domingo, 23 de mayo de 2010

Grises concesiones

Mientras el bus avanzaba, Marco pensaba de manera angustiada y desordenada… Su joven rostro lo decía todo. Si daba la cara, era hombre muerto. No tenía elementos que pudieran salvarlo del final que le esperaba en caso de aparecerse ante Don Efraín. Sólo la memoria y los recuerdos de no haber fallado, a excepción de cometer un pecado venial ante las leyes no escritas que su máximo jefe había decretado tiempo atrás.

Marco, el guardaespaldas que hacía las veces de portero en aquél lugar, reunía todos los requisitos para ejercer de una manera “ideal” el cargo al que había aplicado una tarde en que no hallaba las posibilidades que le permitieran subsistir económicamente. De tez blanca, alto, levemente obeso, de piernas gruesas y fuertes, con un estómago un poco sobresaliente pero macizo, unos brazos que se ajustaban cual rompecabezas armónico con las piernas ya mencionadas, un cuello grueso que era observado con respeto (porque no se sabe por qué razones al mirarlo se pensaba en un tipo “duro” y cruel que no dudaría en usar su capacidad de persuasión a partir de la fuerza, si era necesario). Finalmente, su rostro parecía el de un buen sujeto, una cara un tanto larga, acompañada de un cabello castaño oscuro recortado militarmente, unos labios grandes y carnosos que mostraban bondad cuando él estaba en silencio o cuando sonreía, una nariz un poco gruesa – como esas que sólo tienen los que parecen temerle a muchas cosas –, y unos ojos pequeños pero brillantes, que aparentaban nobleza, apoyados por unas cejas oscuras y tupidas que contradecían la aparente bondad que el resto del rostro trataba de expresar, lo que podría contrariar las funciones y consignas que Marco tenía siendo lo que era en un mundo tan complejo y azaroso como en el que había decidido ingresar.

Durante el tránsito indefinido, producto del caos en el que había acabado de entrar desde la noche anterior, Marco recordaba desde el principio las razones que lo habían motivado a desertar del bar. Haber cedido, con profundo morbo y perversión ante la fuerte tentación que sintió desde el principio por Amalia, la trigueña aquella de cabello negro con castaño artificial ondulado, senos un poco caídos de pezones exagerados, manos largas y delgadas de largos dedos con uñas color rojo, rostro enjuto levemente bello y piernas trigueñas delgadas pero bien formadas, prostituta que laboraba allí y con la que él había construido una gran confianza, fue el error más grande que cometió, aunado a la vil propuesta que Don Nemesio – ese pelón y un poco obeso e imberbe socio de los negocios de don Efraín – planteó.

La carnal orgía que sería placentera, terminó en fatalidad. Don Nemesio, quien tenía a “la Amalia” entre sus predilecciones sexuales, quiso proponer algo fuera de lo común en sus encuentros con ella: integrar a “ese muchacho, el Marco, que se ve interesante, para darle bien duro a esta zorrita”, como lo murmuraba con su cara de mafioso degenerado aunque fuera un tipo muy educado y experto en asuntos de etiqueta.

Marco, impulsado por la gran tentación que siempre había sentido por Amalia, accedió a la petición del socio de su jefe. Se fueron para una suite privada que el bar tenía en el segundo piso. Desde allí se contemplaba el patio interior del bar, con su jardín adornado por unas azaleas bien cuidadas, con una fuente de agua que traía los típicos angelitos escupidores de agua por la boca. Allí, Don Efraín bebía un café bien caliente todas las mañanas, leía la prensa, mientras sus escoltas merodeaban por el recinto, atentos a cualquier cosa. Con su cabello negro engominado hacia atrás, sus cejas tupidas y oscuras, ojos grandes pero fruncidos por los párpados protuberantes, nariz aguileña y bigote engomado, labios medianos y mentón un poco cuadrado cual figura geométrica, Don Efraín se dedicaba a esperar la llegada de Ofelia, administradora del bar, que le rendía cuentas diarias sobre el funcionamiento del lugar. Todo ello desde ese patio que había sido decorado como jardín y que, como fue dicho más arriba, podía ser avistado desde la suite privada, que tenía ventanas polarizadas, las que daban al jardín y a la calle, de paredes interiores color crema, con alfombra color marrón, muebles cómodos, ruleta de juegos, mesa de billar, repisa de licores, rocola con innumerable cantidad de variada música, un sofá cama para descansar, y otro pequeño recinto donde había una cama enorme para dormir.

En ese sofá cama, comenzó la juerga triangular. Don Nemesio besaba y manoseaba a la Amalia, la desnudaba despaciosamente, para luego pasar sus manos varoniles y peludas por los lugares más íntimos de ella, quien gemía suavemente, fingiendo un poco, sintiendo levemente. Marco, estupefacto, no podía contener el caudal de morbo que se iba acrecentando. Quería participar, pero un pudor moral lo instaba a no hacerlo. Noche larga, donde Don Nemesio prosiguió en su juego de besos y manoseo casi hasta la medianoche hasta que pidió, a manera de orden, la concurrencia de Marco. “Venga pues pelao, no lo traje para mirar, venga a comer”. En ese instante, cuando parecía que los deseos pervertidos se concretarían, se sintió la abrupta irrupción de alguien en la suite, que fue poco visible, más parecía una sombra bien uniformada que les disparó indiscriminadamente con una pistola silenciadora, pero sólo consiguió atinarle a la desventurada mujer, pues Don Nemesio, de manera hábil, supo rodarse y refugiarse al lado del sofá, mientras Marco solamente se tiró al piso.

