sábado, 29 de octubre de 2022

Libreto frívolo (e ingenuo)

 «El Calla»

«El Calla» es eso, un personaje que interrumpe, sin relevancia ni consistencia, la posibilidad de interacciones más profundas. No las busca, de todas formas; no le interesa llegar a ello, a no ser, claro, que el amor y sus complejidades, lo atropellen. «Calla», le susurra a la dama, posterior a un siseo prefabricado, aparentemente tierno y «sensual»; ha puesto alguno de sus dedos índices en los labios de ella. No deja de exponer su pasión, controlada, en inicio, camuflada en una pose cariñosa.

El Calla también puede escribir, parcialmente. Se vale, por lo general, de un «garrapateo» con frases y lugares comunes sobre el amor, pero sabe valerse de ese material para llegar a donde desea. Incluye, por supuesto, canciones, especialmente las que estén de moda y que pueden condensar ese «sentir».

«Ahhhh, es que son muy bobitas», cuenta El Calla, días después, gaseosa en una mano, arepa con una rodaja gruesa de salchichón en la otra, mientras sus amigos lo escuchan. Resuena la carcajada colectiva. Ya cayó otra callada. ¿Cuántas irán en la cuenta? Luego, ofrece detalles de su nueva conquista, mientras los demás, feligreses perdedores en esa religión malsana, siguen a su pastor con enorme devoción. Quieren aprender, pero reprueban las lecciones. Algunos también se van transformando en callas, lo consiguen y se jactan de ello, posteriormente. Difundirán la palabra entre sus diferentes círculos.

El Calla tiene novia. Es una compañera de otro grupo en el colegio. Ambos tienen catorce años. Ella lo busca con bastante insistencia, lo espera al salir de clases y quiere que se mantengan juntos. En la manera como lo mira, es evidente que está muy interesada en él, o peor, se está enamorando. Él parece estar incómodo, pero sabe disimular, al menos con ella, porque quienes realmente le conocen pueden identificar, sin mucho análisis, la actitud de él. Por supuesto, la novia también hace parte de las historias que enorgullecen a El Calla y que divierten a sus amigos.


El «héroe»

Hay alguien en ese grupo que no se adhiere a las maneras de los callas. Se considera buen amigo de El Calla, pero ajeno a su conducta. Observa con disimulada desaprobación, no concursa en el espectáculo de carcajadas ante las anécdotas del pintoresco y ordinario donjuán. A ese allegado le llamaremos J.

Meses después, El Calla ha terminado su relación con la novia (pongámosle, por nombre, L.). Nunca se la tomó en serio. A pesar de que J. ha sido un amigo cercano, nunca conoció a L., no se la habían presentado, pero, una tarde, se conocieron formalmente. Hubo cierta química; la comunicación entre ambos fluyó y él le pidió el número telefónico, el cual ella le proporcionó. Conversaban con frecuencia y las sesiones eran largas. J. comenzó a interesarse en ella en un plano posterior al amistoso.

Una de tantas noches de conversación telefónica, J. terminó revelándole sus sentimientos a L. Ella declinó su proposición de «trascender» la amistad; estaba afectada por la ruptura reciente con El Calla. J. insistió y, su argumento principal fue prometerle una mejor relación que la anterior, en la que su tristeza se borraría. Tenemos, entonces, un héroe, presto a «rescatar» a una dama en dificultades. Una pose bastante admirable, si no fuera porque realmente es evidencia de una candidez gigantesca, imbuida de unos enormes aires de suficiencia y una voluntad impositora que no trae nada bueno. Esa noche, en vez de «avanzar», comenzó a deteriorarse la relación entre J. y L., sin que ambos se percatasen, al menos en ese momento.

Días después, en época de vacaciones, J. volvería a insistir con su propuesta, la que expuso desde una cabina telefónica, a muchos kilómetros de distancia de la ciudad que ambos compartían. L. le respondería igual, «solo amigos». «Él te hizo daño, no te aferres más a eso, yo te demostraré que puedes superarlo». Ella no aceptó y J. decidió no insistir más, pero la situación se tornó incómoda para él, cuando, un par de semanas más tarde, al retornar a las actividades escolares, gran parte de los compañeros y compañeras de J. y El Calla sabían con detalles sobre la propuesta que el primero hizo a L. Nuestro caballero —otrora «heroico salvador» de damas «desafortunadas en el amor»— no solo se sintió abrumado, sino ridículo y fracasado y emergió en él la rabia con ella. Asumió que le había contado a varias personas, pero, su error de ingenua fue confiarle esa declaración de J. a El Calla quien, divertido y lenguaraz, fue el difusor del acontecimiento.

J. renegó de L., incluso la evitó durante varios días, hasta que, una tarde, supo la verdad. Entonces le ofreció disculpas y decidió ser otro callado, indirectamente, a consecuencia de las piruetas de su amigo El Calla. Nunca le reclamó a él, optó por un silencio que acrecentó su aversión al proceder de ese personaje. Se fue distanciando poco a poco.


Epílogo

L. siguió bastante aferrada a El Calla. Un par de años después, confluyeron en su primer encuentro sexual. Ella, entregada, él, explorando su virilidad adolescente. No había noviazgo, él seguía cortejando a distintas mujeres. En esos días conversó un poco con J. y, henchido de orgullo, le contó lo ocurrido. «Le quité el duro a L., papá. Esa vieja está enamorada, hasta dice que no le importa que yo esté con varias mujeres a la vez». J. había superado esa historia con L., pero no dejó de lamentar que ella aún fuera presa de un sentimiento tan fuerte hacia alguien como el personaje central de nuestra historia.

En alguna oportunidad, J. vio a El Calla escribiendo una carta para otra mujer. Él sabía, parcialmente, quién era la destinataria. Entonces, le preguntó «¿Es para la que tanto te gusta?» y remató «Vos estás enamorado de ella, ¿cierto? El Calla afirmó y luego contó que ella le había rechazado un intento de beso (la maniobra prefabricada no dio resultado y sí, nuestro protagonista tenía unos sentimientos más fuertes por la joven recién mencionada).

En J. pareció emerger un malsano placer, mezclado con una curiosidad que rayaba en lo morboso. «Y, ¿lloraste?». El Calla respondió «Sí. Claro». En esta oportunidad, fue sincero.


jueves, 27 de octubre de 2022

Reprimenda a un «bellaco»

«Oh bellaco, hoy te escribo, a riesgo de que ni siquiera te enteres. Mi epístola es anacrónica, te la he enviado demasiado tarde y, de todas formas, de lectura, prosa, verso y reflexiones, poco sabes. No atendiste mis consejos antes, menos lo harás ahora. Eres ducho en la batalla, certero en las armas; tus sablazos son profundos y las heridas causadas, de muerte.

¿Estás, acaso, orgulloso de ello? Yo no, lo lamento cada vez que me llegan las noticias relativas a tus nuevas «gestas». Me llegan tarde, amén del tiempo y la distancia que separa nuestras comarcas. En caso contrario, ya hubiese tomado mis bártulos para aleccionarte. Y lo he intentado, esta no es mi primera carta, pero veo que no llegan. El emisario muere en el camino, lo secuestran, se accidenta, enferma, o se embriaga en cualquier bar y la misiva se extravía.

Eres un salteador indigno, abusas de la inocencia de quienes convergen en tu camino. Te lo dije al principio, cuando pudimos hablar un poco, pero no atendiste. Te lo reitero, aunque, seguramente, esta nota te llegará tarde, pero ojalá no sea en el ocaso de tu trasegar y, aunque en el instante en que la leas te halles lacerado por las justas heridas que han compensado tu vileza, sirvan mis comentarios para que emprendas un nuevo camino, en el que tu oficio cambie y lo que reste sea, para ti y quienes tengan la oportunidad de coincidir contigo, algo pleno y fructífero.

Mi querido bellaco, no lo olvides: deja de aletargar a los demás, lo haces con tus incursiones, erras nuevamente y lo sabes, pero te empecinas en un deseo al que privaste de la sensatez. Conviértete en otra cosa y así tu honra, la tuya, contigo mismo, tendrá validez y sentido.

Espero que esta misiva te llegue, lo deseo, con toda la fuerza de mi corazón. El emisario, en esta oportunidad, es el señor gordito que te vende buñuelos por la mañana, esos que tanto te gustan, con Coca-Cola, que está a setecientos pesos todavía (¡oh sorpresa!). Te la va a entregar y después de que la leas le das, por favor, unos dos mil pesos. Tal vez para él no signifique nada, pero entenderá. Y tú también entenderás que estás haciendo el ridículo, por no sosegarte y seguir el drama.»

sábado, 15 de octubre de 2022

El televisor en la caneca

Por allá en el 96, el tío con el que vivíamos en la casa del bisabuelo decidió, de una manera intempestiva, irse. No dio razones de peso, simplemente “quería independizarse”. La manera en que lo comunicó fue algo grosera y los días previos a su marcha, tensos. No le dirigía la palabra a mis papás y era distante con el bisabuelo. No entendíamos.

Mientras tanto, yo, con nueve años de edad, observaba la situación. La inquietud, mezclada con pesar, era latente. «¿Por qué se va a ir el tío? ¿Qué pasó?». No obstante, en esos mismos días, el panorama se fue aclarando para mí. Él se iba porque se fastidió con los habitantes de la casa, porque comenzó a madurar la idea de que entre nosotros «le estábamos robando» o, tarde que temprano «le robaríamos». El abuelo, su papá, había fallecido varios meses antes y, desde entonces, algo fue cambiando en él.

Recuerdo los otros tiempos. Los «buenos tiempos», cuando él compartía con nosotros, cuando salíamos a recorrer, a pie, las calles de ese pintoresco barrio Miranda… Avanzábamos por todo Bolívar y llegábamos a Cuatro Bocas; subíamos, bordeábamos el museo de Pedro Nel Gómez y seguíamos el trayecto, pasábamos por San Cayetano y, en la mayoría de las ocasiones, continuábamos hasta el parque de Aranjuez. Recuerdo el sudor y el jadeo al llegar a esas partes altas, después de superar tantos caminos empinados. Era el preámbulo de la satisfacción por concluir, por arribar al destino. No obstante, el viaje no era despreciable y contemplar la variopinta arquitectura de la zona tenía su fascinación, además del cambio de rutina que esa actividad implicaba.

También recuerdo el recelo constante de él con sus pertenencias. Una incipiente afición por la numismática y por algunos objetos curiosos, además de un marcado esoterismo, hacían parte de su forma de ser. Tenía un chifonier de madera en el que guardaba la colección de billetes de distinta procedencia y denominaciones, su ropa, la pata de conejo, la loción de sándalo, la biblia y algunos artículos electrónicos, hasta donde mi memoria permite identificar. Llegaba de la calle directo a verificar el estado de sus cosas.

Recuerdo mi travesura de fingir la micción en el patio trasero y pasar, cerca de él, haciendo los gestos de haber guardado el miembro recientemente y la falsa sensación de confort tras culminar la necesidad fisiológica, lo cual lo enardecía y, de inmediato, se dirigía, balde en mano, lleno de agua, a limpiar el espacio mencionado.

Los días previos a la salida del tío marcaron la antesala de una pésima despedida… Como dije antes, hablaba poco, no recibía la comida que se le ofrecía en la casa y la fiebre por revisar sus pertenencias se había agudizado.

Recuerdo que, entre sus cosas, había adquirido un televisor pequeño, monocromático, con perilla para pasar los canales. Él se divertía mucho viendo programas, series y películas de antaño —años 70—, era una afición que disfrutaba bastante.

Pues bien, el momento en que se llevó a cabo el ritual de mudanza fue un sábado en la noche. Ya él había dispuesto varias de sus pertenencias en la sala de la casa; mis papás decidieron quedarse en la habitación de ellos, ya que no se sentían motivados a una despedida con alguien cuya cordialidad estaba en extinción; el bisabuelo dormía. Quedamos, entonces, mi hermano y yo en la sala, viendo el deprimente acontecimiento.

- Tengan, les voy a dejar el televisor, para ustedes – mencionó el tío mientras iba empacando otros artículos.

Nosotros habíamos quedado con la instrucción de no recibirle objeto alguno.

- No, gracias, tranquilo – le respondimos de inmediato.

- Es para ustedes, para la casa – insistió.

- No, dale, tranquilo – reiteramos.

Vi su reacción inmediata. Agarró el televisor con virulencia y lo introdujo, de manera brusca y veloz, en el fondo de una caneca plástica que había dispuesto para empacar varios de sus bienes. Lo hizo mientras refunfuñaba algo que no recuerdo.

Meses después acusó a la familia de robarle la herencia de su papá, lo cual se convirtió en un vaivén de vituperios de su parte hacia mi abuela, mis padres y mis demás tíos, combinado con otros momentos de falaces intenciones de reconciliación que él luego revertía; la ira retornaba, los insultos y las ofensas regresaban, más las murmuraciones en distintos lugares donde la fama de su familia, nosotros, terminó tocando los dinteles de lo ruin.

Todo esto sale a colación al recordar un méndigo televisor y la manera como lo guardó entre sus pertenencias.

El tiempo pasó, hizo su obra. Es un ajeno que aún vitupera a sus fraternos.


… Vamos a darle la vuelta al relato, que sea narrado en otra voz (y tal vez con otra estructura y detalles):

Nuestro amigo y vecino, personaje impetuoso, afamado por su generosidad en el vecindario y en los distintos lugares donde le conocen, se destaca por su fuerza física admirable, su capacidad y disposición para los trabajos que le encarguen, su nivel aceptable de conocimientos en las labores de la tierra, su afición por la salsa brava, su espiritualidad, su curiosidad por coleccionar objetos diversos, su humor y fraternidad con sus distintos familiares, ajenos al núcleo, que le observan con gracia y se alegran de recibirlo en sus viviendas. Enorme sentido de cooperación.

Ha trabajado en diferentes lugares: cuidando fincas, en un taller de joyería, en el mundo de la construcción, de manera independiente haciendo diligencias para vecinos, amigos y dueños de distintos locales comerciales. Su risa y gentileza alegran a los allegados e incluso, cuando los réditos de su trabajo han sido notables, la generosidad se ha evidenciado cuando arriba a la casa en que reside y convida a sus sobrinos, su hermana y su cuñado, a sabrosas viandas, fritangas y refrescos apetecidos con mayor ansia en las noches «viernesinas». No convida a su abuelo materno porque se ha ido a dormir desde las 7 pm y porque la dieta del anciano, básicamente, consiste en fríjoles con pescado seco, de manera que la pizza o las papas fritas no encajan ahí.

