen el gesto, pero le responden que no aceptan el ofrecimiento. Él insiste, ellos no ceden. Se ofusca y deposita el artículo bruscamente en el fondo de una caneca plástica donde incluirá otros objetos de su pertenencia. 

Una vez listo el paquete de la mudanza, sale de la casa, con una despedida escueta. Se evidencia su ira, la cual difícilmente le abandonará, junto con una sensación constante de paranoia que le sigue acompañando muchos años después.

Meses después de aquel viaje, estará buscando las maneras de emprender acciones legales contra su propia madre, acusándola de querer robarle la herencia de su padre; ella le entregará la parte correspondiente, mientras él reclamará la parte de ella y recibirá un llamado de atención por parte del notario, «¿Qué no la ve ahí? ¿No ve que aún está viva?».

Años más adelante, mostrará intenciones de reconciliación que traerán ciclos breves de cordialidad, a la postre, deshecha, porque él mismo recaerá en sus conductas belicosas, vituperará a toda su familia nuclear —madre a bordo— y la difamará en los distintos lugares por donde despliegue su cotidianidad.


jueves, 13 de octubre de 2022

Bruma «dúctil»

 Otro día más en este pueblo. ¿Cuántos llevo? Estoy por creer que perdí la cuenta. Pero, realmente, estoy aquí desde la semana pasada. Llegué el lunes a las 6 de la tarde y hoy es miércoles a la 1 y media de la tarde. Estoy juagado en sudor, porque aquí el calor es infernal… ¿O más bien debería decir que es purgativo? ¿Qué estoy pagando? ¿Debía algo? ¿La cagué? Creo que esas ideas son otro capítulo más de los remordimientos innecesarios con los que he querido cargar. De todas formas, más allá de esas disertaciones con tinte religioso-apocalíptico-supersticioso-esotérico —a la postre, estériles—, sí, puedo pensar que estoy como en un limbo; el tiempo no avanza ni retorna, pareciera una ilusión de total quietud; todo se detuvo, está estático. Pero no. Todo avanza y parece que no me entero.

Hoy, desde las seis de la mañana, reanudé la rutina que llevo desde que tengo este trabajo que implica trashumar de pueblo en pueblo. Eso me sostiene; de lo contrario, no estoy muy seguro de continuar. Lo irónico de todo esto es que así lo que termino logrando es agudizar esas ideas que ya vienen tan agudas, que me persiguen desde hace muchísimos años. Recuerdos, viajes a otros momentos que degeneran en sentimientos de impotencia… Veo todo igual, la película se repite de la misma forma y no hay maneras posibles de cambiar eso que ya fue. No hay remedio, no hay soluciones. Entonces, comienzo a escribir…

Tengo un maletín repleto de papeles, con un montón de palabras garrapateadas a mano, con cualquier lapicero que tenga disponible; hojas con tachones, con añadidos, con enmendaduras bastante artesanales. Hay versos, canciones que jamás serán interpretadas, evocaciones densas, pero que a la vez fluyen, se diluyen, bruma «dúctil» —y por ello, también pesada— que se expande y se contrae, que inunda mi mente, le gana la partida a todo el espacio, se apodera de él y, luego, se va evaporando… Hay prosa, ideas sueltas que se juntan y se separan, que quedan inconclusas porque me da la gana —o no—; hay misivas que jamás llegarán a su destinataria… 

… Aunque creo que no necesita leerlas, ya sabe lo que pienso, lo que he sentido… Incluso sin que se lo haya reiterado.

Ahorita me estoy dirigiendo, a pie, al templo donde prosigue esa parte importante de mi ritual. Las calles —si así se les puede llamar— son una cama irregular de polvo y piedras; algunas de ellas se incrustan en la suela delgada de mis zapatos y siento cómo chuzan, todavía con alguna timidez, las plantas de mis pies. Concurre, a ese carnaval del lento martirio, la sensación de quemazón, efecto del suelo ardiente, gracias al insoportable clima local. La confluencia martirizante se complementa con el sol que impone su calor sobre mi cabeza, sobre mi cuerpo y, con la humedad latente, que comienzan a aprisionarme con fuerza. Sigo sudando a cántaros a cada paso que doy… Al menos el recinto donde gatillo mis consagraciones constantes está cerca. Solo basta con cruzar al otro lado de la acera, pero debo percatarme de que algún motoneto no termine invitándome a un viaje con boleto directo al hospital (con posibilidades de función final en la morgue).

El local parece haber sido, antes, una casona vieja, tal vez de inicios del siglo XX, cuando el pueblo era apenas una dispersión de haciendas agrícolas. Tiene pocas intervenciones, quizá solo la pintura verde claro en las puertas de madera, en los zócalos que tienen figuras de rombos en contorno con rombos rellenos adentro y en el «moderno» letrero luminoso (está, incluso, quebrado en uno de los extremos). En lo demás, se preserva el estilo, sin muchas modificaciones, con sus paredes de bahareque, ya descuidado, con grietas color café —que evidencian, sutilmente, parte del relleno—; de pronto, cada lustro, reciben una capa de cal, nada más.

Ya adentro, siento algo de refresco. El techo original, conformado por caña, barro y tejas coloniales, está escondido, pues le antecede un cielorraso, también desvencijado, con láminas de algún cartón precario —que antes era color blanco y el tiempo lo transformó en ocre—. La tímida tregua con el inclemente calor se debe a los tres ventiladores, ubicados en algunas de las mencionadas junturas. Son vetustos y harto falibles, pero están cumpliendo con su labor. Las hélices se ven bastante sucias y giran con algo de torpeza, la velocidad no es constante, los ritmos varían.

El piso es un tablado de madera rústica, áspera, y hay que saber dar los pasos, pues algunas tablas pueden hundirse o levantarse, cual catapulta, al otro extremo. El chirrido, a cada paso, afianza la sensación de estar en un lugar anclado en tiempos lejanos, sumando a ello el olor fétido a orín, que proviene de los baños y se mezcla con las cáscaras de naranja cuyo sentido no comprendo, el hedor no se va con ese desperdicio deliberado de comida. Hay, al menos, ocho mesas con puestos para cuatro personas; son metálicas, con asiento acolchado, forrado en un cuero rojizo.

Las paredes internas también están pintadas con cal y se corresponden con la precariedad de las externas, ya descrita. Como decoración se encuentran algunas reproducciones pictóricas bastante convencionales. No las detallo mucho, aunque siempre termino enfocándome en el típico cuadro de los perros jugando a los naipes. Hay varios cuadros, algunos hasta son obras religiosas.

La barra es un enorme mueble de madera, cuyos bordes son redondeados y sobresalen con imponencia; están forrados en cuero, también rojizo y las sillas que le acompañan son, igualmente, metálicas, con el remate en cuero (otra vez rojizo) en los asientos. Detrás está el estante enorme, repleto de botellas de distintos licores. Me ubico en una de las sillas con mesa, no me gusta la barra, no quiero conversar con nadie. Pido un botellón de un litro del típico licor anisado.

Este brebaje dulce, que entra dando codazos por mi garganta y va incendiando el pecho y abrasando al corazón, sostiene el amargo trasegar que yo mismo he consolidado. Me importa un carajo si voy en contravía del bienestar dictado por quienes promulgan las ideas del «buen vivir». Este veneno activa mi sensibilidad, indefectiblemente, y ya no pienso resignar la adversa afición que elegí desde hace tiempo. Es mi ceremonia de la derrota y la ganancia; repetitiva dicotomía, como todas, irónica, contradictoria. Mi lucidez no está sujeta a una sobriedad que concibo como acartonada. La nostalgia emerge con presteza, retorno a esos momentos anteriores, vuelvo a verlos, intactos, intangibles, inmutables. Doy vueltas, trato de ubicarme en distintos lugares cada vez que repito las numerosas escenas, quiero explicarme todo sin perder detalle. Lo único que logro es comenzar a garrapatear ideas y de pronto, a veces, apunto algunas en cualquier pedazo de papel que tenga a la mano. Siempre termino pensando en lo mismo, las conclusiones suelen ser las mismas, pero la manera de plasmarlas varía, las palabras juegan conmigo en un zigzag travieso, pero eso lo disfruto.

Cada trago que ingiero afianza esos pensamientos críticos y atiza la hoguera que me revive y a la vez me arroja a la fosa de mis pesadumbres. La nostalgia no se va, permanece. Me tomo un trago adicional para compartírselo a ella, para que no se vaya. La banda sonora de ese ritual cotidiano es la música de fondo en la cantina, que abunda en canciones de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Antonio Tormo, Los Trovadores de Cuyo, entre otros. Muchas de sus letras son el combustible de mi algidez, del viaje repetitivo que termino haciendo y la melodía afianza esa circunstancia. Todo eso hace parte de la ceremonia, en la que prosigue mi escritura, con versos y prosas que tienen un destino, pero allí no las haré llegar nunca. 

Y por eso la ceremonia queda inconclusa y hace rato perdí la cuenta de las que ya he iniciado sin culminar.

Sin contar con las que seguiré iniciando.


¡Simio!

Era jodidamente tímido. También, para tan corta edad, muy fantasioso y hasta, digamos, enamoradizo. Había un deseo grande, muy precoz, por «tener novia». Y apenas rondaba los once años…

Nunca le había mencionado esas intenciones a él, pero mi papá, en su tranquilidad y sus buenas maneras de recomendarme pasos a seguir frente a distintos asuntos, con cierta sutileza, en uno de los tantos viajes matutinos en Metro, rumbo al colegio, alguna vez me dijo «invite a las compañeras a gaseosa». La rebeldía preadolescente —y que me ha acompañado en otros ciclos—, pero también la falta de visión, asomaron, porque, de algún modo, no quise captar el fondo del mensaje. Entonces le refuté. Le indiqué, en palabras de un impúber, que no lo consideraba conveniente, que no tenía mucho sentido.

Así pasaron los días. Todavía andaba en los albores del bachillerato, descubriendo, identificando, conociendo, reconociendo el nuevo lugar en que desplegaría tantas cosas en seis años. El colegio era enorme y, por ello, la cantidad de estudiantes, numerosa. Ya no estaba en aquel edificio de tres niveles donde casi éramos como una familia, donde reconocía a Darío, el de la tienda del «sótano» (ese mismo año supe que lo balearon dentro del colegio, por robarle un dinero; sobrevivió); Blanca, Blanquita, rolliza y gentil (aunque en algún momento no vi tal amabilidad, en fin); Leticia, la de la otra tienda, «la del piso del medio», enjuta y constantemente malhumorada, al parecer no soportaba a los niños que poco se filaban para comprar; Teresita, la rectora, con su carisma tremendo, nos arropaba y guiaba con autoridad. Las secretarias, Lía y Consuelo, parecían las tías ejecutivas de todos y todas. Y don Guillermo, el chofer del bus de toda la vida, con su deferencia y sus máximas… Reemplazado al final por cambio en la empresa de buses…

Ya estaba en otro lugar distinto, a muchos kilómetros de la casa. Mientras más amplio y confluido el espacio, mayor es la anonimidad. También se generan vínculos, claro, pero pueden tornarse difusos.

Una de tantas mañanas, en horario de descanso, una compañera me pidió buñuelo. Me negué y su respuesta, bien airada, se tradujo en un remoquete que se me antojó, entonces, bastante estruendoso. «¡Simio!». Me ofendí, pero continué con mi camino. Así pasaron varios días y, en otra de tantas conversaciones con mi papá, le conté lo ocurrido. Él se rio y resolvió la situación de una manera que no entendí en su momento. «Sí, es verdad, somos simios, ¿no me ve la cara? Somos “caremicos”, usted también lo es». De entrada, no vi bien la respuesta y seguí indignado.

Tiempo después, durante ese mismo año, la situación tensa con la compañera se aplacó y, si bien no nos hicimos amigos, la relación fue amena y compartimos en varios momentos. No hubo nuevas discordias, tampoco nos «hicimos novios» ni menos logré converger con alguien para ese tipo de relación durante un largo tiempo. Tampoco quedé con aquel apodo, vale la pena aclarar.

Años después seguí recordando ese momento en que ella me gritó «¡simio!» y me reí. Sí, somos simios, el músculo risorio deja unas rayas bastante marcadas que van desde las alas nasales hasta debajo de las comisuras de la boca y ello puede asociarse, de manera gráfica, a esas criaturas. Esa es una de mis características y la tienen varios fraternos de la familia, es innegable.

No hubiera sido malo brindar el buen buñuelo, promover algún tipo de conversación que, en principio y finalmente, es la base de muchas interacciones y realza el valor en las mismas.

martes, 11 de octubre de 2022

Cúspide

Cuando todo concluye, no es un sopor meramente físico. Ya, reducido, el cuerpo pesado, los ojos cerrados, comienzas a ver numerosas luces, de diferentes colores. Vas dibujando en tu mente, con lentitud y un “embelesamiento”, diversas figuras. De repente, llegan ideas triviales que se quedan ancladas, que se tornan incluso obsesivas y ahí se repiten varios ciclos.

En determinado momento, no reaccionas. Todo se ha supeditado a un vacío indescifrable, indescriptible y mencionarlo de distintas maneras no es, ni siquiera, una aproximación lejana a esa “sensación” a ese “no-estado”. Tal vez ni debería de mencionarse. Ocurre —o no—.

… Un salto… Eso podría ser… Un salto.

A veces retornas, el salto también viaja por el pecho y vuelca el corazón, entonces aspiras con más fuerza… Y retornas. Sea la luz del día o la penumbra, no podrás oír nada más que a ti mismo, y el sopor continúa. No se ha ido, todo se hace más lento y tal vez el rastro de lo ocurrido te acompaña durante el resto de la jornada.

Parece como si estuvieras caminando en algodones, estás en la frontera y allí, muchas cosas no logran definirse… Esa sensación incierta no es, en este caso, adversa, como otros escenarios de inquietud y de turbulencia que abocan lo funesto.

Solo te digo que disfrutes ese lapso, momento etéreo poco usual, así lo reiteres, y a pesar de que en tus momentos de arrogancia te llegue a parecer rutina.

lunes, 3 de octubre de 2022

¿Obsesivo?

 Te observo. Llevo muchos años haciéndolo. Tantos, que he perdido la cuenta. Estoy detrás, al acecho, mirando, revisando, indagando. No me ves, tal vez has sido bastante incauto para no enterarte que hay alguien que te ha estado analizando con bastante detalle.

He visto cómo erras, una y otra vez. También he observado tus momentos gratos, incluso los que parecen irrelevantes para los demás, pero para ti son excelsos. Así mismo, te he visto hincado, remando contra el mar de sollozos que brota amén de tus introspecciones más críticas.

Aún no te enteras, pero fui yo quien evitó que lograras esas cosas que llegaste a anhelar en otros momentos y que hoy todavía lamentas no haber concretado. Me entrometí y no me arrepiento. Me has odiado, sin saber siquiera hacia dónde debes dirigir tus maledicencias.

Sin embargo, sé que también has evocado y orado por alguna presencia similar a mí, que te observe, que te acompañe, que inyecte sensatez a tu ser. Empero, no soy tal. Para mí tampoco existe lo sensato, y en eso somos idénticos. Aunque parezca que te haya salvado infinidad de veces, no ha sido esa mi intención. No es la clase de acompañamiento que decidí brindarte. No te castigo, no te condeno, no te compadezco. Te veo, te escucho, te siento, te persigo y sigo ahí, con el rostro impasible. Si supieras quién soy y desde hace cuánto tiempo he estado aquí, pensarías que esto es inútil y soy un pervertido que estorba en tu trasegar. No vine a convertirme en tu amigo, pero soy tu cómplice, así no lo parezca.

No somos amigos. Somos gemelos, nadie me ha visto, ni tú. Soy una de tus tantas sombras, espectro de ayer, hoy y mañana.

domingo, 2 de octubre de 2022

Férrea convicción

Durante el recorrido, rumbo a casa, Bernardo venía bastante pensativo El tráfico vehicular estaba fluido; no había percances en la vía y eso, en pleno lunes por la tarde, era atípico en una ciudad atestada de tantos autos. La urbe que debía atravesar para llegar al hogar tenía la típica disposición de aquellos lugares donde las condiciones para prosperar traen un abanico de retos enormes. Así las cosas, sobrevivir ya era ganancia. Y esto, materialmente, se hacía evidente: casas amontonadas en las montañas —la mayoría inconclusas— con techos de precarios materiales y una policromía enorme si se observa el todo sin hacer hincapié en detalles puntuales y Bernardo, conduciendo el auto, no tendría tiempo de concentrarse al respecto, por lo cual solo podía contemplar, de soslayo, un amplio conjunto de formas y de colores que, con la velocidad del vehículo, mutaban en formas geométricas indescriptibles para el raciocinio, carnaval fugaz de pinceladas.