Lo de los disparos fue un elemento distractor para irrumpir sin problemas a un lugar más privado de la suite y robar una serie de documentos importantes para Don Efraín, Don Nemesio, varios de los socios restantes (eran otros cinco) y la organización en sí. “¿Qué vamos a hacer, Dios mío, qué vamos a hacer?” era la frase que comenzó a repetir Don Nemesio muy asustado al ver a la Amalia muerta, con varios agujeros de bala, tiñendo con su sangre el sofá, y al darse cuenta que los mencionados documentos, habían sido hurtados, luego de revisar la habitación dentro de la suite donde estaba la cama y una especie de caja fuerte donde se almacenaban varias cosas importantes. “Y Efraín me había dicho que aquí no hiciera nada, y menos con las muchachas”, seguía reprochándose Don Nemesio.

La angustia era grande, porque Don Nemesio notó que en la caja fuerte hacían falta unos documentos relacionados con evasión de impuestos, actas de propiedades que probaban testaferrato y compra de insumos para producción de narcóticos, listas de lugares con personas secuestradas y muertas por la organización, tierras expropiadas a la fuerza a humildes campesinos, todo ello suficiente para hundir a todos los miembros de la organización. Parecía que tal ataque había sido perpetrado por enemigos que querían prosperar a costa de negociar con el gobierno el hundimiento de otros, en este caso, de la organización de Don Efraín.

El error fatal de Don Nemesio había comenzado desde que eligió llevar a cabo sus pretensiones sexuales en la suite privada, expulsando de allí a los permanentes escoltas, pues el lugar nunca había sido usado con fines sexuales, así la cama estuviera allí. Ella sólo era usada para dormir. Para los encuentros carnales había otras habitaciones, quizá más modestas, pero al fin y al cabo, diseñadas en función de dichas relaciones. Don Nemesio había roto una regla cardinal en el uso del bar, lo que podía costarle graves problemas. La suite privada era un recinto casi sagrado en los negocios que la organización manejaba. Era el sitio de reuniones y juego de los jefes, pero nada más. Siempre debía estar bajo estricta vigilancia, con escoltas de confianza, dado el contenido de elementos importantes allí.

Marco, enmudecido, sentía haber cometido el peor error de su vida. Podía ser condenado como cómplice del ladrón misterioso y a su vez, como compinche de Don Nemesio en la ruptura de la regla jamás escrita. La condena, bien sabido en el mundo del hampa, no sería la remisión a un lugar de castigo, a llevar labores culinarias o carpinteriles, trabajos forzosos. No. La muerte era la compensación de los errores cometidos, no había excusas, no había abogados defensores que ayudaran a justificar lo acaecido. Todo ello recorría la cabeza de Marco mientras veía a un cada vez más angustiado Don Nemesio, quien en un momento cúspide de desesperación, tomó su pistola automática y se disparó bajo el mentón cerca de la garganta, cortando de un tajo su propia vida, así la bala podría llegar al cerebro y acabar con todo. Él también sabía cuál podía ser la reprimenda a su osadía.

Marco, cayendo en una angustiante desolación, comenzó a pensar en Carla, su novia, el amor de su vida. En sus cabellos negros y ondulados, que casi llegaban a la cintura, en sus ojos grandes y vivaces color castaño, en su nariz pequeña pero bien formada, en sus labios carnosos con sabor a dulce, en su tez trigueña que lo hacía suspirar… La había traicionado. Comenzó a lamentar haberse prestado para el juego que Don Nemesio había propuesto. Ahora su vida estaba enmarañada más que antes.

Rápidamente, de manera arriesgada, buscó una de las ventanas que daba con la terraza de una edificación vecina, que a su vez conectaba con otra terraza y de ésta podía partir a otra ventana donde saldría a un pasillo de un hotelucho decadente que carecía incluso de vigilancia y por el cual podría salir a la calle. Lo logró. Sin pensar mucho, ya amaneciendo, con la salida del sol, abordó el primer bus que encontró, sin saber hacia dónde dirigirse. Pensaba en su familia, en irse a casa y contarlo todo. Pero luego, una idea peligrosa lo sedujo, jugando con su ingenuidad: ir a la fiscalía a contar todo lo que sabía sería una buena idea para salvar su vida. La descartó sutilmente, pensando en el bienestar de su familia, pero tal tentación seguía navegando en su mente, de manera disimulada. ¿Qué hacer? El bus avanzaba cada vez más, y el recorrido parecía un sueño difuso, gris, opaco y paso a paso etéreo, pensando que podía ser un mal sueño, pero todo era tan real…

No hay comentarios: