miércoles, 6 de enero de 2010

"Ese Judas..."

"Ese Judas que llevamos dentro", murmuró Mario Arcángel al comprender que, en su pose de hombre correcto, sólo había sido otro más al traicionar los valores y principios que tanto había profesado y vociferado, y a partir de los cuales la honra de muchas personas había vapuleado, así fuera mentalmente.
Acababa de vender a su mejor amigo, difundiendo una verdad que era un secreto no adecuado para proclamar. Ello costaba una vida. ¡Una vida! "Pero que infame, que miserable", seguía murmurando.
Toda su vida había trastabillado queriendo no equivocarse, pero mientras más se preocupaba, más se arrojaba a la fosa de los errores irreversibles. Era traidor entre traidores, así lo veía él, hasta el punto que pensaba que podía traicionar con mayor facilidad al más ruin traidor, antes que este último lo hiciera.
Sonreía melancólicamente, danzando, guiado por los arpegios del vaivén de la desesperación y la tranquilidad, a sabiendas que al día siguiente, una vida sería totalmente destruida a merced de la traición cometida.

Cristalizados

A veces, cuando retornaba mentalmente a los tiempos primigenios de su vida, se veía como un niño indefenso, lleno de miedos, nimios y enormes. El escenario a su alrededor giraba y se transformaba, llevándolo hasta su actualidad. Siempre había sido el mismo niño, su escencia jamás varió. Y eran sus ojos los que así lo reflejaban, sus ventanas cristalizadas y duras que parecían impenetrables eran, finalmente, vulnerables.
Sin proponérselo, varias veces había llamado a la musa oscura de la morada final. En momentos en que acaecían ideas desbocadas, quiso acariciar ese gélido y frugal rostro. Pero luego retornaba sin tardanza la cordura y la compostura de la que siempre se había creído garante. Ya, en tiempos más maduros, las ideas destructivas se habían disipado, fuera a merced de una mayor fortaleza mental, o producto de un distanciamiento frente a un mar de aspectos "terrenales".
En ese momento, recordaba sus temores y su infancia, acompasada y acompañada por el pánico como amigo. Se veía, y se evidenciaba cierto asomo de ternura y compasión por el niño que casi perfectamente conoció. Sonreía también al saber que aunque de él quedaba demasiado, de alguna forma lograba controlarlo.
Quizá era cobardía, evasión, impotencia para enfrentar sus miedos y sus males, de ellos algunos fantasmas que le sacudían el corazón, al que, de manera exageradamente modesta, consideraba contaminado.
O podía ser también madurez, los frutos cosechados al amparo de un arduo camino donde había tenido que tragarse su propia soberbia, pisoteándose a sí mismo, desvaneciendo ese halo tan postizo de la perfección que le habían hecho creer y asumir como una certeza ineludible desde pequeño. Volvía el temor...
O quizá la esperanza paliaba los espectros funestos... Esa savia, esa vitalidad emergente en medio de un maremágnum de desesperación, se inyectaba automáticamente en su ser y revitalizaba lo que se había estado convirtiendo en árido y estéril. Quizá, quizá era eso, la paz de la esperanza...