martes, 26 de septiembre de 2023

Tierno ritual extinto

 El anciano engalanado había arribado, una vez más, en horas de la tarde, a la casa de su buen amigo Toño María. Vestía un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata igual al color del vestido, que se complementaba con unos zapatos negros. Durante el día, la puerta se mantenía abierta, pero la vivienda estaba algo protegida porque había una reja metálica que antecedía al portón de madera. Esta tenía un candado, el cual funcionaba como timbre; por lo general, la gente lo zarandeaba y lo chocaba contra los fierros del enrejado para avisar su llegada. Ese ritual se repetía tantas veces cada día y pasó tantas veces durante tantos días, que no podría calcular, con exactitud, los millones de veces que pude haber percibido ese ruido.

Todavía lo recuerdo, llegando en horas de la tarde. Don Arturo se asomaba por la reja y saludaba de manera cálida. El bisabuelo lo recibía contento, había llegado uno de sus compinches en el buen dominó. El viejo cachaco era jovial, tenía frases creativas en el saludo y se refería a los niños con amabilidad, respeto y cierta ternura. Era de mediana estatura y la alopecia había hecho su implacable tarea (solo conservaba cabello, totalmente blanco, a los lados y atrás de la cabeza). Las gafas de pasta, marco color negro, le daban un aire institucional, burocrático; fácilmente uno hubiese pensado que era algún funcionario o ejecutivo de esos del centro, en una época donde la zona todavía era el espacio de confluencia de algunos personajes influyentes para determinar los destinos de la ciudad en sus distintos ramos. Pero, realmente, parecía una especie de ratoncito, porque los ojos se veían pequeños tras las gafas y su dentadura superior era algo separada. Un ratoncito amable y detallista.

El bisabuelo recibía a los aficionados al dominó en la sala de la casa, donde él permanecía gran parte de cada jornada, sentado o recostado en una pequeña cama-tarima. La cabecera de la misma limitaba con un muro que no llegaba al techo de la vivienda, sino que terminaba varios centímetros antes, formando un cajón, visto desde afuera, pues era, en realidad, una especie de armario de la habitación contigua, que sobresalía en el salón principal. Esta circunstancia era aprovechada para colocar allí varias cosas, especialmente, pertenencias del bisabuelo; una de ellas, su preciado juego de dominó, que estaba guardado en una particular caja de madera forrada en un cuero sintético verde y delgado, fijado con tachuelas, que tenía una tapa corrediza. Con algo de esfuerzo, él estiraba la mano para alcanzarlo y ponerlo sobre una mesa que estaba cerca de la cama-tarima. Al otro extremo del armario, en la pared que colindaba con el exterior de la casa, se ubicaba, en una mesita, el televisor Zenith de perilla, que duró catorce años y aguantó un poco los pelos de la gata Zafira, que durmió muchas noches, plácidamente, encima de él, hasta que terminó estropeándolo, amén de su mudable pelaje. La caja multicolor era la otra entretención del bisabuelo, en algunos momentos.

Don Arturo tenía una costumbre que siempre me pareció tierna: después de sentarse frente a su adversario, de un momento a otro, sacaba un trapo blanco, solicitaba agua, lo remojaba y extraía las fichas de dominó, para llevar a cabo un proceso de limpieza muy parsimonioso. Yo, de unos cinco o seis años, recuerdo mirarlo y resaltar ese ritual con cierta curiosidad. Él se reía al ver el detenimiento con que yo le observaba en esos instantes. Finalizada esa primera fase, iniciaba la sana contienda.

El bisabuelo apostaba con dinero descontinuado. Mantenía unas monedas de peso y de centavo obsoletas, algunas color café por el deterioro del metal en que se habían elaborado, otras conservaban el tono plateado. Esta disposición quizá obedecía a que el espíritu de Toño no era competitivo, solo quería entretenerse, y a que de joven perdió la herencia por jugarla a los dados, por allá en Entrerríos.

¿Quién era el campeón de la jornada? No lo sé, no me detuve a indagar al respecto. Sé que el bisabuelo era bastante habilidoso y no era fácil ganarle, pero no creo que don Arturo fuese un rival de poca monta. Toño era exigente con sus adversarios-compañeros de juego.

Tiempo después, don Arturo dejó de visitarnos. Había caído enfermo. Vivía cerca de la casa —casi a la vuelta— por la calle 80, entre las carreras 50 y Bolívar. En una de las tantas caminatas con mi papá, me llevó allí. Entramos a la habitación y vi a una persona distinta. Don Arturo no vestía su elegante traje; estaba en camisilla y pantaloneta… Le habían amputado una pierna. Sentí impresión, no tanto por la pierna ausente, sino por encontrarme con una imagen tan diferente de don Arturo a la que me había acostumbrado. Pensé más en su atuendo que en otra cosa y con esa imagen me quedé.

Tiempo después, tal vez meses, don Arturo falleció. Yo no estaba presente cuando le contaron al bisabuelo, pero estoy seguro de que su reacción fue muy estoica. Quizá se rascó la cabeza y siguió inmerso en su silencio pacífico, para luego tomar el librito del Rosario y hacer alguna oración, todo ello después de mostrar algún gesto de leve tristeza en su rostro y decir «Ahhh, qué pesar».

Todavía recuerdo a don Arturo. Siento el olor del trapo húmedo después de frotar las fichas. Escucho su voz menuda, delgada y sus risas, mientras se refiere, respetuosamente, a Toño. Varios amigos del bisabuelo se fueron yendo antes que él y, aunque pareciera que el juego terminaría, no ocurrió así. Los contrincantes variaron, pero no hubo ninguno que llegase, con esa delicadeza y ternura, a limpiar las fichas.

sábado, 20 de mayo de 2023

Vidrioso

 No encontramos a ninguno de nuestros allegados en la sala de espera. El camino recorrido hasta allí se hizo tan prolongado que parecía un viaje eterno, inconcluso, que deseábamos finalizar con urgencia. Los pensamientos angustiosos frente a eso que es inevitable, abundaban; el sentimiento de resignación quería emerger, pero no lograba su cometido —como casi siempre suele ocurrir—.

Nos sentamos en las sillas de la sala, pero a los pocos minutos salió el tío Alberto, el mayor. Se le notaba descompuesto, con los ojos humedecidos; no había podido contener las lágrimas, aunque no las dejó brotar delante de nosotros (quizá lo hizo durante el trayecto entre la habitación y la sala de espera). Él, tan vital, tan jovial y firme en sus buenos ánimos, parecía derrumbarse ante el desalentador pronóstico. Nos saludamos con calma, con un abrazo fraterno, pero suave, sin fuerza, sin agudizar la angustia o la tristeza; impidiendo que el caudal de sollozos reventara. De todos modos, la congoja estaba allí, apoderada del recinto, nos habitaba totalmente. No había un fondo más profundo por tocar.

Ese saludo fue el ritual de intercambio, previo a nuestro ingreso al cuarto. Nos dirigimos con bastante incertidumbre. Cada paso aumentaba la agitación de mi respiración, mientras la banda sonora de mi cabeza estaba ausente y era usurpada por ese otro yo —o esos otros yo— que me bombardeaban con numerosas preguntas y reflexiones. “¿Cómo estará?”; “¿Con qué me voy a encontrar?”; “¿Será esta la despedida?”; “Si mi tío salió así de desencajado, tal vez haya que prepararnos para lo peor”.

Mi hermano ingresó primero a la habitación. Me retrasé unos pocos segundos —no quería llevar la delantera en ese álgido momento—. Había renunciado a hacer algún tipo de aparición “protagónica” (y con eso me refiero, para ese instante, a un partícipe silencioso, casi oculto) en la tarima donde se representaba esa dura escena en la tragicomedia de la cual soy rehén, pero sí, principal, al menos en la versión que me entregaron, sin saber, sin consultármelo. Y era lo mejor, siempre había sido lo mejor. Ojalá muchas actitudes siguieran ese camino.

Con los pocos segundos que pude ganar, logré recargar fuerzas y crucé el umbral. Lo vi rígido, boca arriba, los ojos vidriosos y detenidos, como si miraran a un solo punto, o como si no miraran para ninguna parte; a fin de cuentas, tal vez fuera como eso que llaman “mirada perdida”. Tenía la boca casi abierta. De inmediato, en el cúmulo de pensamientos, en esa competencia voraz de ideas en una mente que no para, ganó una que se hacía evidente en ese panorama: “Está grave, se está muriendo. Qué desolación”.

“Qué contraste”, seguí pensando. “Anoche, prácticamente no podían controlarlo, estaba bastante inquieto y los quejidos a raíz de su fuerte dolor no cesaban. Hoy está casi paralizado, esto se ve muy mal”. Si lo saludábamos, seguro no nos respondería, porque era posible que ni siquiera nos reconocería, tanto a causa de sus aquejamientos como del efecto producido por los calmantes que le habían aplicado. Menos mal no habían tenido que amarrarlo, hubiese sido un acto cruel con él. Lo que sí sabíamos era que pasó una noche terrible y, por ello, recibimos la llamada telefónica en horas de la mañana advirtiéndonos que era mejor “ir a despedirse”.

No recuerdo cuánto tiempo duramos en la habitación, porque la impresión y la congoja —en complicidad con esa memoria fullera— se encargan de dilatar o de contraer los momentos a su antojo. Tal vez salimos pronto. No supe qué decirle, me quedé ahí, al borde derecho de la cama, mirándole; ni siquiera me atreví a tomarle una mano. Solo miré unos instantes.

El camino de retorno a la sala de espera también se hizo lento. Pensé en muchas cosas en un trecho que, realmente, es corto. Le recordé a él, abriendo la puerta de la Casa Grande después de cerciorarse, a través del postigo, que éramos nosotros, los suyos, quienes estábamos tocando para hacerle la visita. Lo vi, nuevamente, atento, desde su sillón enorme, vigilante, pendiente de todos los movimientos en la casa, custodiando el teléfono, observando si en las pilatunas infantiles no hurtábamos los pandequesos en la cocina; obsequiando, con limpia y solemne dedicatoria escrita en algún borde de la prensa, alguno de los periódicos que tuviera temas de interés para nosotros, según sus consideraciones. Y lo hacía bien, nos había analizado totalmente. Luego, viajé con rapidez a otros momentos de incertidumbre que luego me terminarían conduciendo a ese mismo hospital, después de ver a mi papá colgando el teléfono de la casa, con suspiro pesimista, “esta vez no saldrá de esta” y me vi allí, más joven, incrédulo, renuente, refutando en soliloquios esas aseveraciones. Curiosamente, al regresar al presente, mientras me lavaba las manos antes de salir a la sala, emergió mi escepticismo frente a lo evidente, último reducto hasta que no hubiese hechos que sentenciaran, de tajo y sin paliativos, la realidad ineludible.

Mientras tanto, optaríamos por aguardar, un poco más (y despojados del control y sosiego que podía proporcionar un notable sentido de observación, vigilancia y reflexión —que él sí tenía—), en la sala de espera.

jueves, 18 de mayo de 2023

Pulcra incursión escolar

Andaba, como casi siempre, en el paro. Seguía arañando algunos centavos con mis trabajos precarios de escritor fantasma, mensajero, redactor de esquelas con lugares comunes para gente que se fascina con eso, repartidor de publicidad… Casi todo, a fin de cuentas, estaba orientado hacia lo mismo: hacerle oda, así fuese en una versión bien trucha, al dios Hermes (no tanto en lo de ladrón, aunque lo de escritor en la penumbra, despojado del honor, se le aproxima).

Alguno de mis amigos me recomendó en un colegio administrado por la iglesia católica. Debía de presentarme a una entrevista un lunes, a eso de las siete de la mañana y la distancia entre el lugar en que residía hasta la institución era de aproximadamente dos horas. No era muy divertido que digamos, pero, realmente, necesitaba dinero y menguar la inestabilidad que ya estaba incrustada en la carne con tanta violencia que había llegado a considerar entrarle a otros negocios para resolver las necesidades más básicas, o terminaría desapareciendo en el intento.