Un día, meses después del fallecimiento de su padre, comienza a desconfiar de sus parientes. Quizá su hermana o su cuñado quieran robarle las cosas… Puede que los sobrinos esculquen su armario o, incluso, ¿quién garantiza que el abuelo también desee acceder a sus pertenencias? Así mismo, es muy posible que su madre también sea una ladrona. Nunca se sabe. A partir de allí, decide buscar otro espacio, otro lugar, en el cual establecerse de manera independiente. Va reduciendo la comunicación con sus allegados, llega silencioso y, con el ceño fruncido, declina la oferta a participar en la unión gastronómica familiar —ahora se alimenta por fuera de casa—… En determinado momento, anuncia, de manera muy escueta y tajante, que se marchará de allí.

El abuelo, depositario inicial de tal notificación, queda sorprendido y le comunica la situación a su nieta, quien también se contagia de esa sensación. La noticia se esparce por la casa e incluso por el vecindario y hay quienes lamentan esa decisión. Le extrañarán. Los sobrinos quedan inquietos, se conmueven.

Llega el día de la partida y nuestro personaje ha ido reuniendo todas las pertenencias desde días atrás y las concentra en una parte de la sala de la casa. Tiempo atrás, en sus búsquedas curiosas, había obtenido un televisor pequeño pero vetusto, blanco y negro, con perilla para cambiar de canales. Aficionado a ese artículo, se la pasaba horas viendo la oferta disponible.

Es sábado en la noche. El abuelo ya está durmiendo, la hermana y el cuñado decidieron encerrarse en una de las habitaciones de la casa y dejaron a sus dos hijos observando el ritual de despedida de nuestro protagonista. En determinado momento, él toma el televisor e indica que lo obsequia para la casa; los sobrinos le agradecen el gesto, pero le responden que no aceptan el ofrecimiento. Él insiste, ellos no ceden. Se ofusca y deposita el artículo bruscamente en el fondo de una caneca plástica donde incluirá otros objetos de su pertenencia. 

Una vez listo el paquete de la mudanza, sale de la casa, con una despedida escueta. Se evidencia su ira, la cual difícilmente le abandonará, junto con una sensación constante de paranoia que le sigue acompañando muchos años después.

Meses después de aquel viaje, estará buscando las maneras de emprender acciones legales contra su propia madre, acusándola de querer robarle la herencia de su padre; ella le entregará la parte correspondiente, mientras él reclamará la parte de ella y recibirá un llamado de atención por parte del notario, «¿Qué no la ve ahí? ¿No ve que aún está viva?».

Años más adelante, mostrará intenciones de reconciliación que traerán ciclos breves de cordialidad, a la postre, deshecha, porque él mismo recaerá en sus conductas belicosas, vituperará a toda su familia nuclear —madre a bordo— y la difamará en los distintos lugares por donde despliegue su cotidianidad.


jueves, 13 de octubre de 2022

Bruma «dúctil»

 Otro día más en este pueblo. ¿Cuántos llevo? Estoy por creer que perdí la cuenta. Pero, realmente, estoy aquí desde la semana pasada. Llegué el lunes a las 6 de la tarde y hoy es miércoles a la 1 y media de la tarde. Estoy juagado en sudor, porque aquí el calor es infernal… ¿O más bien debería decir que es purgativo? ¿Qué estoy pagando? ¿Debía algo? ¿La cagué? Creo que esas ideas son otro capítulo más de los remordimientos innecesarios con los que he querido cargar. De todas formas, más allá de esas disertaciones con tinte religioso-apocalíptico-supersticioso-esotérico —a la postre, estériles—, sí, puedo pensar que estoy como en un limbo; el tiempo no avanza ni retorna, pareciera una ilusión de total quietud; todo se detuvo, está estático. Pero no. Todo avanza y parece que no me entero.

Hoy, desde las seis de la mañana, reanudé la rutina que llevo desde que tengo este trabajo que implica trashumar de pueblo en pueblo. Eso me sostiene; de lo contrario, no estoy muy seguro de continuar. Lo irónico de todo esto es que así lo que termino logrando es agudizar esas ideas que ya vienen tan agudas, que me persiguen desde hace muchísimos años. Recuerdos, viajes a otros momentos que degeneran en sentimientos de impotencia… Veo todo igual, la película se repite de la misma forma y no hay maneras posibles de cambiar eso que ya fue. No hay remedio, no hay soluciones. Entonces, comienzo a escribir…

Tengo un maletín repleto de papeles, con un montón de palabras garrapateadas a mano, con cualquier lapicero que tenga disponible; hojas con tachones, con añadidos, con enmendaduras bastante artesanales. Hay versos, canciones que jamás serán interpretadas, evocaciones densas, pero que a la vez fluyen, se diluyen, bruma «dúctil» —y por ello, también pesada— que se expande y se contrae, que inunda mi mente, le gana la partida a todo el espacio, se apodera de él y, luego, se va evaporando… Hay prosa, ideas sueltas que se juntan y se separan, que quedan inconclusas porque me da la gana —o no—; hay misivas que jamás llegarán a su destinataria… 

… Aunque creo que no necesita leerlas, ya sabe lo que pienso, lo que he sentido… Incluso sin que se lo haya reiterado.

Ahorita me estoy dirigiendo, a pie, al templo donde prosigue esa parte importante de mi ritual. Las calles —si así se les puede llamar— son una cama irregular de polvo y piedras; algunas de ellas se incrustan en la suela delgada de mis zapatos y siento cómo chuzan, todavía con alguna timidez, las plantas de mis pies. Concurre, a ese carnaval del lento martirio, la sensación de quemazón, efecto del suelo ardiente, gracias al insoportable clima local. La confluencia martirizante se complementa con el sol que impone su calor sobre mi cabeza, sobre mi cuerpo y, con la humedad latente, que comienzan a aprisionarme con fuerza. Sigo sudando a cántaros a cada paso que doy… Al menos el recinto donde gatillo mis consagraciones constantes está cerca. Solo basta con cruzar al otro lado de la acera, pero debo percatarme de que algún motoneto no termine invitándome a un viaje con boleto directo al hospital (con posibilidades de función final en la morgue).

El local parece haber sido, antes, una casona vieja, tal vez de inicios del siglo XX, cuando el pueblo era apenas una dispersión de haciendas agrícolas. Tiene pocas intervenciones, quizá solo la pintura verde claro en las puertas de madera, en los zócalos que tienen figuras de rombos en contorno con rombos rellenos adentro y en el «moderno» letrero luminoso (está, incluso, quebrado en uno de los extremos). En lo demás, se preserva el estilo, sin muchas modificaciones, con sus paredes de bahareque, ya descuidado, con grietas color café —que evidencian, sutilmente, parte del relleno—; de pronto, cada lustro, reciben una capa de cal, nada más.

Ya adentro, siento algo de refresco. El techo original, conformado por caña, barro y tejas coloniales, está escondido, pues le antecede un cielorraso, también desvencijado, con láminas de algún cartón precario —que antes era color blanco y el tiempo lo transformó en ocre—. La tímida tregua con el inclemente calor se debe a los tres ventiladores, ubicados en algunas de las mencionadas junturas. Son vetustos y harto falibles, pero están cumpliendo con su labor. Las hélices se ven bastante sucias y giran con algo de torpeza, la velocidad no es constante, los ritmos varían.

El piso es un tablado de madera rústica, áspera, y hay que saber dar los pasos, pues algunas tablas pueden hundirse o levantarse, cual catapulta, al otro extremo. El chirrido, a cada paso, afianza la sensación de estar en un lugar anclado en tiempos lejanos, sumando a ello el olor fétido a orín, que proviene de los baños y se mezcla con las cáscaras de naranja cuyo sentido no comprendo, el hedor no se va con ese desperdicio deliberado de comida. Hay, al menos, ocho mesas con puestos para cuatro personas; son metálicas, con asiento acolchado, forrado en un cuero rojizo.

Las paredes internas también están pintadas con cal y se corresponden con la precariedad de las externas, ya descrita. Como decoración se encuentran algunas reproducciones pictóricas bastante convencionales. No las detallo mucho, aunque siempre termino enfocándome en el típico cuadro de los perros jugando a los naipes. Hay varios cuadros, algunos hasta son obras religiosas.

La barra es un enorme mueble de madera, cuyos bordes son redondeados y sobresalen con imponencia; están forrados en cuero, también rojizo y las sillas que le acompañan son, igualmente, metálicas, con el remate en cuero (otra vez rojizo) en los asientos. Detrás está el estante enorme, repleto de botellas de distintos licores. Me ubico en una de las sillas con mesa, no me gusta la barra, no quiero conversar con nadie. Pido un botellón de un litro del típico licor anisado.

Este brebaje dulce, que entra dando codazos por mi garganta y va incendiando el pecho y abrasando al corazón, sostiene el amargo trasegar que yo mismo he consolidado. Me importa un carajo si voy en contravía del bienestar dictado por quienes promulgan las ideas del «buen vivir». Este veneno activa mi sensibilidad, indefectiblemente, y ya no pienso resignar la adversa afición que elegí desde hace tiempo. Es mi ceremonia de la derrota y la ganancia; repetitiva dicotomía, como todas, irónica, contradictoria. Mi lucidez no está sujeta a una sobriedad que concibo como acartonada. La nostalgia emerge con presteza, retorno a esos momentos anteriores, vuelvo a verlos, intactos, intangibles, inmutables. Doy vueltas, trato de ubicarme en distintos lugares cada vez que repito las numerosas escenas, quiero explicarme todo sin perder detalle. Lo único que logro es comenzar a garrapatear ideas y de pronto, a veces, apunto algunas en cualquier pedazo de papel que tenga a la mano. Siempre termino pensando en lo mismo, las conclusiones suelen ser las mismas, pero la manera de plasmarlas varía, las palabras juegan conmigo en un zigzag travieso, pero eso lo disfruto.

Cada trago que ingiero afianza esos pensamientos críticos y atiza la hoguera que me revive y a la vez me arroja a la fosa de mis pesadumbres. La nostalgia no se va, permanece. Me tomo un trago adicional para compartírselo a ella, para que no se vaya. La banda sonora de ese ritual cotidiano es la música de fondo en la cantina, que abunda en canciones de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Antonio Tormo, Los Trovadores de Cuyo, entre otros. Muchas de sus letras son el combustible de mi algidez, del viaje repetitivo que termino haciendo y la melodía afianza esa circunstancia. Todo eso hace parte de la ceremonia, en la que prosigue mi escritura, con versos y prosas que tienen un destino, pero allí no las haré llegar nunca. 

Y por eso la ceremonia queda inconclusa y hace rato perdí la cuenta de las que ya he iniciado sin culminar.

Sin contar con las que seguiré iniciando.


¡Simio!

Era jodidamente tímido. También, para tan corta edad, muy fantasioso y hasta, digamos, enamoradizo. Había un deseo grande, muy precoz, por «tener novia». Y apenas rondaba los once años…

Nunca le había mencionado esas intenciones a él, pero mi papá, en su tranquilidad y sus buenas maneras de recomendarme pasos a seguir frente a distintos asuntos, con cierta sutileza, en uno de los tantos viajes matutinos en Metro, rumbo al colegio, alguna vez me dijo «invite a las compañeras a gaseosa». La rebeldía preadolescente —y que me ha acompañado en otros ciclos—, pero también la falta de visión, asomaron, porque, de algún modo, no quise captar el fondo del mensaje. Entonces le refuté. Le indiqué, en palabras de un impúber, que no lo consideraba conveniente, que no tenía mucho sentido.

Así pasaron los días. Todavía andaba en los albores del bachillerato, descubriendo, identificando, conociendo, reconociendo el nuevo lugar en que desplegaría tantas cosas en seis años. El colegio era enorme y, por ello, la cantidad de estudiantes, numerosa. Ya no estaba en aquel edificio de tres niveles donde casi éramos como una familia, donde reconocía a Darío, el de la tienda del «sótano» (ese mismo año supe que lo balearon dentro del colegio, por robarle un dinero; sobrevivió); Blanca, Blanquita, rolliza y gentil (aunque en algún momento no vi tal amabilidad, en fin); Leticia, la de la otra tienda, «la del piso del medio», enjuta y constantemente malhumorada, al parecer no soportaba a los niños que poco se filaban para comprar; Teresita, la rectora, con su carisma tremendo, nos arropaba y guiaba con autoridad. Las secretarias, Lía y Consuelo, parecían las tías ejecutivas de todos y todas. Y don Guillermo, el chofer del bus de toda la vida, con su deferencia y sus máximas… Reemplazado al final por cambio en la empresa de buses…

Ya estaba en otro lugar distinto, a muchos kilómetros de la casa. Mientras más amplio y confluido el espacio, mayor es la anonimidad. También se generan vínculos, claro, pero pueden tornarse difusos.

Una de tantas mañanas, en horario de descanso, una compañera me pidió buñuelo. Me negué y su respuesta, bien airada, se tradujo en un remoquete que se me antojó, entonces, bastante estruendoso. «¡Simio!». Me ofendí, pero continué con mi camino. Así pasaron varios días y, en otra de tantas conversaciones con mi papá, le conté lo ocurrido. Él se rio y resolvió la situación de una manera que no entendí en su momento. «Sí, es verdad, somos simios, ¿no me ve la cara? Somos “caremicos”, usted también lo es». De entrada, no vi bien la respuesta y seguí indignado.

Tiempo después, durante ese mismo año, la situación tensa con la compañera se aplacó y, si bien no nos hicimos amigos, la relación fue amena y compartimos en varios momentos. No hubo nuevas discordias, tampoco nos «hicimos novios» ni menos logré converger con alguien para ese tipo de relación durante un largo tiempo. Tampoco quedé con aquel apodo, vale la pena aclarar.

Años después seguí recordando ese momento en que ella me gritó «¡simio!» y me reí. Sí, somos simios, el músculo risorio deja unas rayas bastante marcadas que van desde las alas nasales hasta debajo de las comisuras de la boca y ello puede asociarse, de manera gráfica, a esas criaturas. Esa es una de mis características y la tienen varios fraternos de la familia, es innegable.