Esas sensaciones e interpretaciones confluían en la mente de Bernardo con las preocupaciones cotidianas, con las reflexiones matutinas y las enseñanzas existenciales que él buscaba constantemente. Ávido de conocimiento, inquieto por lo espiritual, devoto de sus parientes, así era el trasegar que él había adoptado.

No podía relegar, así fuera de manera tangencial, una sensación de angustia frente al final al que todo ser viviente, esclavo del tiempo y sus consecuencias, está abocado. Empero, era consciente, “la muerte llegará y lo que ha de pasar, que pase”, pero se aferraba a la existencia con una actitud optimista frente a cada situación. Como dirían algunos de sus fraternos, “quemaba las naves”.

La Sinfonía número 6 de Beethoven, “Pastoral”, estuvo sonando en la radio del auto durante buena parte del viaje a casa. Su parte favorita era el segundo movimiento en Fa y, cuando la melodía llegó a ese momento, la alegría que él cargaba en su corazón durante todo ese día, brotó, o mejor, estalló. Olvidó la policromía urbana y en su mente hizo un recorrido por sus casi ochenta años de existencia. El amor y las enseñanzas brindadas por sus padres comenzaron a dibujarle una sonrisa y activaron un brillo indecible en sus ojos; la fraternidad, replicada por cada uno de sus hermanos durante los distintos momentos compartidos en la prolongada vida que los había acogido, insuflaron un aire de plenitud en sus pulmones; las imágenes difuminadas de compañeras sentimentales en otros tiempos, el amor por su esposa y la cotidianidad compartida, junto con el orgullo por sus hijos, generaron un remolino de satisfacción que adornó el rostro y fue alivianando al ser…

El recuerdo de tantos allegados que estuvieron en distintos momentos, el culmen de numerosas metas personales, los abrazos y los momentos de enorme convergencia, compartiendo hasta lo más sencillo, fuese un vino, una taza de café o alguna receta gastronómica de rigurosa elaboración, siguieron acompasando en tonada de felicidad el breve viaje que se fue extendiendo para Bernardo. La gratitud por la vida y las promesas de futuro seguían nutriendo sus ánimos, lo que derivaba en una original jovialidad, de la que quienes le conocieron llegaron a ser beneficiados —algunos hasta contagiados—.

“Lo que ha de pasar, que pase”. Férrea convicción que se articuló, en aquel instante dentro de la mente de Bernardo, a la idea del deber cumplido de manera plena, sin reparos. Con tan fuertes sentimientos, a la madrugada siguiente, el tiempo detuvo su curso, de manera casi sutil, y dejó en el aire el mensaje de alegría y de esperanza constante, evidenciado en un arcoíris enigmático que se posó en el panorama y fue acompañado por una tímida lluvia que trajo una nostalgia bastante desoladora, pero que también invoca a la la tranquilidad y al sosiego pertinente.


sábado, 1 de octubre de 2022

Remezón

«Miércoles, octubre 28 de 1936

Hoy volví a escribir, después de meses y meses sin hacerlo o, al menos, sin que ello fuera un mero proceso de mis pensamientos o de traducir las sensaciones que se generan en tantos momentos. La razón de este impulso se verá después.

Como por variar, volví a Medellín, esa es la rutina. Salí en tren, desde Puerto Berrío, ayer en la mañana. El viaje estuvo largo, como por variar, pero al menos no hubo contratiempos. Me bajé en la estación Bosque y subí caminando a donde mis primos, allá es donde me suelo quedar un par de días, para retornar otra vez al puerto.

La volví a ver. Está hermosa, como siempre, no hay novedad en ello. O quizá sí hay novedad y ese “siempre” más bien parece la tonada trillada de una canción repetida y repetitiva, entonces estoy errado y, realmente, ella está más hermosa cada vez. Me sigo perdiendo en sus ojos por un rato, lo que también pone en riesgo la claridad de mis ideas, aunque logro disimularlo.

Su rostro, tan fino, sus labios color rosa, tan apetecidos… Su piel, tan lozana… Y, sobre todo, su determinación, tan evidente. No ha habido instante en que no sienta la fuerza enorme que ella transmite en cada palabra, en cada gesto, porque lo expresa de muchas maneras. Hemos tenido algunos roces gracias a ello y, aun así, mi fascinación no se reduce… Lo descrito se acompasa con su dulzura y sentido de fascinación frente a lo más elemental, a eso que pareciera sencillo y rutinario. También he visto su fragilidad, sus miedos, su ira, y retorna la dulzura, naciente en su corazón, no la puede disimular, abarca todo su ser… Ella no logra controlarla, pero yo ya la he visto. La he sentido.

Hay un choque de universos cuando nos encontramos físicamente. Conversamos mucho, pero hay un lenguaje superior a nosotros; todo alrededor se desvanece y quedamos solamente los dos. El tiempo se fragmenta y ella permanece para mí. En los momentos en que estamos físicamente distantes, cuando comienzo a imaginarla en su rutina, a evocarla, ocurre un estallido en mi ser, un clamor enorme, le estoy llamando con la mente, quiero que esté cerca, que nuestros universos colisionen, sin más. Tengo la plena certeza de que, en el mismo instante, ella está sintiendo lo mismo. Es mi apuesta, mi creencia, pero no lo dudo, ahí me sostengo.

¿Cuándo la volveré a ver? No lo sé. Espero que ocurra pronto. Mientras tanto, la sigo dibujando mentalmente, miro hacia el horizonte, durante los largos viajes en el tren, perdido en el variopinto paisaje, y la veo. Mi corazón se estremece al imaginar la consolidación de los sentimientos recíprocos.»

viernes, 30 de septiembre de 2022

La abuela huraña (y mis pensamientos gentiles)

Crisis. Creo que le puedo asignar ese estado a todo el cúmulo de sensaciones que se apoderaban de mí en esos tiempos juveniles en que andaba en “Operación «conseguir» novia”. Era nula la confianza para establecer una comunicación que fuera recompensada con la tan anhelada relación y ello se traducía en una timidez bastante marcada, que incluía, en su halagüeño paquete de dificultades, la habilidad para terminar expresando incoherencias cuando la oportunidad de interactuar acaecía.

En pleno diciembre de 2003, con mis recién cumplidos diecisiete años, fui invitado a la celebración del cumpleaños quince de una amiga. Recuerdo que se realizó en el salón social de la unidad donde ella residía y que este estaba ubicado en un segundo nivel. Este detalle podría ser irrelevante, pero permanece en mi memoria porque justo cuando terminaba el ascenso me percaté que al lado de la puerta de ingreso había una joven que me generó interés casi inmediato: un largo cabello ondulado, color castaño, caía sobre sus hombros; un rostro algo “relleno” con algunas pecas; una mirada aguda, como de quien anda formulándose varias preguntas en su introspección; con algo de sobrepeso, calzaba en unas sandalias tipo plataforma que ayudaban a aumentar su corta estatura. Recuerdo que las miradas se cruzaron por un instante. En el transcurso me enteré que ella era una amiga de la agasajada. Digamos que se llamaba Licinia, así ahorramos palabras para aludirla y no exponemos su nombre real, aunque yo ya me expongo relatando esta historia.

Yo seguí mi recorrido y me ubiqué en alguna de las sillas, para así observar todo el evento festivo. Alrededor de las diez de la noche concluyó el jolgorio en el salón y fue trasladado al apartamento de la quinceañera.

En esos tiempos de torpeza para flirtear era de enorme ayuda la ingesta etílica y tuve la oportunidad de estar bebiendo whisky, lo que generó un notable estado de confianza. Fue así como se generó una conversación con Licinia, que tenía un tono rutinario, pero que auguraba buenos resultados a futuro. Avancé tanto en esa expedición “cortejil” que obtuve el número telefónico de la casa de Licinia. A los pocos días la invité a salir. Fuimos a un centro comercial y comimos helado; nos la pasamos conversando de varias cosas y yo comencé a sentir que podía fluir como individuo en ese tipo de situaciones. Incluso compartí infidencias que consideraba especiales o solo concedidas a quien se ganase mi confianza. Todo funcionó, al menos esa tarde.

Recuerdo que, cual joven ingenuo, me ilusioné de una manera exagerada y empecé a inventarme futuros escenarios de dualidad con Licinia. Imaginaba el momento en que le expresara mi interés sentimental y eso me revolvía el estómago con un coctel cuya receta se componía de dicha y pánico. Imaginaba mis visitas a su casa y las de ella a la mía. Y claro, imaginaba los besos y todas esas cuestiones íntimas que van ocurriendo entre dos personas vinculadas por sentimientos de cariño, de amor, etcétera…

Y ahí llegó la fractura. El combustible de confianza se cristalizó de repente y cuando tomé el teléfono para llamarle a la casa, comencé a tensionarme. El emocionante paquete de felicidad llegaba cargado de sensaciones tan indeseables como sudor copioso, corazón acelerado y voz quebradiza y débil en el tono, además de una maravillosa nube que se estacionaba amigablemente en mi cabeza y paralizaba las mejores ideas que hubiera podido tener para generar mayor confianza en la interacción con Licinia. Así las cosas, agarraba el teléfono con mi mano temblorosa y la respiración agitada…

Hundir cada tecla se convertía en un momento de agonía eterna y, finalmente, cuando lograba hablar con ella, seguramente se percibía mi voz nerviosa, saludando casi de afán, desconectado para escuchar con la debida atención y disparando velozmente mi mensaje de invitación a salir. Licinia se negó a las propuestas; siempre había algún contratiempo que le impedía aceptar los planes. En principio, en mi estado fantasioso, creía sinceramente que ella no podía, así que seguí insistiendo unas pocas veces más, repitiendo el que ya se había convertido, para mí, en un agónico ritual.

La cereza del pastel llegó cuando quien comenzó a contestar las llamadas en la casa de Licinia fue su abuela. Desde la primera vez comencé a inferir que mi espiral de perdedor se afianzaría con ahínco… La anciana era inversamente proporcional al modelo de amabilidad y sus respuestas ante mi solicitud de ser atendido por Licinia se traducían en un tajante “no está”, con un tono casi enfático que terminaba menguando los pocos ímpetus que había ahorrado tras días y días de exhortarme a llamarla y perder el pánico. En esos instantes, mi tono de voz se reducía de manera enorme y, por mera educación, intentaba agradecerle a la señora por su atención, pero tardaba más en balbucear “gracias” que en identificar que ya habían cortado la comunicación.

“Vieja urraca, vieja malparida” y vituperios similares fueron mi revancha en soliloquios cuando terminaba la conversación. Hoy no me enorgullezco de ello, claro está, pero en mis bríos juveniles y con una marcada ausencia de autocontrol, sumada al ya mencionado coctel interior que me atormentaba entonces —y me atormentaría un poco más, en tiempos posteriores, durante otros intentos de flirteo—, mi estallido ante la impotencia de no poder lograr las cosas como las había imaginado ocurría en tales proporciones. No vale la pena citar ni parafrasear otras palabras de alto calibre que excreté con virulencia.

Recuerdo que dejé de llamar a Licinia durante un tiempo, hasta que, por alguna necedad de mi parte, o por la tozudez y el exceso de fantasía, decidí volverla a llamar, casi a finales de 2004. La huraña abuela seguía contestando las llamadas y para mí todo se tornaba igual a lo anteriormente descrito. Igual, con el bonus de las palabrotas cuando la anciana salía de escena.

Logramos salir una vez más, la última, en la cual reproduje comportamientos erráticos. Hice énfasis en lo que consideraba su belleza, exageré la sinceridad de mis deseos y disfruté de la emocionante nube mental que me ganaba la partida para articular las palabras adecuadas, para dejar fluir una conversación que representar una construcción de vínculos más firmes y “prometedores” y no una búsqueda de recompensas al estallido hormonal de la juventud.

Después de esa cita —si así se le puede llamar— recuerdo haberle enviado una carta y un regalo a su casa, que fue compensado con la sinceridad de ella al otro lado de la línea. Traducción: no había correspondencia y, por supuesto, mi yo actual lo hubiera evidenciado mucho tiempo atrás.

En algún momento escuché el rumor de que yo no le había gustado a ella porque “era muy tímido”. En estos momentos de mi vida pienso que simplemente no hubo convergencia o tal vez esta fue fugaz… En todo caso, no hay que darle más vueltas a las cosas, aunque, curiosamente, hoy esté escribiendo sobre esta situación.

Espero que la abuela de Licinia esté bien, aunque todavía me sonrío recordando mis reacciones ante su evidente grosería al otro lado de la línea.


jueves, 29 de septiembre de 2022

Amigo amado

Van muchísimas madrugadas en las que él se despierta repentinamente… Suele ser entre las dos y tres de la mañana. Lo veo pálido, con unas ojeras bastante evidentes y la mirada vidriosa. Él me lo ha tratado de describir de manera bastante detallada, y yo hago mi lectura de la situación. Infiero que, en esos instantes, emerge una angustia enorme, danza desordenada de sensaciones agobiantes, festín acalorado que mece con vertiginosidad el estómago. Luego, sin irse de él, se va apoderando de todo el espacio que lo circunda… Es una mancha rojiza que va acaparando la habitación. Es que me ha repetido tanto su sentir, su malestar, que prácticamente pareciera que yo lo siento igual. Pero no. Es él, no yo. Yo solo lo acompaño por momentos y tal vez las vigilias nocturnas en que hemos compartido han sido pocas. Pese a ello, nos mantenemos muy unidos y casi todo el tiempo estamos pendientes el uno del otro, pero siento que hay una descompensación en esta interacción… Él no parece preocuparse mucho por mí. Creo.

Hemos reñido muchas veces y sé que el odio recíproco también ha franqueado nuestro camino en diferentes momentos. Yo he tenido paciencia, pero es complejo.

Creo que la comunicación entre ambos ha sido difusa, que él no me ha escuchado muchas veces, pero también sé que sufre por ello y se ha lamentado tantas veces que ni le llevo la cuenta. He evitado echárselo en cara, si lo hago quizá lo atribularía aún más de lo que veo que ya está… De lo abrumado que ha estado durante toda su vida.

En otros tiempos, logré rescatarlo de situaciones donde sus tribulaciones hubieran sido trivialidades al lado de los enormes errores que estaba por cometer. Tal vez él lo reconozca, pero con una sutileza tan fina que, si yo no le conociera, pensaría que es un soberbio desagradecido.

Soy un gran amigo, él lo sabe, de eso estoy seguro. También, a pesar de ese odio al que me referí, creo que lo amo con una fuerza enorme. Sí, eso es amor, amor gigante por un amigo, por un fraterno con el cual hemos compartido casi toda una vida.

Han pasado por lo menos tres meses desde que escribí las líneas anteriores. Es tan fuerte la conexión con este fraterno mío que hace unos pocos días, en una de esas tantas madrugadas, lo sentí despertar de sobresalto, habitual rutina. Sentí su angustia gigante de una manera vívida, como si me estuviera pasando a mí: el monstruo creciendo otra vez, atiborrando el espacio y él, aturdido, intentando agazaparse en otras ideas que no le perturben… Ni siquiera me ha contado qué es lo que piensa, pero ya me he dado cuenta qué le ocurre… Estoy fuertemente agobiado y ha emergido, en mí, una enorme compasión por él, mi fraterno…

Esa madrugada que relato, me levanté de la cama, seguí pensando en él, en sus tensiones, en su angustia, en sus tribulaciones… En sus errores de toda la vida, en su necedad. Me dio rabia… Pero la compasión gigante arrasó con ese sentimiento. Estoy fuertemente conmovido por él.