El día de la entrevista me levanté, con harta dificultad, faltando un cuarto para las cuatro de la mañana. Me duché en tres minutos, con agua fría y, al final, ello terminó despertándome más. No me preocupé mucho por el atuendo. Iba con unos tenis pisahuevos negros sin lavar, un bluyín raído, con huecos que valen más que el mismo pantalón. Aunque este no era de marca, era de los más baratos —incluso adquirido en un mercado de segunda— yo lo terminé de desgastar y le hice los orificios a punta de persistencia, curiosidad e hiperactividad; la camiseta era de esas “chinas”, color gris, sin dibujos, logos o cualquier motivo que se ocurra. Tenía una mancha de aguacate que no pude limpiar, pero me daba igual. Me peinaba con la mano, no le veía sentido a usar peinillas. Incluso llevaba dos meses sin ir a la peluquería, así que el pelo estaba algo largo, tirado hacia el lado derecho, raya precaria en el lado izquierdo de la cabeza.

Luego del prolongado viaje de casi dos horas, que implicó tres transbordos (bus, tren, bus y otro bus), logré llegar al colegio. Tenía, ante mis ojos, un edificio de cuatro niveles con arquitectura muy ajena a los conceptos de belleza desde lo estético. Solo era una caja grande de hormigón que cumplía con el uso destinado; debo decir que más parecía una especie de cárcel, porque los materiales me incitaban a pensarlo así: paredes color gris, descuidadas, con rayones que incluían distintos mensajes (algunos creativos, otros no); ventanas con barrotes redondos, baños con una olímpica fetidez —al menos uno al que entré a orinar—; el patio, el típico patio de colegio: una placa enorme de cemento, sin techo, encerrada por paredes en los cuatro lados; un hueco en el que la luz solar penetraba con dificultad. En una de las paredes estaba ubicada una tienda de lata, de esas que fueron muy comunes en los años novena, proporcionadas por las empresas de refrescos.

Los salones seguían afianzando mi percepción del lugar: baldosas antiguas color rojo, paredes con pintura en decadencia, sillas en precarias condiciones; al menos los tableros ya no eran de pizarra clásica y así la planta docente no seguía haciendo abonos para enfermedades pulmonares amén de la tiza.

La oficina donde me entrevistarían quedaba en el último nivel, el cuarto. Las escaleras para llegar allí eran las de dos tiros, habituales —una vez más— en esta clase de edificios. Llegué puntual. Me recibió la coordinadora académica, una mujer algo madura, quizá unos quince años mayor que yo, de rasgos duros, pero de formas y expresiones suaves. Nos saludamos con un frugal apretón de manos. Sin embargo, decidí archivar los formalismos y me senté de carrizo, mientras apoyaba el codo derecho en el espaldar de la silla. Ella se inquietó, pareció incomodarse.

Comenzó a hablar, me proporcionó un panorama sobre la institución, su importancia para la comunidad y todos esos detalles que invitan al interlocutor a apreciar “la grandeza” del lugar visitado (también son ese tipo de formas de predisponer a los posibles candidatos a laborar, para que valoren, ajenos a la confianza, “la oportunidad”). Su voz me pareció dulce, pero también infundía autoridad y severidad; cada palabra era usada adecuadamente; la intención estaba sustentada o había coherencia entre lo que parecía pensar y lo que quería manifestar. Advertía que no quería profesores ociosos ni pendencieros; alababa la disciplina por encima de todas las cosas.

Después de ese preámbulo bañado en oda a la institucionalidad, comencé a sonreír levemente y no me aguanté las ganas de pedirle un cigarrillo, después de poner mis pies sobre el escritorio que nos separaba durante la entrevista. Noté que se ruborizó, pero, de inmediato, disimuló con maestría. Me negó el cigarro y endureció el tono de su voz, pero continuó la entrevista. Llegó a la típica pregunta de las motivaciones para ejercer el cargo de profesor allí y, sin dejar añorar el cigarrillo y la taza de café, le respondí, a grandes rasgos, con un discurso —muy rebuscado, pero efectivo— sobre la importancia de una disciplina con acompañamiento, paciencia y disposición a escuchar y observar; exalté las bondades de la institución y fingí que había investigado con más detalle al respecto. Todo ello lo dije manteniendo la postura adquirida cuando pedí el cigarrillo, acompañándola con movimientos leves en las manos, mirando a la coordinadora a los ojos con coquetería, expresándole mi interés en tomarme ese café —al menos inicialmente— con ella.

Después de media hora, aproximadamente, la entrevista concluyó con la típica frase “le estaremos avisando”. Ocho días después, estaba firmando el contrato. Trabajé allí un año y un día, cuando vi mejores horizontes, renuncié. La coordinadora y yo tuvimos un affaire cuando llevaba dos meses como profesor. Esa relación se prolongó y dejó de ser “pasajera”, pero también concluyó dos meses después de mi salida del colegio.

Había olvidado comentar que, el día de la entrevista, después de concluir, entró a la oficina otro tipo que esperaba reunión con la coordinadora. Todavía lo recuerdo: un gordito muy engalanado, pulcro, con la ropa planchada rigurosamente: camisa blanca casi totalmente abotonada, pantalón de paño oscuro, zapatos formales bien embetunados y un saco de gamuza muy cuidado color café. Su loción parecía cara e inundó el pasillo. En los pocos segundos que lo observé, lo vi bastante rígido en su actitud y a la vez encorvado en su postura. Aspiraba al mismo cargo que yo y su exceso de seriedad aturdió a la coordinadora; asumió que no era apto para esa labor.


domingo, 14 de mayo de 2023

Renuencia

La secuencia se repite. Estoy casi en el centro del comedor antiguo de madera, que pareciera elaborado con otro material, porque se expande y se expande, se prolonga y se vuelve inmenso, como si fuera dúctil, como si con pellizcarlo y jalar, desde cualquiera de sus partes, se estirara con facilidad. Mi plato también se agranda, pero tiene lo mismo que pido siempre: arroz blanco, con cebolla de rama finamente picada. Lo atiborro de kétchup y ahí comienza inundarme una sensación enorme de placer y de plenitud. De inmediato, un montón de rostros se enfocan en mí; comienzo a tensionarme, parezco cumpliendo una evaluación. Se disloca la escena.

“¿Y yo qué culpa tengo?” Pienso mientras me voy llenando de desesperación, que se va tornando en ofuscación. Les miro a ellos dos y, a la primera oportunidad en que estamos solos, llevo a la oralidad esa pregunta. Se evidencia mi consternación, incluso algo de angustia.

De repente, le encuentro al “otro”; se me hace bastante familiar, pero no le ubico. Incluso, en los innumerables y permanentes zigzags mentales en que vivo, llego a considerar un sinfín de posibilidades y hay una muy loca que prefiero no mencionar (o tal vez lo haga líneas más abajo).

“No es mi culpa, no estoy rehusando a comer esto por mero capricho. No me provoca, no me siento dispuesto, no es de mi gusto”. Simplemente, es eso. No estoy enfermo. No me estoy muriendo, no me estoy atrofiando. Aparto el plato, vacío, disfruté bastante, pero se me arrugó el corazón.

... Vuelven las diatribas.

Otra tarde más, tratando de levantarle el ánimo a ese niño… Lo observo sin que me vea, y me causa bastante impotencia; no sé qué hacer con él. No sé cómo darle el consejo más acertado posible frente a eso que parece trivial, pero que es una cotidianidad que se va tornando en drama (quizá por el exceso de presión, por cierto, innecesaria). De todas formas, él puede volverse desesperante e irritante; a veces no sé cómo mis papás se lo aguantaban. Al principio, no alcanzaba a comprenderlo. En variados momentos me llegué a ver tentado por darle un bofetón o un correazo, a ver si así “agarra carácter”, a ver si así forja criterio. Pero he logrado contenerme, alcanzar la serenidad —incluso hasta llegar a enternecerme con él—. Veo su respiración agitada, su gesticulación, la manera como, prácticamente, dibuja con sus manos cada palabra que expresa y comienzo a reírme, sutilmente, para no achantarlo, para que todo eso que quiere desahogar, fluya. Para que sea él mismo.

Él cree que soy un desconocido o que soy un amigo imaginario, porque los demás no me ven, pero soy, estoy, le hablo, trato de tranquilizarlo y lo voy acompañando. Todavía no comprende el vínculo, somos bastante allegados. Ni siquiera se da cuenta que yo también, a pesar de las tensiones que él mismo me ha generado, logra brindarme enorme tranquilidad cuando voy a buscarlo para seguir observándolo, para seguir recordándolo. Para reconstruirlo, porque parece que hoy, después de tantos años, no está presente como sí lo estuvo en otros tiempos.

 

El ciclo se repite, ese sueño vuelve a cada noche, la mesa se prolonga, las caras afiladas buscan apuñalarme, no es su deseo, pero, en apariencia, al menos en ese instante, así fungen en la película que me invento y que agudizo horas más tarde, hablando conmigo mismo frente al espejo. Más tarde, o incluso ya entre semana, en plena jornada escolar, mientras la profesora explica un montón de cosas que no estoy interesado en entender, comienzo a dibujar monstruos con dientes afilados, con lenguas babosas y puntiagudas también. Es mi distorsión porque me llené de ira y trato de canalizarla.

Vuelvo al comedor, miro alrededor, y me doy cuenta de algo que fui. Trato de tantear, preguntándole a la oscuridad qué seré más adelante.


viernes, 12 de mayo de 2023

Bordeando

 Principio y fin de todo… En ese instante, con el amasijo de sentimientos y sensaciones que estaban circulando en mí —que a hoy parece lejano e incluso una mera ilusión que no ocurrió— podía sintetizar ese espacio en el que estaba navegando de manera vertiginosa. En eso se había convertido la cama en la que estábamos extendiendo la convergencia, nuestra dualidad.

Aún con la ropa puesta, reptaba torpemente, pero con una extraña liviandad sobre Ella, quien, por supuesto, no estaba inmóvil, aunque su sensación de evidente pánico, mezclado con ternura y dulzura, se había apoderado de toda la habitación. Las caricias se agotaron tanto que cada roce parecía una fusión viscosa de dos entes otrora ajenos.

Sus ojos claros manifestaban el deseo de detener el tiempo, sin mirar adelante o atrás, sin pensar en el pasado ni en el futuro. Ese presente tenía que ser estático y ambos teníamos que congelarnos allí o que la escena se repitiera eternamente. En algún momento creí palidecer y perder la noción de mí; comencé a marearme y creí que estaba escapando de mi propio cuerpo, de mí mismo, en su totalidad. Pero era tal el espectáculo de observar con tanto detalle sus ojos, que no me había enterado que estaba tratando de llegar a su ser y casi estaba entrando allí.

No eran dos cuerpos. Eran dos almas que estaban intentando establecer contacto. Por eso el tiempo y todo alrededor parecían desaparecer. El entorno se iba derritiendo y emergía una bruma cálida y de sublime aroma, indescriptible en palabras terrenales.

Desde el principio (incluso desde la primera oportunidad, tiempo atrás), los labios de ambos se venían juntando en la danza almibarada que suponía ese preámbulo de la dual fusión. Yo comencé a alternar y, con una lentitud incuantificable, fui bajando por su cuello, con besos más suaves aún. Ella, mientras tanto, seguía evidenciando la amalgama del miedo y la pasión. Ambos éramos parte de lo mismo, presas, esclavos, a la vez privilegiados de algo que no resistía explicación razonable.

Fui bajando un poco más allá del cuello y, de repente, sentí un remezón brusco que me expulsó del viaje, con tal violencia que sentí perder los arrestos y creí que la vida se extinguiría casi de inmediato. Era la colisión aciaga entre el mundo que podíamos construir y el existente.

... Era la condena de un presente abandonado.

Reflejo-sinsentido

El escenario se antojaba interesante, pero había algunos elementos que lo impregnaban de tedio y sopor en pleno mediodía hirviente y soporífero: una televisión encendida, sintonizada en el canal de las noticias, que terminaban repitiendo lo mismo de todos los días. “Todo está mal, ¿para qué carajos tenemos el televisor en este canal?”, pensaba Él, mientras miraba, con ansiedad, hacia la pantalla, aparentemente concentrado, pero, en realidad, jugando al zigzag de un sinfín de posibilidades.

Estaba con Ella. Ambos se encontraban recostados en una cama prestada, la de la madre del anfitrión de la casa a la que concurrió el grupo de jóvenes, conformado por cuatro personas: tres hombres y una mujer. Ella y Él, de repente, se habían quedado solos en esa habitación, bajo la complicidad adolescente de los dos amigos restantes. Mientras ellos tomaban gaseosa afuera, Ella y Él jugaban a las pesas con el silencio, que, amigo de la expectativa, la tensión y la incertidumbre, se iba tornando más y más denso. Él estaba al lado izquierdo, ella, en el derecho.

Ambos se gustaban. Él comenzó a jugar, en su mente, con las variables, con lo que podría pasar a consecuencia de x o y acción. Ella también imaginaba y algo de impaciencia la iba controlando, aunque no lo evidenciaba. “Este es como lento”, pensaba. Él comenzó a tantear de forma errada, ni sabía qué tema era el adecuado para llegar a lo que los dos deseaban. Sin embargo, en un momento del confuso camino, él decidió dejar de lado su expectativa. No se hizo más preguntas, su protector interior le insufló enorme serenidad, y procedió…

- ¿Y entonces? – preguntó Él con suavidad, mientras una sonrisa leve que inspiraba paz y tranquilidad se iba dibujando en su rostro, a la par que se giraba y apoyaba su codo derecho sobre la almohada. Giró la cabeza para mirarla a Ella a los ojos – No creo que estemos divirtiéndonos con este noticiero… -.

Cada palabra que él emitía tenía una seguridad incuestionable. Su voz, demasiado estentórea para sus escasos diecisiete años, afianzaba lo anterior. No le hablaba a Ella con énfasis, más bien lo hacía con suavidad y dulzura. Antes de terminar de hablar en ese momento, fue moviendo levemente su mano izquierda y, con las yemas de sus dedos fue rozando con suavidad la mano izquierda de Ella, subiendo, lentamente, por la parte superior de su antebrazo.

- Yo realmente prefiero contemplarte y, por qué no, atreverme, arriesgarme – continuó Él, sin desentonar, y subió su mano hasta la mejilla izquierda de Ella, para acariciarla con lentitud. Después, acercó su rostro y, con la misma lentitud y suavidad, besó sus labios.

Ella no se rehusó. Inesperadamente, Ella, quien era más avezada en esas lides, no tuvo palabras para responder a lo que Él había dicho y hecho; su respuesta fue mejor que anclarse en comentarios sobre el noticiero, el cual iba concluyendo y, luego de varios besos acalorados y convergentes, la concurrencia se reagrupó, porque los dos amigos restantes retornaron a la casa.

La tarde era bastante cálida, pero Él, minutos más tarde, mientras bajaba por la prolongada calle, rumbo a su hogar, sentía tanta frescura y sosiego que no se percataba del entorno. Sus amigos esperaban historias de lo ocurrido, pero Él no dio detalles. “Nos quedamos viendo noticias y ya, nada más”. Ellos indagarían, y Ella tal vez lo contaría, tal vez no. 

Búmeran del ego

 De lejos, les veía. Andaban bien emparejados. Ella, abrazándole a él con una ternura de ficción, pero impecablemente presentada. Él, frugal, tranquilo, impasible. “Con ínfulas de ganador el malparido”, pensaba yo. Parecía exhibir aires de suficiencia, como si fuera rutina, libreto harto memorizado en la obra de su existencia.

Había tenido mi oportunidad antes, pero mi mente, en el momento oportuno, decidió jugar a perderse en laberintos intrincados (cuya salida solo encontraría años después —y con comodines de ayuda, para empeorar—). Mi cuerpo, ni corto ni perezoso, le siguió, entusiasta —o ¿más bien con marcada pasividad?—, la genial idea. Esa imposibilidad iría derivando en frustración, en mordaz autocrítica que terminaba siendo castigo, laceración de mí. La autoestima menguaba vertiginosamente.

Derrotado, con mis sentimientos por ella aún nadando en mi ser, la divisaba a lo lejos, caminando por el extenso patio del colegio, tomada de la mano con él. Mis amigos me acompañaron con solidaridad en esos días: el gordo Clavijo mostraba cierta compasión —no lástima—, comprendía toda la situación perfectamente, porque era de mi misma liga de impedidos para concretar lo lograble. “Ella se lo pierde”; “es degenerada, no importa”, decía, aunque eso último no es argumento, merece invalidarse… Lo primero tampoco, porque no sirve subirse el ego bajo ningún caso, ni menos cuando el amor propio va rodando, cuesta abajo.

El flaco López, por su parte, era más rígido y lanzaba cierta ponzoña, mezclada con un sentimiento compartido de frustración: “Roncaste, sos un inepto”; “No importa, esas cosas pasan. En otra oportunidad será”. El negro Pérez, con sus exagerados ademanes que lo hacían parecer actor itinerante, sazonaba el drama y lo volvía comedia a través de sus comentarios burlescos: “sóbame la espalda, sóbame la espalda”, aludiendo a otro suceso en que exhibí mi lerdez, con la sensual Alcira, quien insinuaba el deseo de concretar algo conmigo, pero yo, estupefacto, no daba los pasos adecuados.

Me reía ante las ocurrencias de Pérez, desconcertado. “Este hijo de puta”, le respondía, en tomo de charada, no era un insulto. Luego, me sentía algo molesto y me castigaba aun más. “Sí, ya sé, ya sé, soy lento, estoy quedado”. También miraba a Alcira, a lo lejos: hermosa, glamurosa, coqueta, ingeniosa, sincera (no escondía sus intereses ni aspiraciones)… Tiempo después, terminaría siendo novia de aquel, el mismo de los aires de suficiencia. Yolima y Alcira compartieron al personaje. Él era consciente de la situación. Ellas aprovechaban su intelecto avezado para avanzar en el cumplimiento de los requisitos académicos en aquellos tiempos de colegio, ad portas a los grados de bachillerato. Ellas confluyeron hacia lo íntimo con él a cambio de ver realizadas las tareas más complejas, exigidas por sus profesores y profesoras.

Las juzgué en esos días; también le reduje a él su valía. Pero todo surgía desde un resentimiento alimentado por la sorda impotencia, por los remordimientos frente a las acciones truncas, a los viajes no emprendidos, a las carreras ni siquiera iniciadas. Buscaba atacar a quienes no eran responsables, tenía la ballesta apuntando hacia la diana equivocada; lanzaba mis ganchos a los sacos de arena equivocados. Era un derrotado, ni siquiera por otro, porque nunca consideré la competencia en momento alguno. Yo mismo me había liquidado una y otra vez.

Como consuelo, un día, ya muy resignado a esa suerte, las vi cada vez más lejanas, no las anhelaba ni lamenté más esas imposibilidades.

La buena fama de pasillo no había tenido un solo capítulo. Era una sucesión de acontecimientos que se prolongarían durante un poco más de tiempo.

Antesala promisoria

El equipo había ganado el partido, con un estadio cuya ocupación superó el aforo máximo permitido (vendieron más boletería, aprovechando el momento “histórico” que se atravesaba y, seguramente, las falsificadas también abundaban). Era una noche de mayo, lluviosa, y en los 90 minutos de la contienda deportiva no paró de llover. Nos mojamos, quedamos afónicos, pero también inundados de dicha. A la salida, entramos a una de tantas carpas aledañas al estadio, en las que venden licor y ponen música. Era meritorio celebrar la gesta del equipo amado. De mis cercanos, habíamos concurrido cuatro personas. Yo era el menor del grupo; los demás, “mis adultos responsables”.

Pedimos aguardiente; los pasabocas eran pedazos de naranja y crispetas. Entre la variada música, sonaban algunos temas del novedoso reguetón, sobre el cual varios pensábamos, en aquellos días, que sería moda pasajera. En algún momento de la noche, aparecieron dos bellas, jóvenes y esbeltas morenas, con las que entablamos conversación.

En algún momento, ya cada vez más difuminado el horizonte interior —amén del caluroso aguardiente que entraba dando codazos por la garganta y seguía así su desplazamiento por el pecho—, salí a bailar. Yo, entonces dieciseisañero, alumno deficiente en esa materia, “dos pies izquierdos”, terminé bamboleándome al son de varias piezas musicales. De las dos jóvenes, había una más trigueña que morena. Fue surgiendo la empatía; íbamos conversando, levemente (y hasta donde el volumen de la música lo permitía) de distintos temas.

Terminamos estrechándonos, en la pista, al son de algún reguetón y sentí la posibilidad de lanzarme a algo más. Tanteé y no emergió problema alguno, en inicio. Avancé, delicadamente, rozando con los dedos la cintura, susurrando levemente al oído de ella, mientras daba la espalda en algún momento de la danza. La humedad tropical trascendía, se sentía el ruido leve de la lluvia mojabobos cayendo sobre el techo de lona. El piso estaba levemente fangoso. Íbamos bajando en el zarandeo bailarín, con cadencia, con lentitud, como meciéndonos levemente. Seguí titubeando y la parálisis ganó la partida.

Ya eran las dos de la mañana y, en esta enorme parroquia latinoamericana, era hora de cierre. Logramos conseguir el taxi de retorno a casa. En el camino —y por un buen tiempo— me quedé recordando ese éxtasis de una antesala promisoria, con una danza no concluida.

jueves, 11 de mayo de 2023

Encallada en segundo-tercer capítulo

Éramos muy jóvenes entonces. Yo ni llegaba a los veinte. Entonces estábamos en una etapa bien hormonal. Plan vacaciones en un pueblo húmedo, porteño, que bordea un caudaloso río de aguas color café con leche (lo habitual); de calles precarias y polvorientas, donde te das un duchazo para mitigar el bochorno y salís sudando. Los ventiladores de techo, esos que se ubican en las vigas, con sus enormes aspas y su lento girar —siempre me recuerdan algún restaurante de comidas rápidas genérico en el centro donde su movimiento arrulla la espera del pedido— son inútiles allí, solo ocasionan un consumo innecesario de energía eléctrica, porque no mitigan el sofocante calor.

Enrique tenía familia en el pueblo y me invitó a pasar unos días allá. Sus parientes fueron muy hospitalarios y todo fluyó bien. En vísperas del regreso, él y yo salimos a comer papas fritas y después a beber el licor que se atravesara, además de buscar alguna clase de encuentro con mujeres, a la larga, el deseo de copular —que nunca había ocurrido en mi caso— era latente y pensaba que daba igual cómo ocurriera, con tal de que se lograra.

Las papas fritas estuvieron de rechupete, las llené de salsa de tomate y salsa rosada. Una bebida de leche achocolatada era el acompañamiento. Una vez culminamos la comida, nos fuimos a tomar cerveza.

La búsqueda de mujeres ni siquiera inició. Tal vez hubo desinterés, además del ajustado presupuesto —o ¿el orden de los factores no alteraría el resultado en ese caso?—, pero no hubo ni siquiera intentos —forzados o no— de cortejo con las lugareñas, o con quienes fuera posible.  A eso de la una de la mañana y después de unas cinco o seis cervezas, decidimos tomar rumbo hacia la casa de los anfitriones locales pero, en el camino, hubo cambio de planes: los estertores, consecuencia de la exótica mezcla de comidas y líquidos, asaltaron nuestro pleno transitar por el pueblo y nos obligaron a buscar algún lugar en el cual superar el curso azaroso de los alimentos procesados.