No hubiera sido malo brindar el buen buñuelo, promover algún tipo de conversación que, en principio y finalmente, es la base de muchas interacciones y realza el valor en las mismas.

martes, 11 de octubre de 2022

Cúspide

Cuando todo concluye, no es un sopor meramente físico. Ya, reducido, el cuerpo pesado, los ojos cerrados, comienzas a ver numerosas luces, de diferentes colores. Vas dibujando en tu mente, con lentitud y un “embelesamiento”, diversas figuras. De repente, llegan ideas triviales que se quedan ancladas, que se tornan incluso obsesivas y ahí se repiten varios ciclos.

En determinado momento, no reaccionas. Todo se ha supeditado a un vacío indescifrable, indescriptible y mencionarlo de distintas maneras no es, ni siquiera, una aproximación lejana a esa “sensación” a ese “no-estado”. Tal vez ni debería de mencionarse. Ocurre —o no—.

… Un salto… Eso podría ser… Un salto.

A veces retornas, el salto también viaja por el pecho y vuelca el corazón, entonces aspiras con más fuerza… Y retornas. Sea la luz del día o la penumbra, no podrás oír nada más que a ti mismo, y el sopor continúa. No se ha ido, todo se hace más lento y tal vez el rastro de lo ocurrido te acompaña durante el resto de la jornada.

Parece como si estuvieras caminando en algodones, estás en la frontera y allí, muchas cosas no logran definirse… Esa sensación incierta no es, en este caso, adversa, como otros escenarios de inquietud y de turbulencia que abocan lo funesto.

Solo te digo que disfrutes ese lapso, momento etéreo poco usual, así lo reiteres, y a pesar de que en tus momentos de arrogancia te llegue a parecer rutina.

lunes, 3 de octubre de 2022

¿Obsesivo?

 Te observo. Llevo muchos años haciéndolo. Tantos, que he perdido la cuenta. Estoy detrás, al acecho, mirando, revisando, indagando. No me ves, tal vez has sido bastante incauto para no enterarte que hay alguien que te ha estado analizando con bastante detalle.

He visto cómo erras, una y otra vez. También he observado tus momentos gratos, incluso los que parecen irrelevantes para los demás, pero para ti son excelsos. Así mismo, te he visto hincado, remando contra el mar de sollozos que brota amén de tus introspecciones más críticas.

Aún no te enteras, pero fui yo quien evitó que lograras esas cosas que llegaste a anhelar en otros momentos y que hoy todavía lamentas no haber concretado. Me entrometí y no me arrepiento. Me has odiado, sin saber siquiera hacia dónde debes dirigir tus maledicencias.

Sin embargo, sé que también has evocado y orado por alguna presencia similar a mí, que te observe, que te acompañe, que inyecte sensatez a tu ser. Empero, no soy tal. Para mí tampoco existe lo sensato, y en eso somos idénticos. Aunque parezca que te haya salvado infinidad de veces, no ha sido esa mi intención. No es la clase de acompañamiento que decidí brindarte. No te castigo, no te condeno, no te compadezco. Te veo, te escucho, te siento, te persigo y sigo ahí, con el rostro impasible. Si supieras quién soy y desde hace cuánto tiempo he estado aquí, pensarías que esto es inútil y soy un pervertido que estorba en tu trasegar. No vine a convertirme en tu amigo, pero soy tu cómplice, así no lo parezca.

No somos amigos. Somos gemelos, nadie me ha visto, ni tú. Soy una de tus tantas sombras, espectro de ayer, hoy y mañana.

domingo, 2 de octubre de 2022

Férrea convicción

Durante el recorrido, rumbo a casa, Bernardo venía bastante pensativo El tráfico vehicular estaba fluido; no había percances en la vía y eso, en pleno lunes por la tarde, era atípico en una ciudad atestada de tantos autos. La urbe que debía atravesar para llegar al hogar tenía la típica disposición de aquellos lugares donde las condiciones para prosperar traen un abanico de retos enormes. Así las cosas, sobrevivir ya era ganancia. Y esto, materialmente, se hacía evidente: casas amontonadas en las montañas —la mayoría inconclusas— con techos de precarios materiales y una policromía enorme si se observa el todo sin hacer hincapié en detalles puntuales y Bernardo, conduciendo el auto, no tendría tiempo de concentrarse al respecto, por lo cual solo podía contemplar, de soslayo, un amplio conjunto de formas y de colores que, con la velocidad del vehículo, mutaban en formas geométricas indescriptibles para el raciocinio, carnaval fugaz de pinceladas.

Esas sensaciones e interpretaciones confluían en la mente de Bernardo con las preocupaciones cotidianas, con las reflexiones matutinas y las enseñanzas existenciales que él buscaba constantemente. Ávido de conocimiento, inquieto por lo espiritual, devoto de sus parientes, así era el trasegar que él había adoptado.

No podía relegar, así fuera de manera tangencial, una sensación de angustia frente al final al que todo ser viviente, esclavo del tiempo y sus consecuencias, está abocado. Empero, era consciente, “la muerte llegará y lo que ha de pasar, que pase”, pero se aferraba a la existencia con una actitud optimista frente a cada situación. Como dirían algunos de sus fraternos, “quemaba las naves”.

