viernes, 7 de abril de 2023

Prejuiciosa estupefacción

 Y estaba ella, con su hermosura y glamur, en una universidad pública que de eso, poquito (más bien es semiprivada). Saludo escueto, altivez predominante, desdén hacia el interlocutor que la saludaba con cierta alegría, por considerarla una conocida de casi toda la vida. Ante mis intentos por romper el hielo, por buscar una interacción amena, ella respondía con cierta arrogancia y finalizaba la conversación con un gesto discriminatorio en clave de “váyase”, como si yo fuese uno de sus subordinados en su aristocrática vida (pobres empleados o entorno laboral, los de esta princesa criolla).

Y entonces, años después, estaba yo ahí, en uno de esos trágicos momentos con el rol de ghostwriter a cuestas. De algún modo, ella consiguió mi número telefónico; me sorprendí al escuchar su voz, pero no me hice ilusiones ni fantasías románticas —algo otrora típico en mí—; solo me quedé esperando la razón de la llamada. No era otra más que “honrar” mi sombrío pasaje por ese sector subterráneo, fangoso, maloliente e ignorado de la academia. Necesitaba que alguien le redactara un trabajo académico “crucial” en las previas a su ritual de bautismo profesional, el mismo al que hemos asistido la mayoría de quienes culminamos algún currículo universitario.

Accedí a su solicitud. Quedamos de encontrarnos en la universidad un jueves en la mañana, para puntualizar la información que debería de ir en el texto del que yo me haría cargo. Relativamente, fue fácil. Era un tema que escapaba a mis conocimientos, pero posteriormente pude resolverlo y, cabe anticipar también, ella fue responsable a la hora de pagar por la labor realizada.

Lo particular de esta historia ocurrió esa misma mañana. Mientras conversábamos, por mera curiosidad, le pregunté sobre su interés por la lectura a lo que ella, típico de su actitud enormemente humilde, respondió, tajantemente: “Ay no, yo detesto leer y escribir”. Trastabillé (en sentido figurado) y, en medio de mi estéril estupefacción (demasiados prejuicios de mi parte, es menester reconocerlo) no me resistí a añadir otra pregunta, que iba más por el lado de lo afirmativo: “Bueno, pero te informas leyendo prensa o algo similar”… Su respuesta fue una solapada reiteración a lo anterior. Pero ya la impresión se había marcado.

Creo que el cúmulo de sensaciones en mí, durante ese lapso, fue muy similar a aquella tarde gélida en que casi sufro una baja de presión arterial y me lanzo de un carro en movimiento, tras escuchar a alguien justificando las conductas acaparadoras de algunas vacas sagradas frente a ciertas becas que mejor le caerían a un aspirante que sí requiriese el dinero. Ese alguien estaba inundado de precariedades materiales —deudas y demás—… Por eso el desconcierto frente a tamaña contradicción.

Pero esa es otra historia, un día de estos intento relatarla.

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