Por azares de la vida, un primo de Enrique estaba vigilando un edificio de la administración pública, concretamente uno en el que se albergan niños sin hogar o cuyas familias tienen diferentes dificultades. Urgidos, ingresamos allí. Nos facilitaron los baños, pero los únicos disponibles contaban con sanitarios pequeños, precisamente para los ocupantes de rutina. Hubo que hacer malabarismo, cual águila en vara de loro, para poder dar curso a la urgencia fisiológica. Para adornar aun más la escena, no había puertas para cada sanitario y al frente de todos se imponía un espejo enorme. Enrique y yo terminamos casi viéndonos las partes en ese pintoresco momento.

Finalizado el ritual de “hacer la plastilina humana”, decidimos dormir en el mismo edificio; era tarde y consideramos peligroso seguir el camino hacia la casa. El “vigilante” nos facilitó unas colchonetas y nos ubicó en una oficina, tal vez la del director de la sede. Al principio no dormimos, pues había un televisor con un sistema de numerosos canales. En uno de tantos, emergían las imágenes explícitas de parejas y grupos asistiendo a la cópula editada que, en esencia, es el porno. Enrique abrió los ojos con inquietud, yo miré de reojo y reí ante la ironía del buen uso que se les da a los recursos públicos para pagar un canal que, por lo general, es privado y de cuota adicional. Luego, me acomodé de lado para intentar dormir.

Esa noche sí se mitigaron las alteradas hormonas, pero no como se esperaba. Nada trascendental ocurrió y se salvó la reputación al no terminar regando —con la lentitud pegajosa que ocasiona la temperatura de un pueblo como el descrito— otros fluidos y sustancias mientras se andaba a paso acelerado en medio de la noche.

jueves, 20 de abril de 2023

En la luz

Te vi. Otra vez te levantaste de la cama a las 3 de la mañana. Esos pensamientos pesados te siguen generando inquietud, otras veces consternación e incluso angustia. Lo bueno es que terminas preparando un caldo de ideas diversas, porque también se te ocurren cosas muy divertidas… Entonces menguas la que, en inicio, puede ser una situación preocupante.

De lo contrario, creo que ya habrías perdido la cabeza.

Te sigo lentamente, en la penumbra. Trato de acompañarte para que no tropieces ni te vayas de bruces, para que no te hagas daño, o al menos para que las posibles colisiones no sean tan graves. Te aconsejo de distintas formas: “no te levantes de golpe, por ahí dicen que así se puede ocasionar un infarto o algún ACV”; “toma algo de agua”; “a pesar de que tienes mucho sueño, hay que lavarse las manos, luego te rascas los ojos con la salecita de la pija y eso puede derivar en infecciones”; “despacio, no hay luz, cuidado”; “calma, ¿cuál es el acelere?”. Y así, varias fórmulas aparentemente “comunes” hacen parte del recetario que intento aplicarte en la cotidianidad.

Sin embargo, no puedo —ni debo— intervenir totalmente. Es inevitable que te estrelles de frente con situaciones críticas. He corrido, desesperado (¡qué ironía!), buscando anticiparme, pero no siempre ha sido posible. Y entonces te veo allí, aturdido, desconcertado, presa de la desazón… Arrepentido, incluso. Y no tengo nada qué decir. No hay nada por decir. Y lo sabes, cuando preguntas sabes que no responderé, que solo te expondré mis reflexiones tiempo después, si y solo si sabes hacer las preguntas adecuadas. Además, debes de estar sosegado cuando las formules, porque así podrás hallar, en compensación, mis respuestas adecuadas.

Parezco arrogante, pero no es eso. Cuánto quisiera ayudarte más y mejor, pero las cosas no funcionan así. No puedo hacerte todo el trabajo, necesito que procedas, sin perder de vista, claro está, todo lo que hemos hablado antes, las discusiones sostenidas y, sobre todo, esos momentos críticos por los que ya has pasado, en los que hemos estado involucrados.

Sé que me has cuestionado bastante, pero también sé cuán satisfecho te sientes. Sé que en los últimos años, tu valoración de las cosas se ha transformado y el lente a través del cual observas lo acontecido también es distinto. Mi compañía, “distante” e “imperceptible” en esos instantes, también se te ha revelado, la descifraste… Eso ya es alentador.

Veo cuánto te has castigado, pero me alegra que comprendas que, finalmente, la sencillez no es uno de tus valores; asumo esos hallazgos como un homenaje que me estás haciendo y que jamás será tardío, así te hayas engañado creyendo que llegas tarde a reconocer tus pasos, a seguir tus huellas duplicadas y a avizorar los próximos pasos que igualmente, siempre estarán duplicados.

Pero ambos, en todo caso, son tuyos, ni siquiera son míos.


martes, 18 de abril de 2023

Acechador

 Después de tantos años, Tomás se había dado cuenta que Él siempre estuvo detrás de todo, anticipando cada movimiento, influyendo en las decisiones que fuera a tomar. Logró verlo porque giró su cabeza para mirar, por un instante, hacia atrás. Y lo encontró, de inmediato. Pálido, de rasgos demasiado duros: ojeras pronunciadas, labios secos, cuello rígido, manos huesudas y dedos largos y finos, ladinos, de alguien habilidoso…

Tomás vio que Él, sin ruido, imperceptible, había estado muchos años siguiéndole de cerca. Durante mucho tiempo tuvo dudas, creía haberlo visto antes, pero se resistía a esa macabra idea. Ocurrió que Él se volvió bastante cotidiano, constante y rutinario; por ello, obvió su presencia, aunque ello no le restó la cada vez más creciente gravedad al asunto: Tomás le seguía escuchando y, para empeorar, atendía, sin reparos, cada uno de sus comentarios, sin cuestionarle.

En su ejercicio de introspección, Tomás recordó haberle visto meses atrás, parado casi en medio de la calle ancha, a diez cuadras de la casa, cerca del café donde departe regularmente. Nadie lo veía, pero Tomás sí, aunque por alguna extraña razón, había bloqueado ese recuerdo en el que lo vio a varios metros detrás de él. Mientras andaba con su paso acelerado y patiabierto —algo muy típico— y navegaba en sus soliloquios, recordándose “la postura adecuada”, repitiéndose su regaño trillado, “tengo que andar derecho, nada de encorvarme”, Él también caminaba algo cerca, con su ponzoña, instigando a la quietud, a la parálisis, a un sopor que arrulla de forma mortífera, con la angustia como tonada de fondo.

Esa fue la revelación que comenzó a darle sosiego a Tomás. Por tarde que fuera, se había percatado y ello podría darle ventaja, tanto para evitarle totalmente como para confrontarle. Quizá lo segundo fuese lo más conveniente, porque, de todas formas, Él no se iría, por mucho que Tomás le insistiera, por muchos recursos de los que pudiera valerse para que desapareciera y no molestara más. Al fin y al cabo, Tomás no había incluido en sus planes la eliminación rotunda de Él, porque no era su estilo, por mucho pánico que pudiera estar sintiendo… Prefería menguarle sin perderlo de vista. Él tenía como ventaja la capacidad de ver a su presa y acosarle sin que Tomás —o alguna otra de sus víctimas— se enterara de su presencia, especialmente cuando hay desconcentración y se pierde la noción del entorno. Para empeorar la situación, Él, a la distancia —por enorme que sea—, podía observar y ver venir a quien osara acercársele, sin importar el nivel de cautela que se manejara; no se desconcentraba y su visión era panorámica, sí que conocía a sus objetivos.

No obstante, podría ser sorprendido. Siempre hay un punto ciego, nada es inmutable.

viernes, 7 de abril de 2023

Prejuiciosa estupefacción

 Y estaba ella, con su hermosura y glamur, en una universidad pública que de eso, poquito (más bien es semiprivada). Saludo escueto, altivez predominante, desdén hacia el interlocutor que la saludaba con cierta alegría, por considerarla una conocida de casi toda la vida. Ante mis intentos por romper el hielo, por buscar una interacción amena, ella respondía con cierta arrogancia y finalizaba la conversación con un gesto discriminatorio en clave de “váyase”, como si yo fuese uno de sus subordinados en su aristocrática vida (pobres empleados o entorno laboral, los de esta princesa criolla).

Y entonces, años después, estaba yo ahí, en uno de esos trágicos momentos con el rol de ghostwriter a cuestas. De algún modo, ella consiguió mi número telefónico; me sorprendí al escuchar su voz, pero no me hice ilusiones ni fantasías románticas —algo otrora típico en mí—; solo me quedé esperando la razón de la llamada. No era otra más que “honrar” mi sombrío pasaje por ese sector subterráneo, fangoso, maloliente e ignorado de la academia. Necesitaba que alguien le redactara un trabajo académico “crucial” en las previas a su ritual de bautismo profesional, el mismo al que hemos asistido la mayoría de quienes culminamos algún currículo universitario.

Accedí a su solicitud. Quedamos de encontrarnos en la universidad un jueves en la mañana, para puntualizar la información que debería de ir en el texto del que yo me haría cargo. Relativamente, fue fácil. Era un tema que escapaba a mis conocimientos, pero posteriormente pude resolverlo y, cabe anticipar también, ella fue responsable a la hora de pagar por la labor realizada.

Lo particular de esta historia ocurrió esa misma mañana. Mientras conversábamos, por mera curiosidad, le pregunté sobre su interés por la lectura a lo que ella, típico de su actitud enormemente humilde, respondió, tajantemente: “Ay no, yo detesto leer y escribir”. Trastabillé (en sentido figurado) y, en medio de mi estéril estupefacción (demasiados prejuicios de mi parte, es menester reconocerlo) no me resistí a añadir otra pregunta, que iba más por el lado de lo afirmativo: “Bueno, pero te informas leyendo prensa o algo similar”… Su respuesta fue una solapada reiteración a lo anterior. Pero ya la impresión se había marcado.

Creo que el cúmulo de sensaciones en mí, durante ese lapso, fue muy similar a aquella tarde gélida en que casi sufro una baja de presión arterial y me lanzo de un carro en movimiento, tras escuchar a alguien justificando las conductas acaparadoras de algunas vacas sagradas frente a ciertas becas que mejor le caerían a un aspirante que sí requiriese el dinero. Ese alguien estaba inundado de precariedades materiales —deudas y demás—… Por eso el desconcierto frente a tamaña contradicción.

Pero esa es otra historia, un día de estos intento relatarla.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Viernes álgido en el 97

«¿Qué estás diciendo de mi papá? ¿Vos qué sabés? No sabés nada, no te metás ahí, no sabés por las que estoy pasando»… O algo similar, fue lo que dijo el compañero, rollizo (y, a pesar de su tragedia personal, imponente). Había recibido una injusta afrenta, proveniente de un irrespetuoso ignorante al cual le pareció divertido burlarse del infortunio por el que estaba pasando el gordo M.

Yo estaba ahí. Presencié esa desagradable incitación y la fuerte reacción del agraviado. No éramos amigos, pero, por alguna razón, quizá por solidaridad, por impotencia, por ganas de acompañarle en ese momento tan álgido, estuve un poco más cercano a él durante varios de los días posteriores a la calamidad.

No recuerdo con detalle la causa de las palabras burlescas y despectivas que profirió el mono-blancuzco-trompón y ojos de gato, cara de ruin derrotado y miserable —así lo designé desde entonces, pero, realmente, lo reconocía de tiempo atrás en el colegio—. Creo que fue el mero resultado de uno de esos “choques” físicos que ocurren en algunos tumultos, me tropiezo con alguien, choco mi hombro con el de otra persona, etcétera. Esto pasó en la hora del descanso, alrededor de las 3:30pm, quizá un viernes, en el patio inferior. El gordo M. tuvo un roce menor con ese mono, el cual dijo algo así como «por eso fue que le pasó lo que le pasó a su papá». Y he ahí la reacción del gordo. Alzó su voz y profirió las palabras ya mencionadas; su alteración era enorme y, de nuevo, casi lloraba a los gritos, pero, en esta ocasión, fue más un tono de increpación, de reclamo.

Tercié. Me metí en medio de ambos, tomé al gordo M. por uno de sus hombros y le dije «tranquilo hermano, no vale la pena» y miré, con desdén, al mono, «este no vale la pena». Me quedé con él durante el resto del descanso. Me provocaba meterle un puñetazo al mono (ya lo había hecho, ese mismo año, con otro compañero, por una causa trivial que no me enorgullece, pero que era válida), surgieron deseos malos y trabajé en reprimirlos o mejor, en anularlos totalmente. Así culminó el descanso, nos quedamos en silencio, el gordo M. y yo.


***


Hay días en que me acuerdo del «gordo M.», Jefferson, Jefersson, Jeferson —o como se escriba en nuestras adaptaciones locales— y esa tarde trágica de viernes escolar, pleno 97, en que su madre apareció en el colegio y, sin atravesar la puerta del salón, harto acongojada, le dio la pésima noticia. «Mataron a su papá». Quienes estábamos allí nos desencajamos; el impacto fue notable. Todo el grupo cayó ensombrecido por una tristeza y sensación de pánico indescriptibles. Algunas personas lloraron, otras quedamos paralizadas, con la mente en cualquier parte, menos en esas responsabilidades cotidianas inmediatas del aula. Por supuesto, todo fue peor para él, quien salió del recinto llorando y gritando. Pensé en mi familia, me puse en el lugar del compañero… Me acerqué un poco a su sentir. El sentimiento de desolación se hizo enorme y, todavía, tantos años después de ese acontecimiento, a veces me invade esa algidez.

Finalizado el 97, nunca más volví a ver al gordo M. Pero lo he recordado en distintos momentos de mi trasegar. He esperado —y deseado— que la tranquilidad haya llegado a él, que haya podido concretar los proyectos personales que fuesen surgiendo en su camino.


sábado, 29 de octubre de 2022

Libreto frívolo (e ingenuo)

 «El Calla»

«El Calla» es eso, un personaje que interrumpe, sin relevancia ni consistencia, la posibilidad de interacciones más profundas. No las busca, de todas formas; no le interesa llegar a ello, a no ser, claro, que el amor y sus complejidades, lo atropellen. «Calla», le susurra a la dama, posterior a un siseo prefabricado, aparentemente tierno y «sensual»; ha puesto alguno de sus dedos índices en los labios de ella. No deja de exponer su pasión, controlada, en inicio, camuflada en una pose cariñosa.

El Calla también puede escribir, parcialmente. Se vale, por lo general, de un «garrapateo» con frases y lugares comunes sobre el amor, pero sabe valerse de ese material para llegar a donde desea. Incluye, por supuesto, canciones, especialmente las que estén de moda y que pueden condensar ese «sentir».

«Ahhhh, es que son muy bobitas», cuenta El Calla, días después, gaseosa en una mano, arepa con una rodaja gruesa de salchichón en la otra, mientras sus amigos lo escuchan. Resuena la carcajada colectiva. Ya cayó otra callada. ¿Cuántas irán en la cuenta? Luego, ofrece detalles de su nueva conquista, mientras los demás, feligreses perdedores en esa religión malsana, siguen a su pastor con enorme devoción. Quieren aprender, pero reprueban las lecciones. Algunos también se van transformando en callas, lo consiguen y se jactan de ello, posteriormente. Difundirán la palabra entre sus diferentes círculos.

El Calla tiene novia. Es una compañera de otro grupo en el colegio. Ambos tienen catorce años. Ella lo busca con bastante insistencia, lo espera al salir de clases y quiere que se mantengan juntos. En la manera como lo mira, es evidente que está muy interesada en él, o peor, se está enamorando. Él parece estar incómodo, pero sabe disimular, al menos con ella, porque quienes realmente le conocen pueden identificar, sin mucho análisis, la actitud de él. Por supuesto, la novia también hace parte de las historias que enorgullecen a El Calla y que divierten a sus amigos.


El «héroe»

Hay alguien en ese grupo que no se adhiere a las maneras de los callas. Se considera buen amigo de El Calla, pero ajeno a su conducta. Observa con disimulada desaprobación, no concursa en el espectáculo de carcajadas ante las anécdotas del pintoresco y ordinario donjuán. A ese allegado le llamaremos J.

Meses después, El Calla ha terminado su relación con la novia (pongámosle, por nombre, L.). Nunca se la tomó en serio. A pesar de que J. ha sido un amigo cercano, nunca conoció a L., no se la habían presentado, pero, una tarde, se conocieron formalmente. Hubo cierta química; la comunicación entre ambos fluyó y él le pidió el número telefónico, el cual ella le proporcionó. Conversaban con frecuencia y las sesiones eran largas. J. comenzó a interesarse en ella en un plano posterior al amistoso.

Una de tantas noches de conversación telefónica, J. terminó revelándole sus sentimientos a L. Ella declinó su proposición de «trascender» la amistad; estaba afectada por la ruptura reciente con El Calla. J. insistió y, su argumento principal fue prometerle una mejor relación que la anterior, en la que su tristeza se borraría. Tenemos, entonces, un héroe, presto a «rescatar» a una dama en dificultades. Una pose bastante admirable, si no fuera porque realmente es evidencia de una candidez gigantesca, imbuida de unos enormes aires de suficiencia y una voluntad impositora que no trae nada bueno. Esa noche, en vez de «avanzar», comenzó a deteriorarse la relación entre J. y L., sin que ambos se percatasen, al menos en ese momento.

Días después, en época de vacaciones, J. volvería a insistir con su propuesta, la que expuso desde una cabina telefónica, a muchos kilómetros de distancia de la ciudad que ambos compartían. L. le respondería igual, «solo amigos». «Él te hizo daño, no te aferres más a eso, yo te demostraré que puedes superarlo». Ella no aceptó y J. decidió no insistir más, pero la situación se tornó incómoda para él, cuando, un par de semanas más tarde, al retornar a las actividades escolares, gran parte de los compañeros y compañeras de J. y El Calla sabían con detalles sobre la propuesta que el primero hizo a L. Nuestro caballero —otrora «heroico salvador» de damas «desafortunadas en el amor»— no solo se sintió abrumado, sino ridículo y fracasado y emergió en él la rabia con ella. Asumió que le había contado a varias personas, pero, su error de ingenua fue confiarle esa declaración de J. a El Calla quien, divertido y lenguaraz, fue el difusor del acontecimiento.

J. renegó de L., incluso la evitó durante varios días, hasta que, una tarde, supo la verdad. Entonces le ofreció disculpas y decidió ser otro callado, indirectamente, a consecuencia de las piruetas de su amigo El Calla. Nunca le reclamó a él, optó por un silencio que acrecentó su aversión al proceder de ese personaje. Se fue distanciando poco a poco.


Epílogo

L. siguió bastante aferrada a El Calla. Un par de años después, confluyeron en su primer encuentro sexual. Ella, entregada, él, explorando su virilidad adolescente. No había noviazgo, él seguía cortejando a distintas mujeres. En esos días conversó un poco con J. y, henchido de orgullo, le contó lo ocurrido. «Le quité el duro a L., papá. Esa vieja está enamorada, hasta dice que no le importa que yo esté con varias mujeres a la vez». J. había superado esa historia con L., pero no dejó de lamentar que ella aún fuera presa de un sentimiento tan fuerte hacia alguien como el personaje central de nuestra historia.

En alguna oportunidad, J. vio a El Calla escribiendo una carta para otra mujer. Él sabía, parcialmente, quién era la destinataria. Entonces, le preguntó «¿Es para la que tanto te gusta?» y remató «Vos estás enamorado de ella, ¿cierto? El Calla afirmó y luego contó que ella le había rechazado un intento de beso (la maniobra prefabricada no dio resultado y sí, nuestro protagonista tenía unos sentimientos más fuertes por la joven recién mencionada).

En J. pareció emerger un malsano placer, mezclado con una curiosidad que rayaba en lo morboso. «Y, ¿lloraste?». El Calla respondió «Sí. Claro». En esta oportunidad, fue sincero.


jueves, 27 de octubre de 2022

Reprimenda a un «bellaco»

«Oh bellaco, hoy te escribo, a riesgo de que ni siquiera te enteres. Mi epístola es anacrónica, te la he enviado demasiado tarde y, de todas formas, de lectura, prosa, verso y reflexiones, poco sabes. No atendiste mis consejos antes, menos lo harás ahora. Eres ducho en la batalla, certero en las armas; tus sablazos son profundos y las heridas causadas, de muerte.

¿Estás, acaso, orgulloso de ello? Yo no, lo lamento cada vez que me llegan las noticias relativas a tus nuevas «gestas». Me llegan tarde, amén del tiempo y la distancia que separa nuestras comarcas. En caso contrario, ya hubiese tomado mis bártulos para aleccionarte. Y lo he intentado, esta no es mi primera carta, pero veo que no llegan. El emisario muere en el camino, lo secuestran, se accidenta, enferma, o se embriaga en cualquier bar y la misiva se extravía.

Eres un salteador indigno, abusas de la inocencia de quienes convergen en tu camino. Te lo dije al principio, cuando pudimos hablar un poco, pero no atendiste. Te lo reitero, aunque, seguramente, esta nota te llegará tarde, pero ojalá no sea en el ocaso de tu trasegar y, aunque en el instante en que la leas te halles lacerado por las justas heridas que han compensado tu vileza, sirvan mis comentarios para que emprendas un nuevo camino, en el que tu oficio cambie y lo que reste sea, para ti y quienes tengan la oportunidad de coincidir contigo, algo pleno y fructífero.

Mi querido bellaco, no lo olvides: deja de aletargar a los demás, lo haces con tus incursiones, erras nuevamente y lo sabes, pero te empecinas en un deseo al que privaste de la sensatez. Conviértete en otra cosa y así tu honra, la tuya, contigo mismo, tendrá validez y sentido.

Espero que esta misiva te llegue, lo deseo, con toda la fuerza de mi corazón. El emisario, en esta oportunidad, es el señor gordito que te vende buñuelos por la mañana, esos que tanto te gustan, con Coca-Cola, que está a setecientos pesos todavía (¡oh sorpresa!). Te la va a entregar y después de que la leas le das, por favor, unos dos mil pesos. Tal vez para él no signifique nada, pero entenderá. Y tú también entenderás que estás haciendo el ridículo, por no sosegarte y seguir el drama.»

sábado, 15 de octubre de 2022

El televisor en la caneca

Por allá en el 96, el tío con el que vivíamos en la casa del bisabuelo decidió, de una manera intempestiva, irse. No dio razones de peso, simplemente “quería independizarse”. La manera en que lo comunicó fue algo grosera y los días previos a su marcha, tensos. No le dirigía la palabra a mis papás y era distante con el bisabuelo. No entendíamos.

Mientras tanto, yo, con nueve años de edad, observaba la situación. La inquietud, mezclada con pesar, era latente. «¿Por qué se va a ir el tío? ¿Qué pasó?». No obstante, en esos mismos días, el panorama se fue aclarando para mí. Él se iba porque se fastidió con los habitantes de la casa, porque comenzó a madurar la idea de que entre nosotros «le estábamos robando» o, tarde que temprano «le robaríamos». El abuelo, su papá, había fallecido varios meses antes y, desde entonces, algo fue cambiando en él.

Recuerdo los otros tiempos. Los «buenos tiempos», cuando él compartía con nosotros, cuando salíamos a recorrer, a pie, las calles de ese pintoresco barrio Miranda… Avanzábamos por todo Bolívar y llegábamos a Cuatro Bocas; subíamos, bordeábamos el museo de Pedro Nel Gómez y seguíamos el trayecto, pasábamos por San Cayetano y, en la mayoría de las ocasiones, continuábamos hasta el parque de Aranjuez. Recuerdo el sudor y el jadeo al llegar a esas partes altas, después de superar tantos caminos empinados. Era el preámbulo de la satisfacción por concluir, por arribar al destino. No obstante, el viaje no era despreciable y contemplar la variopinta arquitectura de la zona tenía su fascinación, además del cambio de rutina que esa actividad implicaba.