Comencé a buscarlo por toda la casa, pero no lo veía. Al parecer había salido, hasta que lo encontré, mirándome de frente, al otro lado del espejo.

martes, 27 de septiembre de 2022

Era amargura (de julio 27-2018)

Esos días, con el año a punto de cerrar, no la estaba pasando nada bien; la convalecencia había llegado de manera sorpresiva, y parecía inquilina de largo aliento; se hallaba desorientado, no lograba distinguir, por momentos, la realidad frente a esa ficción que se tejía en sus elucubraciones; en las vigilias nocturnas, causadas por los cuadros de dolor; en los sueños que lograba arañar cuando la leve tregua del descanso lo arrullaba.

Estaba paranoico y malhumorado; no dejaba de ir al pasado y, por gusto —o masoquismo— lo ponía en contraste con el presente; se reprochaba, luego también se felicitaba, y así se la pasaba durante varios lapsos: vaivén de sensaciones, y de sentimientos.

Le gustaba releer las misivas de otros días, que alguna vez creyó gratos y felices, pero que luego se transformaron en sombras funestas de la desesperación y el desconsuelo. Se reencontraba con sí mismo, y se reinventaba también; se hacía añicos y volvía a componerse; se debilitaba y luego se fortalecía. Esos bríos, ese ímpetu, lo llenaban de una confianza sorda que llegaba a los dinteles de la soberbia, de una altivez cuya frialdad le refrescaba y le permitía, irónicamente, ver el presente con una claridad momentánea, temporal, porque los estados febriles regresaban y menguaban los arrestos adquiridos para superar las dolencias del alma.

Desolado, así estaba, así se sentía. Quienes juraron acompañarle en su enfermedad no aparecían, y solo las lisonjas y la zalamería eran las atenciones recibidas por esas personas. Promesas, pretextos, palabras bonitas. “Paja, pura paja”, murmuraba, desesperado y resentido.

Solamente una persona lo acompañó, con enorme atención y preocupación, durante el proceso. La que menos creía, la que no podía imaginar allí, en ese vertiginoso viaje, el que él desconocía entonces.

El 14 (de julio 29-2018)

 Tenía dos opciones para llegar al colegio: el bus 14 o el 16; usé el segundo durante toda la primaria; mientras este pasaba por Bolívar —en frente de la casa—, el otro subía por la calle 81; ambos vehículos eran unos clásicos para la época y, como niño, siempre era deslumbrante cuando, por alguna razón que desconocíamos, nos cambiaban el transporte y aparecía otro modelo diferente.

Don Guillermo era el chofer nuestro; no era, simplemente, el operario de esa mole de latas, tuercas, tornillos, líquidos, madera y cuero. Para mí era como ese protector, “un papá” durante la media hora que duraba —aproximadamente— el recorrido. Aún recuerdo sus facciones: algo robusto, con sus gafas y bigote, y una manera respetuosa —pero descomplicada— para expresarse; era alguien con sentido del humor, con frases algo poéticas y refranes muy ajustados para cada momento; ahí deduje, más bien estimaciones mías, que gustaba de la música bohemia y tal vez de los etílicos en sus tiempos libres.

El bus de don Guillermo era un Dodge D-600, tal vez modelo 1970, y el 14 era un Ford B-series de 1961, conducido por don Leonardo, otro personaje cuya amabilidad se evidenciaba en el mero saludo; también se evidenciaba en él un talante cálido y cordial. Recuerdo su cabello casi rojizo, ensortijado, peinado de lado y fijado con algún gel; sus camisas de señor, con pantalón de paño y mocasines; la piel blanca, que parecía más rojiza; de alguna manera evocaba a una especie de “señor de cantina tanguera”, hasta con rasgos extranjeros, narizón y ojos con ojeras; siempre sonriente. Una vez viajé en su ruta, porque perdí el 16 a causa de un pequeño motín en el que estuve casi una semana sin ir a estudiar (no quería volver al colegio)... Pero esa es otra historia.

A finales de 1996 se nos notificó que el colegio no contrataría más los servicios de los siete buses que habían transportado durante varios años a la mayoría de los estudiantes. ¿La razón? No la supimos, y la mayoría lamentamos con tristeza el enterarnos que para el año siguiente nuestro chofer no sería don Guillermo. Especulábamos, parecía que don Javier, el líder de todas las rutas, había tenido diferencias con las dueñas y administradoras de la institución, aunque esas son elucubraciones, y con más de veinte años transcurridos tal vez tenga poco sentido averiguar sobre el tema. Creíamos que podíamos hacer algo para remediar la situación, para que don Guillermo no se fuera; imaginábamos alguna forma de conspiración y alegábamos injusticia.

En 1997 lo advertido ocurrió; llegó otro bus diferente; el primer día era una “piragua” (Ford f-600) “reciclada”, y le digo así porque la recuerdo de mis primeros años en el colegio; ese bus fue el 17, y tenía varias particularidades, una de ellas, bien especial, era que contaba con una puerta para pasajeros —de dos alas— ubicada justo al lado del asiento del conductor; la otra era su marcado estado de desgaste, pues había algunos orificios en el suelo que permitían observar el pavimento y una silletería desvencijada. Siempre me causó simpatía ese vehículo y, en el momento en que funcionó como ruta para nosotros ya la denominación no era con números; era el “V”; ya no tenía aquellas aberturas en el piso y las sillas eran reclinables y más cómodas, además de tener cortinas en las ventanas; aun así pude reconocer el bus y me alegré. Sin embargo, días después el vehículo cambió por otro del mismo modelo. Hubo rotación de choferes, hasta que designaron a un señor llamado Ignacio, quien era tosco y soez en sus palabras, pero, finalmente, una persona amable; simplemente su estilo era más rústico para lo que estábamos acostumbrados. Fue el conductor de todo el año.

Recuerdo que don Leonardo sí continuó con el 14 —y el mismo Ford 1961— más nunca supe qué letra designaron a su recorrido. Me alegró saber que seguía en el colegio. Ya finalizado 1997 también terminaba mi ciclo de primaria, y por ello mi rumbo académico se dirigió a otra institución. Como aún vivía en el mismo barrio, podía observar las rutas transitando por la 81 y la 51; no me desconecté totalmente de las cotidianidades ocurridas en el colegio, lo que me permitió enterarme de algunas noticias relacionadas. Alguna tarde, leyendo prensa, me enteré del vil y triste asesinato de don Leonardo, en la zona de Manrique, mientras transportaba a algunos estudiantes. Nunca supe por qué ocurrió esa situación lamentable. En esa misma época me contaron que don Javier, don Guillermo y don Leonardo eran hermanos... Los hermanos Alzate. Ya don Guillermo trabajaba como conductor de bus para otro colegio y, una vez lo vi, subía por la 81; junto con mi mamá lo detuvimos para saludarlo y le expresamos nuestras condolencias.

Una mañana sabatina me hallaba paseando por San Pedro, y en un parqueadero de la periferia municipal avisté al 14. Estaba abandonado, en un lugar que yo, de inmediato, sentí y pensé que no le correspondía.»

(De marzo 7-2008)

 La realidad infranqueable se posó esta noche en mi cuarto… El ave negra y oscura del final batió sus alas y detuvo su vuelo en mis lares. Ya es tarde para lamentar; de un idilio otrora sublime e inimaginable, quedan ruinas, cenizas que el viento del olvido se llevará. Tus lágrimas no enjugaré más, tus sonrisas no serán de mi expectación; ya tu mano no voy a tomar… Aquella plaza donde juntos compartimos tantas cosas permanecerá; la banqueta esa, los árboles, los borrachos, los viciosos, los niños jugando y cualquiera de los transeúntes de allí, alguna vez testigos de este sentir, continuarán sus vidas. La banqueta será ocupada muchas veces más, una pareja de enamorados en ella se besará, un borracho resentido —pero finalmente resignado— en ella se sentará, el vagabundo incomprendido allí a su sueño insatisfecho placerá por pocos instantes… Todo seguirá igual.

El viento del olvido eliminará esa toxina que entró en mi cuerpo al respirarte, al sentirte en mi piel, penetró hasta los huesos y envenenó mi sangre… Veneno placentero, muerte lenta pero agradable… Alucinando me encontré, paseando en un jardín de flores hermosas, apasionado sin pensar, disfrutando los segundos veloces del reloj indolente, de ese tiempo que no perdona.

Un eco lastimero abarcó todo el lugar… Repetióse en la penumbra y en la luz, rompiendo las barreras de lo bueno y de lo malo, retornando al trasegar… Ya te vas, tranquilo te despido, la sentencia se dictó, quedan pocos segundos, instantes cada vez más tenues, pálidos y sin sentido.

Prometí tomar mis maletas y marcharme en cuanto ocurriera. Así ha de ser, así había sido pactado; ahora solo quiero dejarte la rosa, pálida y perecedera, del sentir que se forjó entre ambos… Quedó debajo de la almohada, sí, esa misma, donde nuestras cabezas se juntaron y soñaron tantas cosas, donde nos inventamos la casa grande con hamacas, con el prado hermoso y la vista hacia las montañas, los niños felices jugando, el perro grande ladrando de alegría… Sí, la almohada del mismo lecho donde tantas veces estrechamos nuestros cuerpos, nuestros sexos, nuestras alegrías y tristezas, nuestras esperanzas, nuestros desfallecimientos… Aún persiste el aire de aquéllos tiempos, aún permanece el aroma de nuestros seres soñando, amando, llorando, retozando… Dejé la alcoba organizada, como tú querías…

Parece que alguien hubiera muerto en la casa, pero no es para tanto… Quiero que conserves la rosa pálida y perecedera hasta que ella se desvanezca con el tiempo que castiga, ese que no perdona y que no tiene miramiento alguno hacia nadie… Quiero compartirte la alegría que ha quedado, la tristeza que llega y a la vez se marcha… Quiero regalarte el último instante antes de tomar mi equipaje y cruzar la puerta grande de la calle, la misma que decoramos juntos esa noche navideña, que cruzamos, felices, tantas veces… Ahora es fría, triste, dura. Es la puerta grande de la salida.»

La buena fama de pasillo (de julio 29-2018)

Un televisor con el volumen alto, en el que estaba sintonizado el canal de las noticias, hacía las veces de banda sonora para la ocasión; a lo lejos se alcanzaba a escuchar el motor de algún avión sobrevolando la zona; quizá era un vuelo comercial, con gente que va y viene, ejecutivos, turistas, etcétera. En la cama estaban recostados los dos jóvenes; ella, aparentemente desentendida; él, disimulando, fingiendo un aire de despreocupación, pero torturado con un martilleo en la cabeza que le repetía “llegó el momento, pero ¿cómo le hago?”. Los demás amigos les habían dejado allí a propósito.

Ambos se gustaban. El calor sofocante del mediodía terminaba por agudizar la tensión; rápidamente, él perdió ese control que creyó tener y comenzó a tantear, pero mientras más lo intentaba, más alejaba las posibilidades. No sabía qué palabras usar para concretar algo que sí imaginaba y, con fuerza, deseaba. Para rematar, comenzó a usar esa mirada de devoción que, para una mente racional, es pura bobería, siempre y cuando se hayan anulado las fantasías novelescas que la televisión supuestamente regala, pero, realmente, luego cobra a muy alto costo.

Ella también imaginaba, pero iba perdiendo la paciencia. “Este sí es muy lento”. Bostezó. Mala señal. Él cayó en cuenta. Más desespero, más titubeos, tanteos que aumentan la distancia. Preguntas tontas para el momento; respuestas abúlicas como justa recompensa. Los dos aún portando el uniforme colegial; él, invadido por un impulso eléctrico que recorría violentamente su cuerpo; ella, inquieta, con un cosquilleo emocionante en las entrañas, expectante “está muy bello, muy hermoso, está muy bueno, pero no se lanza”. 

Dicha y tormento; diversión y martirio; ilusión y desasosiego. El tiempo no se regala ni se subasta en ferias. Se terminó el boletín noticioso de la tarde, y el sonido de una puerta abriéndose refrescó, de forma trágica, a los habitantes temporales de aquella habitación. Él se despidió y tomó rumbo hacia su casa; ella se quedó otro rato con los amigos, mientras les relataba, con desconsuelo —pero también con sorna— la trunca posibilidad de intimidad adolescente. Él, mientras tanto, caminaba por un callejón polvoriento —pero arborizado— que lo conducía a su destino, y se reprochaba la lentitud y cobardía que siempre había reconocido en él. Igual dudaba. “¿Será que sí le gusto?”; “Ella estaba como aburrida”; “¡Pero qué lento!”; “¡Zonzo, torpe!”. Demasiado castigo entonces. Y eso que ni siquiera imaginaba la “buena fama” que tendría a la semana siguiente, adornada exageradamente con los rumores de pasillo que fueron agrandando la bola de nieve en que se convirtió la historia jamás existente entre Ella y Él.

"Bobo grande" (de julio 30-2018)

 Sus reacciones violentas, acompañadas de palabras soeces sorprendían demasiado, pues su actitud solía ser dulce y respetuosa; cariñoso con los allegados y las maestras y abundante en ternura con los animales y las maravillas de la naturaleza; solo que la belicosidad era el resultado inminente tras las constantes acometidas efectuadas por varios de sus compañeros: golpes, bofetones, lanzamiento de líquidos “impuros” (orín humano, entre otros) y burlas verbales asociadas a su apariencia. Era un rubio sietemesino, de estatura monumental para sus nueve años de edad; rubio, y con gafas culo de botella, siempre usaba un pantalón de paño en lugar del convencional jean correspondiente al uniforme escolar. En otras palabras, era un ejemplo de anacronismo, que se terminaba de completar con la correa de cuero de enorme hebilla y los zapatos que parecían de cualquier persona, menos de un niño. Era Felipe Correa, el “bobo grande”.

Julio Ladino, uno de los “abuelos” —así llamaban a aquellos que tenían una edad que superaba, por un par de años, al mínimo requerido para estar en cada grado— era el principal perpetrador de las acciones degradantes contra el compañero mencionado. “Un moreno malicioso y marrullero que fue capaz de contrabandear ron un día de fiestas colegiales”, diría muchos años después, ya septuagenario, en un asilo decadente de la ciudad, John Bolívar, uno de sus compinches en las pilatunas. Ladino se jactaba pues de su habilidad para aprovechar las debilidades ajenas, para asumir que era mejor que los demás, y que le bastaba con solo burlarse de eso que consideraba “defectos” en la gente.

Tal vez Felipe tuvo demasiada paciencia, la cual logró durar unos seis meses, porque, una tarde de marzo, mientras tomaba un refresco, fue aturdido por un golpe seco que alguien asentó sobre su oído derecho, lo que le hizo perder el equilibrio, caer y lesionarse un brazo, pues su amortiguador fue la botella de la bebida que disfrutaba. Varios de los hoy veteranos condiscípulos recuerdan que pudo ponerse de pie rápidamente y que Julio no alcanzó a reaccionar con la misma velocidad para repeler la réplica contundente de Correa, porque la risa, bullosa y triunfalista, nunca le dio tregua a la inteligencia. El trágico desenlace acaparó la atención de los medios en la región; la rudimentaria emisora del pueblo, y los dos incipientes periódicos de la capital, dedicaron espacios prolongados a la historia. El escándalo ocasionó el cierre de la escuela y tuvieron que pasar varios años para que se estableciera una institución encargada de velar por la formación académica de los niños.»

Sinfonía conyugal (de julio 31-2018)

 La reunión había comenzado a las siete de la noche, y ellos ya iban con cincuenta minutos de retraso; él, al volante de su moderno automóvil, parecía preocupado por la demora, por el embotellamiento sin fin que entorpecía el cumplimiento del compromiso; ella, sentada en el asiento del copiloto, lo miraba de reojo, algo agotada, pero también satisfecha; luego volteaba la cabeza para observar el juego de luces infinitas que adornaban la avenida: motos, camiones, buses, convertibles, deportivos, camionetas... Cada uno cumplía con su parte en esa tediosa sinfonía de la rutinaria movilidad en la atiborrada capital; mientras un par de luces fulguraban el color rojizo, contiguamente otro par exhibía el amarillo habitual que indica dinamismo. Era una alternancia de dos colores —y alguno que otro muy inusual para las normas de tránsito, consecuencia de extravagancias particulares—.

A veces él no lograba controlar el hueco que hacía remolinos en su estómago; esa tensión se manifestaba con gotitas cristalinas de sudor que bajaban por su frente, y otras iban bañando, lentamente, sus sienes aún juveniles; aunque la adolescencia era ya un término correspondiente a las anécdotas, todavía no se había convertido un adulto maduro. Ella tampoco.

Se querían, de algún modo. Doce años de una cotidianidad ambigua lo demostraban; viajes, conversaciones, recorridos lentos en las atosigadas vías urbanas y el juego, una y otra vez, de las luces que querían ganarle la guerra a la tiniebla nocturna y, por momentos, parecían lograrlo.
La intimidad aún era un descubrimiento y una fiesta que detonaba cada parte del cuerpo; uno por uno, los sentidos se activaban y la vibración dual parecía demostrar que el tiempo no tenía jurisdicción en esos dos cuerpos. Empero, luego del indescriptible estallido —en el que ambos alcanzaban la cúspide y se convertían en una sola entidad—, el juez del trasegar, embriagado de soberbia, volvía a ocupar el trono sobre esos pobres mortales.

El viaje había durado una hora y cuarto, y al llegar al salón de eventos, varios de los comensales reflejaron rostros de sorpresa; otros continuaban en lo suyo, sin dar mayor importancia a la tardía aparición. Una reunión de puro protocolo, coctel ejecutivo en el cual también participaban algunos personajes de la élite local. Prácticamente todos lo conocían a él; su talento profesional y sus aptitudes para desenvolverse en la vida social lo convertían en un invitado prácticamente indispensable para ese tipo de actividades; por ello los saludos le podían tomar otra hora de su tiempo, durante la cual los temas de conversación eran amplios y diversos: política, economía, sociedad, cultura, arte y también trivialidades de la farándula y la moda; ninguna de esas asignaturas suponía una nota negativa para él; las risas respondían casi de manera automática al fino e inteligente humor que él exponía.

Por otro lado, ella no tenía nada qué envidiarle; su presencia garantizaba porte, elegancia, belleza y sensualidad, a las cuales se imponía una velocidad mental que no hallaba contendor y un carácter que zanjaba cualquier discusión. Era además virtuosa para ganar en materia de argumentos; por ello, los atributos físicos eran apenas la punta del iceberg de esa mujer. Tal vez esas características fungían como hilo conductor invisible de esa pareja, cuya unión en la vida pública, durante la participación en eventos sociales, despertaba la atención general y una admiración enternecida.
Culminada la reunión, él la dejó cerca de casa. Cuarenta y cinco minutos después la llamó al teléfono, para recibir las frugales respuestas a las que ya se había acostumbrado; un libreto memorizado por ambos: la magia había desaparecido. Él, buscando engañar la espiral de su estómago, pernoctaba en la silenciosa habitación, mientras hacía ingentes esfuerzos por reducir la agitada respiración. Ella podría escucharlo y despertar. No era conveniente.

Soliloquio equivocado (de agosto 1-2018)

Mientras se dirigía a paso presuroso con rumbo a la casa de su adorada, Manuel sostenía, en voz alta, un soliloquio en el que anticipaba el desenlace que se avecinaba. “Me puse así, tan elegante, seguramente para que hoy me terminen”. El camino estaba adornado por una especie de túnel arbóreo y por ello, el suelo era un tapete blando de hojas; el invierno estaba llegando, y una brisa leve iba humedeciendo, lentamente, la camisa negra que él llevaba puesta.

Luego de una media hora de recorrido, allí estaba. La puerta metálica, con un verde claro barnizado olía a una amalgama de fierro con pintura asoleada y humedecida por la lluvia. Siempre tenía que golpear con mucha fuerza para que los residentes se enteraran que alguien había llegado; tanta, que el puño terminaba algo lastimado; el metal de la puerta era de ese que retiene los ruidos, por eso el gasto de ímpetu. Aproximadamente un minuto después, ella salió; parecía que recién se había duchado, y él pudo percibir el olor a jabón de baño, mezclado con los aromas de su piel, esa que tanto había contemplado y deseado, pero nunca acariciado o recorrido minuciosamente.

El saludo frugal que ella le brindó fue la primera señal; entraron y lo invitó a sentarse en el sofá de la sala. Así era ella, finalmente. Por esa razón no titubeó demasiado para manifestar las razones que motivaron el encuentro, al que él había sido invitado un par de días atrás, de manera sorpresiva; la llamada telefónica ocurrió en un momento en que Manuel se hallaba sumamente ocupado; ella no solía ubicarlo por ese medio.

“Estoy saliendo con alguien, y esto no está funcionando, nunca funcionó. Debo ser sincera, porque es lo mínimo que mereces”. Escueta, pero contundente. Manuel se quedó en silencio, prácticamente impasible, aunque con una leve estupefacción; quizá era porque de alguna manera presentía ese desenlace, y lo había advertido en su monólogo interior. Agradeció la muestra de sinceridad y, mecánicamente, decidió quedarse un rato; ella le ofreció café, que él bebió en poco tiempo.
Tal vez ella estaba más desencajada que él, porque lo embarcó en una ruta que lo alejaba demasiado del destino requerido, y él tampoco cayó en cuenta, porque seguía rumiando las palabras recibidas; su mente se había convertido en una cajita musical, solo que la tonada era la expresión de una ruptura emocional.

Se había ilusionado tanto. Había hecho esfuerzos ingentes para conquistarla, para hacer de la relación una oportunidad de unión inolvidable para ambos. Soberbia. Crecía lentamente, lo llenaba de un vigor malsano que lo hacía creerse el responsable de la armonía conyugal, algo que ni siquiera existió. Cuando el bus dobló por una calle diferente a la habitual y comenzó a avanzar rápidamente hacia un lugar desolado del centro de la ciudad, él reaccionó, aunque con lentitud.

Tenía por lo menos trece cuadras de diferencia con la zona en que debía quedarse. Era de noche, las once y veinte, y en esa urbe tan parroquial —donde el comercio cierra a las nueve— deambular por allí suponía arriesgar el crédito de la existencia futura y empeñarlo, sin beneficio, a manos de cualquier truhan que se conformaría con las monedas de las más baratas denominaciones, o con alguna prenda que le brindara calor para superar la vigilia hasta el retorno del sol.

Manuel emprendió un paso mucho más veloz que aquel de la tarde, y el soliloquio inicial era el gimoteo afianzado tras haber acertado en su predicción. “Lo que faltaba. Solo y perdido en esta zona de mierda”. Sintió un frío espectral que se hizo inquilino, primero de su corazón, luego comenzó a recorrer su piel y se asentó, de manera cómoda y contundente, en sus huesos. Soberbia y triunfalismo. Decepción. Iba perdiendo la ilusión y creía que era mejor una mente racional si llegara otra mujer a su existencia. ¿Realmente hizo lo suficiente? ¿Lo adecuado? Quería seguir pensando en lo acontecido, pero la sombra de dos sujetos, que iba entorpeciendo el flujo de la luz naranja artificial, acabó de tajo con la frialdad que emergía en su ser y lo impulsó a correr; tropezó con un escalón rústico antes de cruzar una calle que lo acercaba más a su destino. Cayó al suelo estrepitosamente. Tendría que responderle a una urgencia inmediata, más importante que un drama alimentado por su ego.

Condena indescifrable (de agosto 2-2018)

 Jaime despertó sobresaltado. Había tenido otra de esas pesadillas que lo dejaban totalmente descompuesto y entorpecían su desempeño en cualquier actividad por el resto del día. “Menos mal ya son las tres de la tarde, así que la mala racha no será tan larga”, fue el consuelo que se dio a sí mismo. Lo grave de esa situación era que nunca podía recordar qué había soñado, pero el sinsabor era gigantesco e invadía todo su ser y además afectaba la parte física.

Treinta y cuatro años de existencia, y llevaba al menos treinta con ese mal; era de familia acomodada, lo que facilitó la posibilidad de consultar a una diversidad inimaginable de especialistas. Él ya conocía al dedillo los protocolos y hubo épocas en que llegó a sentirse más cómodo en un consultorio que en su casa; no era, precisamente, porque su aquejamiento estuviera siendo superado allí, sino porque de tanto ir y venir había tomado demasiada confianza con respecto a esos espacios. Los esfuerzos por “curarse” duraron hasta sus diecisiete años, cuando decidió no someterse a más tratamientos clínicos.