La Sinfonía número 6 de Beethoven, “Pastoral”, estuvo sonando en la radio del auto durante buena parte del viaje a casa. Su parte favorita era el segundo movimiento en Fa y, cuando la melodía llegó a ese momento, la alegría que él cargaba en su corazón durante todo ese día, brotó, o mejor, estalló. Olvidó la policromía urbana y en su mente hizo un recorrido por sus casi ochenta años de existencia. El amor y las enseñanzas brindadas por sus padres comenzaron a dibujarle una sonrisa y activaron un brillo indecible en sus ojos; la fraternidad, replicada por cada uno de sus hermanos durante los distintos momentos compartidos en la prolongada vida que los había acogido, insuflaron un aire de plenitud en sus pulmones; las imágenes difuminadas de compañeras sentimentales en otros tiempos, el amor por su esposa y la cotidianidad compartida, junto con el orgullo por sus hijos, generaron un remolino de satisfacción que adornó el rostro y fue alivianando al ser…

El recuerdo de tantos allegados que estuvieron en distintos momentos, el culmen de numerosas metas personales, los abrazos y los momentos de enorme convergencia, compartiendo hasta lo más sencillo, fuese un vino, una taza de café o alguna receta gastronómica de rigurosa elaboración, siguieron acompasando en tonada de felicidad el breve viaje que se fue extendiendo para Bernardo. La gratitud por la vida y las promesas de futuro seguían nutriendo sus ánimos, lo que derivaba en una original jovialidad, de la que quienes le conocieron llegaron a ser beneficiados —algunos hasta contagiados—.

“Lo que ha de pasar, que pase”. Férrea convicción que se articuló, en aquel instante dentro de la mente de Bernardo, a la idea del deber cumplido de manera plena, sin reparos. Con tan fuertes sentimientos, a la madrugada siguiente, el tiempo detuvo su curso, de manera casi sutil, y dejó en el aire el mensaje de alegría y de esperanza constante, evidenciado en un arcoíris enigmático que se posó en el panorama y fue acompañado por una tímida lluvia que trajo una nostalgia bastante desoladora, pero que también invoca a la la tranquilidad y al sosiego pertinente.


sábado, 1 de octubre de 2022

Remezón

«Miércoles, octubre 28 de 1936

Hoy volví a escribir, después de meses y meses sin hacerlo o, al menos, sin que ello fuera un mero proceso de mis pensamientos o de traducir las sensaciones que se generan en tantos momentos. La razón de este impulso se verá después.

Como por variar, volví a Medellín, esa es la rutina. Salí en tren, desde Puerto Berrío, ayer en la mañana. El viaje estuvo largo, como por variar, pero al menos no hubo contratiempos. Me bajé en la estación Bosque y subí caminando a donde mis primos, allá es donde me suelo quedar un par de días, para retornar otra vez al puerto.

La volví a ver. Está hermosa, como siempre, no hay novedad en ello. O quizá sí hay novedad y ese “siempre” más bien parece la tonada trillada de una canción repetida y repetitiva, entonces estoy errado y, realmente, ella está más hermosa cada vez. Me sigo perdiendo en sus ojos por un rato, lo que también pone en riesgo la claridad de mis ideas, aunque logro disimularlo.

Su rostro, tan fino, sus labios color rosa, tan apetecidos… Su piel, tan lozana… Y, sobre todo, su determinación, tan evidente. No ha habido instante en que no sienta la fuerza enorme que ella transmite en cada palabra, en cada gesto, porque lo expresa de muchas maneras. Hemos tenido algunos roces gracias a ello y, aun así, mi fascinación no se reduce… Lo descrito se acompasa con su dulzura y sentido de fascinación frente a lo más elemental, a eso que pareciera sencillo y rutinario. También he visto su fragilidad, sus miedos, su ira, y retorna la dulzura, naciente en su corazón, no la puede disimular, abarca todo su ser… Ella no logra controlarla, pero yo ya la he visto. La he sentido.

Hay un choque de universos cuando nos encontramos físicamente. Conversamos mucho, pero hay un lenguaje superior a nosotros; todo alrededor se desvanece y quedamos solamente los dos. El tiempo se fragmenta y ella permanece para mí. En los momentos en que estamos físicamente distantes, cuando comienzo a imaginarla en su rutina, a evocarla, ocurre un estallido en mi ser, un clamor enorme, le estoy llamando con la mente, quiero que esté cerca, que nuestros universos colisionen, sin más. Tengo la plena certeza de que, en el mismo instante, ella está sintiendo lo mismo. Es mi apuesta, mi creencia, pero no lo dudo, ahí me sostengo.

¿Cuándo la volveré a ver? No lo sé. Espero que ocurra pronto. Mientras tanto, la sigo dibujando mentalmente, miro hacia el horizonte, durante los largos viajes en el tren, perdido en el variopinto paisaje, y la veo. Mi corazón se estremece al imaginar la consolidación de los sentimientos recíprocos.»