jueves, 6 de noviembre de 2008

Inapetente

Tirado en su cama, Ariel recordaba los viejos tiempos, y se lamentaba de que su actualidad fuera distante a las épocas de antaño en que podía disfrutar de tantas cosas que la vida le brindaba - en algunos casos que él mismo buscaba, y en otros, donde por sorpresa las encontraba -. Con casi cincuenta años, no podía levantarse de su lecho de enfermo, pues una parálisis extraña lo tenía condenado a la quietud, al hermetismo, al encierro y a un casi ostracismo, pues ya eran pocas las personas que lo visitaban.
Cuando tenía treinta y siete años y se hallaba en el mejor momento de su vida, una tarde, tertuliando con sus amigos de juerga, súbitamente, cayó al piso, quebrándose la copa de aguardiente y la mesa de pasabocas partiéndose en dos al son de la calamidad inesperada que sobrecogió inmediatamente al grupo de camaradas que discutían sobre política, sexo, religión, deportes y cosas rutinarias.
LLegado al hospital, los médicos no sabían qué le había sucedido a este juvenil, atlético, vigoroso y deportivo personaje. Pintoresco para unos, aburrido y hasta fanfarrón para otros - decían que era un baboso -, Ariel Penales no sabía qué estaba sucediendo, pues creía que eran los efectos de algún medicamento los que lo tenían sin chance de algún movimiento en sus brazos y en sus piernas. Casi cinco horas después de examinarlo, los médicos concluyeron que un derrame había afectado severamente la coordinación y la actividad motriz en su cerebro. Curiosamente, la capacidad de visión, habla y escucha estaban intactas. Era lo único que quedaba para él.
La noticia fue dura e increíble para nuestro amigo de las juergas, las mujeres y el hedonismo. No lo pudo soportar por un momento, pero quizá fue la misma impotencia de no poder levantarse y vociferar o gesticular airada y bruscamente la que propició que la pasividad, la aceptación y resignación fueran llegando y asentándose paulatinamente en su vida.
Ya habían pasado nueve años tras aquél insuceso, y Ariel, cada vez se había vuelto más silencioso. Meditaba demasiado, recordaba el pasado con tristeza, sabiendo que en su vida había hecho muy poco, que no había valorado las oportunidades de lucha que la vida le había ofrecido. Lo peor - y él de ello era muy consciente - era que aún en ese estado, no quería luchar ni comprendía que todavía, pese a todo, tenía chances de luchar, incluso, hasta utópicamente, de levantarse un día de esa funesta cama, la que unos meses después confirmó ser su sepulcro desde el primer día en que allí se postró.

1 comentario:

Flako dijo...

Poco es lo que aprovechamos las oportunidades de la vida, y lo peor de todo es que no sabemos cuando la vida nos puede apuñalar por la espalda, como le pasó a tu querido amigo Penales.

Sigues con maravillosos relatos; no he podido publicar por la jodida intensidad del estudio y de los dos trabajos.

Daniel.