También recuerdo el recelo constante de él con sus pertenencias. Una incipiente afición por la numismática y por algunos objetos curiosos, además de un marcado esoterismo, hacían parte de su forma de ser. Tenía un chifonier de madera en el que guardaba la colección de billetes de distinta procedencia y denominaciones, su ropa, la pata de conejo, la loción de sándalo, la biblia y algunos artículos electrónicos, hasta donde mi memoria permite identificar. Llegaba de la calle directo a verificar el estado de sus cosas.

Recuerdo mi travesura de fingir la micción en el patio trasero y pasar, cerca de él, haciendo los gestos de haber guardado el miembro recientemente y la falsa sensación de confort tras culminar la necesidad fisiológica, lo cual lo enardecía y, de inmediato, se dirigía, balde en mano, lleno de agua, a limpiar el espacio mencionado.

Los días previos a la salida del tío marcaron la antesala de una pésima despedida… Como dije antes, hablaba poco, no recibía la comida que se le ofrecía en la casa y la fiebre por revisar sus pertenencias se había agudizado.

Recuerdo que, entre sus cosas, había adquirido un televisor pequeño, monocromático, con perilla para pasar los canales. Él se divertía mucho viendo programas, series y películas de antaño —años 70—, era una afición que disfrutaba bastante.

Pues bien, el momento en que se llevó a cabo el ritual de mudanza fue un sábado en la noche. Ya él había dispuesto varias de sus pertenencias en la sala de la casa; mis papás decidieron quedarse en la habitación de ellos, ya que no se sentían motivados a una despedida con alguien cuya cordialidad estaba en extinción; el bisabuelo dormía. Quedamos, entonces, mi hermano y yo en la sala, viendo el deprimente acontecimiento.

- Tengan, les voy a dejar el televisor, para ustedes – mencionó el tío mientras iba empacando otros artículos.

Nosotros habíamos quedado con la instrucción de no recibirle objeto alguno.

- No, gracias, tranquilo – le respondimos de inmediato.

- Es para ustedes, para la casa – insistió.

- No, dale, tranquilo – reiteramos.

Vi su reacción inmediata. Agarró el televisor con virulencia y lo introdujo, de manera brusca y veloz, en el fondo de una caneca plástica que había dispuesto para empacar varios de sus bienes. Lo hizo mientras refunfuñaba algo que no recuerdo.

Meses después acusó a la familia de robarle la herencia de su papá, lo cual se convirtió en un vaivén de vituperios de su parte hacia mi abuela, mis padres y mis demás tíos, combinado con otros momentos de falaces intenciones de reconciliación que él luego revertía; la ira retornaba, los insultos y las ofensas regresaban, más las murmuraciones en distintos lugares donde la fama de su familia, nosotros, terminó tocando los dinteles de lo ruin.

Todo esto sale a colación al recordar un méndigo televisor y la manera como lo guardó entre sus pertenencias.

El tiempo pasó, hizo su obra. Es un ajeno que aún vitupera a sus fraternos.


… Vamos a darle la vuelta al relato, que sea narrado en otra voz (y tal vez con otra estructura y detalles):

Nuestro amigo y vecino, personaje impetuoso, afamado por su generosidad en el vecindario y en los distintos lugares donde le conocen, se destaca por su fuerza física admirable, su capacidad y disposición para los trabajos que le encarguen, su nivel aceptable de conocimientos en las labores de la tierra, su afición por la salsa brava, su espiritualidad, su curiosidad por coleccionar objetos diversos, su humor y fraternidad con sus distintos familiares, ajenos al núcleo, que le observan con gracia y se alegran de recibirlo en sus viviendas. Enorme sentido de cooperación.

Ha trabajado en diferentes lugares: cuidando fincas, en un taller de joyería, en el mundo de la construcción, de manera independiente haciendo diligencias para vecinos, amigos y dueños de distintos locales comerciales. Su risa y gentileza alegran a los allegados e incluso, cuando los réditos de su trabajo han sido notables, la generosidad se ha evidenciado cuando arriba a la casa en que reside y convida a sus sobrinos, su hermana y su cuñado, a sabrosas viandas, fritangas y refrescos apetecidos con mayor ansia en las noches «viernesinas». No convida a su abuelo materno porque se ha ido a dormir desde las 7 pm y porque la dieta del anciano, básicamente, consiste en fríjoles con pescado seco, de manera que la pizza o las papas fritas no encajan ahí.

Un día, meses después del fallecimiento de su padre, comienza a desconfiar de sus parientes. Quizá su hermana o su cuñado quieran robarle las cosas… Puede que los sobrinos esculquen su armario o, incluso, ¿quién garantiza que el abuelo también desee acceder a sus pertenencias? Así mismo, es muy posible que su madre también sea una ladrona. Nunca se sabe. A partir de allí, decide buscar otro espacio, otro lugar, en el cual establecerse de manera independiente. Va reduciendo la comunicación con sus allegados, llega silencioso y, con el ceño fruncido, declina la oferta a participar en la unión gastronómica familiar —ahora se alimenta por fuera de casa—… En determinado momento, anuncia, de manera muy escueta y tajante, que se marchará de allí.

El abuelo, depositario inicial de tal notificación, queda sorprendido y le comunica la situación a su nieta, quien también se contagia de esa sensación. La noticia se esparce por la casa e incluso por el vecindario y hay quienes lamentan esa decisión. Le extrañarán. Los sobrinos quedan inquietos, se conmueven.

Llega el día de la partida y nuestro personaje ha ido reuniendo todas las pertenencias desde días atrás y las concentra en una parte de la sala de la casa. Tiempo atrás, en sus búsquedas curiosas, había obtenido un televisor pequeño pero vetusto, blanco y negro, con perilla para cambiar de canales. Aficionado a ese artículo, se la pasaba horas viendo la oferta disponible.

Es sábado en la noche. El abuelo ya está durmiendo, la hermana y el cuñado decidieron encerrarse en una de las habitaciones de la casa y dejaron a sus dos hijos observando el ritual de despedida de nuestro protagonista. En determinado momento, él toma el televisor e indica que lo obsequia para la casa; los sobrinos le agradecen el gesto, pero le responden que no aceptan el ofrecimiento. Él insiste, ellos no ceden. Se ofusca y deposita el artículo bruscamente en el fondo de una caneca plástica donde incluirá otros objetos de su pertenencia. 

Una vez listo el paquete de la mudanza, sale de la casa, con una despedida escueta. Se evidencia su ira, la cual difícilmente le abandonará, junto con una sensación constante de paranoia que le sigue acompañando muchos años después.

Meses después de aquel viaje, estará buscando las maneras de emprender acciones legales contra su propia madre, acusándola de querer robarle la herencia de su padre; ella le entregará la parte correspondiente, mientras él reclamará la parte de ella y recibirá un llamado de atención por parte del notario, «¿Qué no la ve ahí? ¿No ve que aún está viva?».

Años más adelante, mostrará intenciones de reconciliación que traerán ciclos breves de cordialidad, a la postre, deshecha, porque él mismo recaerá en sus conductas belicosas, vituperará a toda su familia nuclear —madre a bordo— y la difamará en los distintos lugares por donde despliegue su cotidianidad.


jueves, 13 de octubre de 2022

Bruma «dúctil»

 Otro día más en este pueblo. ¿Cuántos llevo? Estoy por creer que perdí la cuenta. Pero, realmente, estoy aquí desde la semana pasada. Llegué el lunes a las 6 de la tarde y hoy es miércoles a la 1 y media de la tarde. Estoy juagado en sudor, porque aquí el calor es infernal… ¿O más bien debería decir que es purgativo? ¿Qué estoy pagando? ¿Debía algo? ¿La cagué? Creo que esas ideas son otro capítulo más de los remordimientos innecesarios con los que he querido cargar. De todas formas, más allá de esas disertaciones con tinte religioso-apocalíptico-supersticioso-esotérico —a la postre, estériles—, sí, puedo pensar que estoy como en un limbo; el tiempo no avanza ni retorna, pareciera una ilusión de total quietud; todo se detuvo, está estático. Pero no. Todo avanza y parece que no me entero.

Hoy, desde las seis de la mañana, reanudé la rutina que llevo desde que tengo este trabajo que implica trashumar de pueblo en pueblo. Eso me sostiene; de lo contrario, no estoy muy seguro de continuar. Lo irónico de todo esto es que así lo que termino logrando es agudizar esas ideas que ya vienen tan agudas, que me persiguen desde hace muchísimos años. Recuerdos, viajes a otros momentos que degeneran en sentimientos de impotencia… Veo todo igual, la película se repite de la misma forma y no hay maneras posibles de cambiar eso que ya fue. No hay remedio, no hay soluciones. Entonces, comienzo a escribir…

Tengo un maletín repleto de papeles, con un montón de palabras garrapateadas a mano, con cualquier lapicero que tenga disponible; hojas con tachones, con añadidos, con enmendaduras bastante artesanales. Hay versos, canciones que jamás serán interpretadas, evocaciones densas, pero que a la vez fluyen, se diluyen, bruma «dúctil» —y por ello, también pesada— que se expande y se contrae, que inunda mi mente, le gana la partida a todo el espacio, se apodera de él y, luego, se va evaporando… Hay prosa, ideas sueltas que se juntan y se separan, que quedan inconclusas porque me da la gana —o no—; hay misivas que jamás llegarán a su destinataria… 

… Aunque creo que no necesita leerlas, ya sabe lo que pienso, lo que he sentido… Incluso sin que se lo haya reiterado.

Ahorita me estoy dirigiendo, a pie, al templo donde prosigue esa parte importante de mi ritual. Las calles —si así se les puede llamar— son una cama irregular de polvo y piedras; algunas de ellas se incrustan en la suela delgada de mis zapatos y siento cómo chuzan, todavía con alguna timidez, las plantas de mis pies. Concurre, a ese carnaval del lento martirio, la sensación de quemazón, efecto del suelo ardiente, gracias al insoportable clima local. La confluencia martirizante se complementa con el sol que impone su calor sobre mi cabeza, sobre mi cuerpo y, con la humedad latente, que comienzan a aprisionarme con fuerza. Sigo sudando a cántaros a cada paso que doy… Al menos el recinto donde gatillo mis consagraciones constantes está cerca. Solo basta con cruzar al otro lado de la acera, pero debo percatarme de que algún motoneto no termine invitándome a un viaje con boleto directo al hospital (con posibilidades de función final en la morgue).

El local parece haber sido, antes, una casona vieja, tal vez de inicios del siglo XX, cuando el pueblo era apenas una dispersión de haciendas agrícolas. Tiene pocas intervenciones, quizá solo la pintura verde claro en las puertas de madera, en los zócalos que tienen figuras de rombos en contorno con rombos rellenos adentro y en el «moderno» letrero luminoso (está, incluso, quebrado en uno de los extremos). En lo demás, se preserva el estilo, sin muchas modificaciones, con sus paredes de bahareque, ya descuidado, con grietas color café —que evidencian, sutilmente, parte del relleno—; de pronto, cada lustro, reciben una capa de cal, nada más.

Ya adentro, siento algo de refresco. El techo original, conformado por caña, barro y tejas coloniales, está escondido, pues le antecede un cielorraso, también desvencijado, con láminas de algún cartón precario —que antes era color blanco y el tiempo lo transformó en ocre—. La tímida tregua con el inclemente calor se debe a los tres ventiladores, ubicados en algunas de las mencionadas junturas. Son vetustos y harto falibles, pero están cumpliendo con su labor. Las hélices se ven bastante sucias y giran con algo de torpeza, la velocidad no es constante, los ritmos varían.

El piso es un tablado de madera rústica, áspera, y hay que saber dar los pasos, pues algunas tablas pueden hundirse o levantarse, cual catapulta, al otro extremo. El chirrido, a cada paso, afianza la sensación de estar en un lugar anclado en tiempos lejanos, sumando a ello el olor fétido a orín, que proviene de los baños y se mezcla con las cáscaras de naranja cuyo sentido no comprendo, el hedor no se va con ese desperdicio deliberado de comida. Hay, al menos, ocho mesas con puestos para cuatro personas; son metálicas, con asiento acolchado, forrado en un cuero rojizo.

Las paredes internas también están pintadas con cal y se corresponden con la precariedad de las externas, ya descrita. Como decoración se encuentran algunas reproducciones pictóricas bastante convencionales. No las detallo mucho, aunque siempre termino enfocándome en el típico cuadro de los perros jugando a los naipes. Hay varios cuadros, algunos hasta son obras religiosas.

La barra es un enorme mueble de madera, cuyos bordes son redondeados y sobresalen con imponencia; están forrados en cuero, también rojizo y las sillas que le acompañan son, igualmente, metálicas, con el remate en cuero (otra vez rojizo) en los asientos. Detrás está el estante enorme, repleto de botellas de distintos licores. Me ubico en una de las sillas con mesa, no me gusta la barra, no quiero conversar con nadie. Pido un botellón de un litro del típico licor anisado.

Este brebaje dulce, que entra dando codazos por mi garganta y va incendiando el pecho y abrasando al corazón, sostiene el amargo trasegar que yo mismo he consolidado. Me importa un carajo si voy en contravía del bienestar dictado por quienes promulgan las ideas del «buen vivir». Este veneno activa mi sensibilidad, indefectiblemente, y ya no pienso resignar la adversa afición que elegí desde hace tiempo. Es mi ceremonia de la derrota y la ganancia; repetitiva dicotomía, como todas, irónica, contradictoria. Mi lucidez no está sujeta a una sobriedad que concibo como acartonada. La nostalgia emerge con presteza, retorno a esos momentos anteriores, vuelvo a verlos, intactos, intangibles, inmutables. Doy vueltas, trato de ubicarme en distintos lugares cada vez que repito las numerosas escenas, quiero explicarme todo sin perder detalle. Lo único que logro es comenzar a garrapatear ideas y de pronto, a veces, apunto algunas en cualquier pedazo de papel que tenga a la mano. Siempre termino pensando en lo mismo, las conclusiones suelen ser las mismas, pero la manera de plasmarlas varía, las palabras juegan conmigo en un zigzag travieso, pero eso lo disfruto.

Cada trago que ingiero afianza esos pensamientos críticos y atiza la hoguera que me revive y a la vez me arroja a la fosa de mis pesadumbres. La nostalgia no se va, permanece. Me tomo un trago adicional para compartírselo a ella, para que no se vaya. La banda sonora de ese ritual cotidiano es la música de fondo en la cantina, que abunda en canciones de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Antonio Tormo, Los Trovadores de Cuyo, entre otros. Muchas de sus letras son el combustible de mi algidez, del viaje repetitivo que termino haciendo y la melodía afianza esa circunstancia. Todo eso hace parte de la ceremonia, en la que prosigue mi escritura, con versos y prosas que tienen un destino, pero allí no las haré llegar nunca. 

Y por eso la ceremonia queda inconclusa y hace rato perdí la cuenta de las que ya he iniciado sin culminar.

Sin contar con las que seguiré iniciando.


¡Simio!

Era jodidamente tímido. También, para tan corta edad, muy fantasioso y hasta, digamos, enamoradizo. Había un deseo grande, muy precoz, por «tener novia». Y apenas rondaba los once años…

Nunca le había mencionado esas intenciones a él, pero mi papá, en su tranquilidad y sus buenas maneras de recomendarme pasos a seguir frente a distintos asuntos, con cierta sutileza, en uno de los tantos viajes matutinos en Metro, rumbo al colegio, alguna vez me dijo «invite a las compañeras a gaseosa». La rebeldía preadolescente —y que me ha acompañado en otros ciclos—, pero también la falta de visión, asomaron, porque, de algún modo, no quise captar el fondo del mensaje. Entonces le refuté. Le indiqué, en palabras de un impúber, que no lo consideraba conveniente, que no tenía mucho sentido.

Así pasaron los días. Todavía andaba en los albores del bachillerato, descubriendo, identificando, conociendo, reconociendo el nuevo lugar en que desplegaría tantas cosas en seis años. El colegio era enorme y, por ello, la cantidad de estudiantes, numerosa. Ya no estaba en aquel edificio de tres niveles donde casi éramos como una familia, donde reconocía a Darío, el de la tienda del «sótano» (ese mismo año supe que lo balearon dentro del colegio, por robarle un dinero; sobrevivió); Blanca, Blanquita, rolliza y gentil (aunque en algún momento no vi tal amabilidad, en fin); Leticia, la de la otra tienda, «la del piso del medio», enjuta y constantemente malhumorada, al parecer no soportaba a los niños que poco se filaban para comprar; Teresita, la rectora, con su carisma tremendo, nos arropaba y guiaba con autoridad. Las secretarias, Lía y Consuelo, parecían las tías ejecutivas de todos y todas. Y don Guillermo, el chofer del bus de toda la vida, con su deferencia y sus máximas… Reemplazado al final por cambio en la empresa de buses…

Ya estaba en otro lugar distinto, a muchos kilómetros de la casa. Mientras más amplio y confluido el espacio, mayor es la anonimidad. También se generan vínculos, claro, pero pueden tornarse difusos.

Una de tantas mañanas, en horario de descanso, una compañera me pidió buñuelo. Me negué y su respuesta, bien airada, se tradujo en un remoquete que se me antojó, entonces, bastante estruendoso. «¡Simio!». Me ofendí, pero continué con mi camino. Así pasaron varios días y, en otra de tantas conversaciones con mi papá, le conté lo ocurrido. Él se rio y resolvió la situación de una manera que no entendí en su momento. «Sí, es verdad, somos simios, ¿no me ve la cara? Somos “caremicos”, usted también lo es». De entrada, no vi bien la respuesta y seguí indignado.

Tiempo después, durante ese mismo año, la situación tensa con la compañera se aplacó y, si bien no nos hicimos amigos, la relación fue amena y compartimos en varios momentos. No hubo nuevas discordias, tampoco nos «hicimos novios» ni menos logré converger con alguien para ese tipo de relación durante un largo tiempo. Tampoco quedé con aquel apodo, vale la pena aclarar.

Años después seguí recordando ese momento en que ella me gritó «¡simio!» y me reí. Sí, somos simios, el músculo risorio deja unas rayas bastante marcadas que van desde las alas nasales hasta debajo de las comisuras de la boca y ello puede asociarse, de manera gráfica, a esas criaturas. Esa es una de mis características y la tienen varios fraternos de la familia, es innegable.

No hubiera sido malo brindar el buen buñuelo, promover algún tipo de conversación que, en principio y finalmente, es la base de muchas interacciones y realza el valor en las mismas.

martes, 11 de octubre de 2022

Cúspide

Cuando todo concluye, no es un sopor meramente físico. Ya, reducido, el cuerpo pesado, los ojos cerrados, comienzas a ver numerosas luces, de diferentes colores. Vas dibujando en tu mente, con lentitud y un “embelesamiento”, diversas figuras. De repente, llegan ideas triviales que se quedan ancladas, que se tornan incluso obsesivas y ahí se repiten varios ciclos.

En determinado momento, no reaccionas. Todo se ha supeditado a un vacío indescifrable, indescriptible y mencionarlo de distintas maneras no es, ni siquiera, una aproximación lejana a esa “sensación” a ese “no-estado”. Tal vez ni debería de mencionarse. Ocurre —o no—.

… Un salto… Eso podría ser… Un salto.

A veces retornas, el salto también viaja por el pecho y vuelca el corazón, entonces aspiras con más fuerza… Y retornas. Sea la luz del día o la penumbra, no podrás oír nada más que a ti mismo, y el sopor continúa. No se ha ido, todo se hace más lento y tal vez el rastro de lo ocurrido te acompaña durante el resto de la jornada.

Parece como si estuvieras caminando en algodones, estás en la frontera y allí, muchas cosas no logran definirse… Esa sensación incierta no es, en este caso, adversa, como otros escenarios de inquietud y de turbulencia que abocan lo funesto.

Solo te digo que disfrutes ese lapso, momento etéreo poco usual, así lo reiteres, y a pesar de que en tus momentos de arrogancia te llegue a parecer rutina.

lunes, 3 de octubre de 2022

¿Obsesivo?

 Te observo. Llevo muchos años haciéndolo. Tantos, que he perdido la cuenta. Estoy detrás, al acecho, mirando, revisando, indagando. No me ves, tal vez has sido bastante incauto para no enterarte que hay alguien que te ha estado analizando con bastante detalle.

He visto cómo erras, una y otra vez. También he observado tus momentos gratos, incluso los que parecen irrelevantes para los demás, pero para ti son excelsos. Así mismo, te he visto hincado, remando contra el mar de sollozos que brota amén de tus introspecciones más críticas.

Aún no te enteras, pero fui yo quien evitó que lograras esas cosas que llegaste a anhelar en otros momentos y que hoy todavía lamentas no haber concretado. Me entrometí y no me arrepiento. Me has odiado, sin saber siquiera hacia dónde debes dirigir tus maledicencias.

Sin embargo, sé que también has evocado y orado por alguna presencia similar a mí, que te observe, que te acompañe, que inyecte sensatez a tu ser. Empero, no soy tal. Para mí tampoco existe lo sensato, y en eso somos idénticos. Aunque parezca que te haya salvado infinidad de veces, no ha sido esa mi intención. No es la clase de acompañamiento que decidí brindarte. No te castigo, no te condeno, no te compadezco. Te veo, te escucho, te siento, te persigo y sigo ahí, con el rostro impasible. Si supieras quién soy y desde hace cuánto tiempo he estado aquí, pensarías que esto es inútil y soy un pervertido que estorba en tu trasegar. No vine a convertirme en tu amigo, pero soy tu cómplice, así no lo parezca.

No somos amigos. Somos gemelos, nadie me ha visto, ni tú. Soy una de tus tantas sombras, espectro de ayer, hoy y mañana.

domingo, 2 de octubre de 2022

Férrea convicción

Durante el recorrido, rumbo a casa, Bernardo venía bastante pensativo El tráfico vehicular estaba fluido; no había percances en la vía y eso, en pleno lunes por la tarde, era atípico en una ciudad atestada de tantos autos. La urbe que debía atravesar para llegar al hogar tenía la típica disposición de aquellos lugares donde las condiciones para prosperar traen un abanico de retos enormes. Así las cosas, sobrevivir ya era ganancia. Y esto, materialmente, se hacía evidente: casas amontonadas en las montañas —la mayoría inconclusas— con techos de precarios materiales y una policromía enorme si se observa el todo sin hacer hincapié en detalles puntuales y Bernardo, conduciendo el auto, no tendría tiempo de concentrarse al respecto, por lo cual solo podía contemplar, de soslayo, un amplio conjunto de formas y de colores que, con la velocidad del vehículo, mutaban en formas geométricas indescriptibles para el raciocinio, carnaval fugaz de pinceladas.

Esas sensaciones e interpretaciones confluían en la mente de Bernardo con las preocupaciones cotidianas, con las reflexiones matutinas y las enseñanzas existenciales que él buscaba constantemente. Ávido de conocimiento, inquieto por lo espiritual, devoto de sus parientes, así era el trasegar que él había adoptado.

No podía relegar, así fuera de manera tangencial, una sensación de angustia frente al final al que todo ser viviente, esclavo del tiempo y sus consecuencias, está abocado. Empero, era consciente, “la muerte llegará y lo que ha de pasar, que pase”, pero se aferraba a la existencia con una actitud optimista frente a cada situación. Como dirían algunos de sus fraternos, “quemaba las naves”.

La Sinfonía número 6 de Beethoven, “Pastoral”, estuvo sonando en la radio del auto durante buena parte del viaje a casa. Su parte favorita era el segundo movimiento en Fa y, cuando la melodía llegó a ese momento, la alegría que él cargaba en su corazón durante todo ese día, brotó, o mejor, estalló. Olvidó la policromía urbana y en su mente hizo un recorrido por sus casi ochenta años de existencia. El amor y las enseñanzas brindadas por sus padres comenzaron a dibujarle una sonrisa y activaron un brillo indecible en sus ojos; la fraternidad, replicada por cada uno de sus hermanos durante los distintos momentos compartidos en la prolongada vida que los había acogido, insuflaron un aire de plenitud en sus pulmones; las imágenes difuminadas de compañeras sentimentales en otros tiempos, el amor por su esposa y la cotidianidad compartida, junto con el orgullo por sus hijos, generaron un remolino de satisfacción que adornó el rostro y fue alivianando al ser…

El recuerdo de tantos allegados que estuvieron en distintos momentos, el culmen de numerosas metas personales, los abrazos y los momentos de enorme convergencia, compartiendo hasta lo más sencillo, fuese un vino, una taza de café o alguna receta gastronómica de rigurosa elaboración, siguieron acompasando en tonada de felicidad el breve viaje que se fue extendiendo para Bernardo. La gratitud por la vida y las promesas de futuro seguían nutriendo sus ánimos, lo que derivaba en una original jovialidad, de la que quienes le conocieron llegaron a ser beneficiados —algunos hasta contagiados—.

“Lo que ha de pasar, que pase”. Férrea convicción que se articuló, en aquel instante dentro de la mente de Bernardo, a la idea del deber cumplido de manera plena, sin reparos. Con tan fuertes sentimientos, a la madrugada siguiente, el tiempo detuvo su curso, de manera casi sutil, y dejó en el aire el mensaje de alegría y de esperanza constante, evidenciado en un arcoíris enigmático que se posó en el panorama y fue acompañado por una tímida lluvia que trajo una nostalgia bastante desoladora, pero que también invoca a la la tranquilidad y al sosiego pertinente.


sábado, 1 de octubre de 2022

Remezón

«Miércoles, octubre 28 de 1936

Hoy volví a escribir, después de meses y meses sin hacerlo o, al menos, sin que ello fuera un mero proceso de mis pensamientos o de traducir las sensaciones que se generan en tantos momentos. La razón de este impulso se verá después.

Como por variar, volví a Medellín, esa es la rutina. Salí en tren, desde Puerto Berrío, ayer en la mañana. El viaje estuvo largo, como por variar, pero al menos no hubo contratiempos. Me bajé en la estación Bosque y subí caminando a donde mis primos, allá es donde me suelo quedar un par de días, para retornar otra vez al puerto.

La volví a ver. Está hermosa, como siempre, no hay novedad en ello. O quizá sí hay novedad y ese “siempre” más bien parece la tonada trillada de una canción repetida y repetitiva, entonces estoy errado y, realmente, ella está más hermosa cada vez. Me sigo perdiendo en sus ojos por un rato, lo que también pone en riesgo la claridad de mis ideas, aunque logro disimularlo.

Su rostro, tan fino, sus labios color rosa, tan apetecidos… Su piel, tan lozana… Y, sobre todo, su determinación, tan evidente. No ha habido instante en que no sienta la fuerza enorme que ella transmite en cada palabra, en cada gesto, porque lo expresa de muchas maneras. Hemos tenido algunos roces gracias a ello y, aun así, mi fascinación no se reduce… Lo descrito se acompasa con su dulzura y sentido de fascinación frente a lo más elemental, a eso que pareciera sencillo y rutinario. También he visto su fragilidad, sus miedos, su ira, y retorna la dulzura, naciente en su corazón, no la puede disimular, abarca todo su ser… Ella no logra controlarla, pero yo ya la he visto. La he sentido.

Hay un choque de universos cuando nos encontramos físicamente. Conversamos mucho, pero hay un lenguaje superior a nosotros; todo alrededor se desvanece y quedamos solamente los dos. El tiempo se fragmenta y ella permanece para mí. En los momentos en que estamos físicamente distantes, cuando comienzo a imaginarla en su rutina, a evocarla, ocurre un estallido en mi ser, un clamor enorme, le estoy llamando con la mente, quiero que esté cerca, que nuestros universos colisionen, sin más. Tengo la plena certeza de que, en el mismo instante, ella está sintiendo lo mismo. Es mi apuesta, mi creencia, pero no lo dudo, ahí me sostengo.

¿Cuándo la volveré a ver? No lo sé. Espero que ocurra pronto. Mientras tanto, la sigo dibujando mentalmente, miro hacia el horizonte, durante los largos viajes en el tren, perdido en el variopinto paisaje, y la veo. Mi corazón se estremece al imaginar la consolidación de los sentimientos recíprocos.»

viernes, 30 de septiembre de 2022

La abuela huraña (y mis pensamientos gentiles)

Crisis. Creo que le puedo asignar ese estado a todo el cúmulo de sensaciones que se apoderaban de mí en esos tiempos juveniles en que andaba en “Operación «conseguir» novia”. Era nula la confianza para establecer una comunicación que fuera recompensada con la tan anhelada relación y ello se traducía en una timidez bastante marcada, que incluía, en su halagüeño paquete de dificultades, la habilidad para terminar expresando incoherencias cuando la oportunidad de interactuar acaecía.

En pleno diciembre de 2003, con mis recién cumplidos diecisiete años, fui invitado a la celebración del cumpleaños quince de una amiga. Recuerdo que se realizó en el salón social de la unidad donde ella residía y que este estaba ubicado en un segundo nivel. Este detalle podría ser irrelevante, pero permanece en mi memoria porque justo cuando terminaba el ascenso me percaté que al lado de la puerta de ingreso había una joven que me generó interés casi inmediato: un largo cabello ondulado, color castaño, caía sobre sus hombros; un rostro algo “relleno” con algunas pecas; una mirada aguda, como de quien anda formulándose varias preguntas en su introspección; con algo de sobrepeso, calzaba en unas sandalias tipo plataforma que ayudaban a aumentar su corta estatura. Recuerdo que las miradas se cruzaron por un instante. En el transcurso me enteré que ella era una amiga de la agasajada. Digamos que se llamaba Licinia, así ahorramos palabras para aludirla y no exponemos su nombre real, aunque yo ya me expongo relatando esta historia.

Yo seguí mi recorrido y me ubiqué en alguna de las sillas, para así observar todo el evento festivo. Alrededor de las diez de la noche concluyó el jolgorio en el salón y fue trasladado al apartamento de la quinceañera.

En esos tiempos de torpeza para flirtear era de enorme ayuda la ingesta etílica y tuve la oportunidad de estar bebiendo whisky, lo que generó un notable estado de confianza. Fue así como se generó una conversación con Licinia, que tenía un tono rutinario, pero que auguraba buenos resultados a futuro. Avancé tanto en esa expedición “cortejil” que obtuve el número telefónico de la casa de Licinia. A los pocos días la invité a salir. Fuimos a un centro comercial y comimos helado; nos la pasamos conversando de varias cosas y yo comencé a sentir que podía fluir como individuo en ese tipo de situaciones. Incluso compartí infidencias que consideraba especiales o solo concedidas a quien se ganase mi confianza. Todo funcionó, al menos esa tarde.

Recuerdo que, cual joven ingenuo, me ilusioné de una manera exagerada y empecé a inventarme futuros escenarios de dualidad con Licinia. Imaginaba el momento en que le expresara mi interés sentimental y eso me revolvía el estómago con un coctel cuya receta se componía de dicha y pánico. Imaginaba mis visitas a su casa y las de ella a la mía. Y claro, imaginaba los besos y todas esas cuestiones íntimas que van ocurriendo entre dos personas vinculadas por sentimientos de cariño, de amor, etcétera…

Y ahí llegó la fractura. El combustible de confianza se cristalizó de repente y cuando tomé el teléfono para llamarle a la casa, comencé a tensionarme. El emocionante paquete de felicidad llegaba cargado de sensaciones tan indeseables como sudor copioso, corazón acelerado y voz quebradiza y débil en el tono, además de una maravillosa nube que se estacionaba amigablemente en mi cabeza y paralizaba las mejores ideas que hubiera podido tener para generar mayor confianza en la interacción con Licinia. Así las cosas, agarraba el teléfono con mi mano temblorosa y la respiración agitada…

Hundir cada tecla se convertía en un momento de agonía eterna y, finalmente, cuando lograba hablar con ella, seguramente se percibía mi voz nerviosa, saludando casi de afán, desconectado para escuchar con la debida atención y disparando velozmente mi mensaje de invitación a salir. Licinia se negó a las propuestas; siempre había algún contratiempo que le impedía aceptar los planes. En principio, en mi estado fantasioso, creía sinceramente que ella no podía, así que seguí insistiendo unas pocas veces más, repitiendo el que ya se había convertido, para mí, en un agónico ritual.

La cereza del pastel llegó cuando quien comenzó a contestar las llamadas en la casa de Licinia fue su abuela. Desde la primera vez comencé a inferir que mi espiral de perdedor se afianzaría con ahínco… La anciana era inversamente proporcional al modelo de amabilidad y sus respuestas ante mi solicitud de ser atendido por Licinia se traducían en un tajante “no está”, con un tono casi enfático que terminaba menguando los pocos ímpetus que había ahorrado tras días y días de exhortarme a llamarla y perder el pánico. En esos instantes, mi tono de voz se reducía de manera enorme y, por mera educación, intentaba agradecerle a la señora por su atención, pero tardaba más en balbucear “gracias” que en identificar que ya habían cortado la comunicación.

“Vieja urraca, vieja malparida” y vituperios similares fueron mi revancha en soliloquios cuando terminaba la conversación. Hoy no me enorgullezco de ello, claro está, pero en mis bríos juveniles y con una marcada ausencia de autocontrol, sumada al ya mencionado coctel interior que me atormentaba entonces —y me atormentaría un poco más, en tiempos posteriores, durante otros intentos de flirteo—, mi estallido ante la impotencia de no poder lograr las cosas como las había imaginado ocurría en tales proporciones. No vale la pena citar ni parafrasear otras palabras de alto calibre que excreté con virulencia.

Recuerdo que dejé de llamar a Licinia durante un tiempo, hasta que, por alguna necedad de mi parte, o por la tozudez y el exceso de fantasía, decidí volverla a llamar, casi a finales de 2004. La huraña abuela seguía contestando las llamadas y para mí todo se tornaba igual a lo anteriormente descrito. Igual, con el bonus de las palabrotas cuando la anciana salía de escena.

Logramos salir una vez más, la última, en la cual reproduje comportamientos erráticos. Hice énfasis en lo que consideraba su belleza, exageré la sinceridad de mis deseos y disfruté de la emocionante nube mental que me ganaba la partida para articular las palabras adecuadas, para dejar fluir una conversación que representar una construcción de vínculos más firmes y “prometedores” y no una búsqueda de recompensas al estallido hormonal de la juventud.

Después de esa cita —si así se le puede llamar— recuerdo haberle enviado una carta y un regalo a su casa, que fue compensado con la sinceridad de ella al otro lado de la línea. Traducción: no había correspondencia y, por supuesto, mi yo actual lo hubiera evidenciado mucho tiempo atrás.

En algún momento escuché el rumor de que yo no le había gustado a ella porque “era muy tímido”. En estos momentos de mi vida pienso que simplemente no hubo convergencia o tal vez esta fue fugaz… En todo caso, no hay que darle más vueltas a las cosas, aunque, curiosamente, hoy esté escribiendo sobre esta situación.

Espero que la abuela de Licinia esté bien, aunque todavía me sonrío recordando mis reacciones ante su evidente grosería al otro lado de la línea.