Vivía cerca del aeropuerto, lo que al menos contribuía a refrescarle un poco; las corrientes de aire eran fuertes en el sector, y la vista del paisaje aliviaba la tensión. Padecer una de esas pesadillas, que no advertía la llegada, era una condena para su trasegar; todo empeoraba, amén de la incertidumbre, pues no había siquiera un rastro ni un residuo en la memoria que le ayudara a recordar alguna parte del suplicio onírico.

Era un hombre demasiado racional, y por eso solo veía la posibilidad de recuperarse en los reinos de la medicina. Empero, no había logrado superar el mal. Algunos vecinos, amantes de la intromisión a la intimidad de los núcleos familiares, llegaron a sugerir soluciones de carácter místico, paranormal, esotérico, y los padres de Jaime llegaron a dudar, titubearon; sin embargo él, en su pragmatismo, en su tozudez, se resistió rotundamente a tales posibilidades. “Si me toca cargar con esta joda de por vida, pues se le hace, porque los médicos no pudieron, y esas vainas de brujos o curas locos son pura carreta”. Así se cerraba la discusión.

Esa rutina, ese ciclo repetitivo, cambió luego de un accidente en el que Jaime casi pierde la vida. Había despertado un jueves, a las cuatro y treinta y cinco de la mañana, asaltado por ese visitante que, pese a ser un viejo conocido, nunca le fue familiar; la resignación y la tristeza eran la antesala de la tradicional sentencia “este día va a ser de mierda”. Ya no pudo dormir más aunque sus compromisos más inmediatos comenzaran a efectuarse desde las diez de la mañana. Fue a prepararse un café, se duchó con agua tibia —intentando hallar tranquilidad— y desayunó de manera precaria: huevo frito con la yema blanda, una tajada de pan integral y otra taza de café.

A las nueve y quince tomó su motocicleta y salió con rumbo a la primera cita pendiente, pero iba tan distraído que pasó de largo un semáforo en rojo y, cuando reaccionó, estaba casi besando la llanta trasera de un camión; no había sentido, ni siquiera, el golpe de un taxi que llegó por el costado derecho, lo desequilibró y lo hizo rodar unos seis metros hasta casi terminar aplastado por el enorme vehículo. Curiosamente, no sufrió fractura alguna, pero su motocicleta quedó averiada. Aturdido y desubicado, comenzó a sacudirse el pantalón y a observar con afán y desespero todo el panorama; rostros borrosos, olor a humo de los carros y sabor a fierro en las papilas gustativas. Comprendió que su mente había estado totalmente en blanco desde que partió de casa, como si hubiera viajado a otro lugar, a otro tiempo. Pero no lograba descifrar eso último, simplemente pensaba que tuvo un sueño despierto, ocasionado por la vigilia que sostenía desde muy temprano.

Se cuestionó; por alguna extraña razón, quizá por el pánico a sufrir otra laguna mental en estado consciente, decidió agotar ese recurso que antes despreció: hablar con algún experto en temas paranormales. Canceló sus reuniones del día y se fue a buscar a alguien con esas características en el decadente centro de la ciudad; allí abundaban ese tipo de personajes. Y, sin pensarlo demasiado, pernoctó en un cuchitril con olor a diferentes hierbas, atendido por un trigueño veterano, de una canosa barba de chivo y un cabello que parecía una sombrilla abierta. Estaba sentado en un banquito de madera que era de patas irregulares. Con solo verlo, de entrada, sonrió. “Ya sé a qué vinites; no dormís bien. Te perdés, hablás con esa gente”. Jaime, desconcertado, no supo qué decir; iba a preguntarle a qué gente se refería, pero algo lo detuvo y así fue el resto de la sesión. Puro silencio. “Te tomás esto antes de dormir, hervido en agua”, y le entregó una bolsa con unos cien gramos de una hierba, mixtura de colores rojo y verde. “No lo dejés pasar de esta noche, mañana venís, a esta hora, y me contás”. Consejo de experto. Se quedó sonriente, en su banquito, silbando, tarareando alguna canción.

Esa noche, Jaime siguió el procedimiento y pudo dormir plenamente. Despertó renovado, el cuerpo liviano, los ojos descansados y la mente despejada. Tendría que llegar al centro en taxi o en algún otro medio, pero iría, porque tenía inquietudes y no quería quedarse en silencio, como había ocurrido el día anterior. Decidió salir de casa a las once y veinte y tomó el primer bus que vio. Tomó asiento y, de un momento a otro, comenzó a sentir pesadez en los párpados y liviandad en las manos; no coordinaba sus miembros y la lengua se enredaba; logró recostarse hacia su derecha sobre el vidrio de la ventana; lo hizo de una manera inusual, porque su mejilla quedó asentada en el frío cristal.

El paisaje era muy extraño, y el calor demasiado sofocante; es muy incómodo andar con una sotana en esos climas, intentando trepar un muro de bareque para fugarse de unos implacables miembros de la Santa Hermandad. Había violado aproximadamente a más de ochenta monjas en distintos conventos del virreinato. Lo querían colgar lo más pronto posible.

Agonía en cristales, a cuentagotas (de agosto 4-2018)

El control se redujo; el sopor se impuso a la claridad mental y se fue disolviendo hasta convertirse en un remolino que me bamboleaba vertiginosamente. Había caído al suelo, pero no me daba cuenta (luego dirían que el golpe fue estruendoso, pero yo solo puedo recordar un incómodo hormigueo en la boca y un sabor a metal que revolvía mis entrañas).

Un túnel violeta. Eso fue lo primero. Luego se hizo rojizo y terminó oscuro, con unas lucecitas verdosas, amarillas, como millones y millones de pixeles; policromía angustiante de incertidumbre. Una fosa de tierra totalmente negra. Desorientación. Comienzo a arrastrarme, solo tengo fuerza en mis brazos, las piernas parecen de trapo (¿o son de trapo?); varios metros así, a oscuras. Luz al fondo, tenue, pero ya es ganancia. Me recupero, puedo caminar, aunque torpe y lento, pero es una enorme ganancia, sabiendo que estoy en desventaja. Imponente, emerge una galería de cristal pulido con una perfección que jamás había visto. Luces de colores, reflejos. Inquietudes, dudas. Mareo, ira, desesperación, sosiego, inquietudes.

Las veo a todas. Alguna vez estuvieron fuera de esas “vitrinas”. Las podía tocar, acariciar, escrutar lentamente, invadirlas cariñosamente en lo más íntimo. Ahora no, y menos en ese lugar. No tienen boca (¿o no hablan? ¿No pueden hablar?). Musas, diosas, deidades de dicha y de desgracia, de tragedia consentida. ¿Pueden oírme? Quiero que me oigan ya y siempre (más bien lo desea mi ego inmenso). Estoy gritando, me duele la garganta, algo se está reventando dentro de mí y me aturde. No escucharon. Grité mucho, no hoy, eso fue tiempo atrás.

La diosa de la mentira abre sus ojos; parecen color blanco, tienen una luz que me sacude y me desespera; no alcanzo a distinguirla bien, pero sé quién es. Se ríe, así como en aquellos días. Seduce y se ríe. La del cinismo no se ha quedado incólume, no quiere estar rezagada; sus ojos miel denotan una angustia profunda que perfora mi estómago, me debilita, tengo que ayudarla, es muy grande para mí, quiero tenerla cerca, si se va me destruye, estoy acabado; su hermana es la del egoísmo, y sus ojos también son parecidos; me pierdo en ese estanque y antes de probar su fruto, de irrumpir en el manjar de sus sentimientos confundidos, titubeo, freno, me impongo, pero pierdo, por el odio que siente por mí —amén a la impotencia de no tenerme—, pero no, realmente amó (¿a quién? ¿Ama?). La vanidosa es mucho más hábil (quién creyera) y está agazapada en un rincón oscuro del lugar; sé que existe, estuvo también conmigo, la vi, la sentí, la saboreé y me hastió, yo no había nacido para efectuar vasallajes estériles, para gritar en las cavernas y conformarme con el eco de mis ruegos.

La deuda aparente es camaleónica, es una angustia recóndita (¿soy el deudor? ¿De todo? ¿No será más bien que me deben a mí? Recíprocamente, ¿nos debemos? ¿Qué? No existen, no debo, no deben, no deberíamos). No puedo romper esos cristales, no tengo fuerzas. De todas maneras no me lo permitirían, y tampoco tendría sentido hacerlo. Tienen que estar ahí, tenía que verlo.