jueves, 13 de mayo de 2010

Ojos de pinturas

Sentado en el sofá de esa casa que le era poco conocida, Ariel observaba detenidamente todo a su alrededor. Las paredes azul cielo inspiraban paz, pero la oscuridad del lugar disparaba, de manera violenta, un enorme y profundo sentimiento de soledad. Las cortinas blancas de las ventanas, limpias, pero baratas, de poca calidad. Los muebles, color verde oliva, pese a su estrechez, eran cómodos. El baldosín del suelo, de un color café oscuro, combinaba con la oscura soledad del recinto.

Era un escenario muy sugestivo para la coyuntura por la que estaba pasando Ariel, quien a sus 20 años aparentaba una edad mayor, con su cabello un tanto largo, una barba que llevaba varios días sin ser afeitada, unos ojos pequeños pero provistos de una siniestra brillantez que hacían de él un sujeto particular que en realidad, en sus pensamientos, danzaba entre la locura y la cordura, entre un mar de sentimientos divergentes que confluían en un mismo lugar para ocasionar un caos que él eludía en su rutina y en la negación a pensar, a filosofar. Su corpulencia era comparada con la de algunos modelos de las revistas de farándula, pero su rostro parecía de un cavernícola sacado de los libros de ciencias naturales, con su nariz de poma, sus ojos hundidos y una frente prominente, con su mentón exagerado, y sus pómulos sobresalientes. Todo un espécimen para esa sociedad “moderna” de las computadoras y el Internet, de los vehículos costosos y los bares de bebidas exóticas, de relaciones fugaces, de los niños bonitos y las niñas chéveres que le verían como un tipo raro y aburrido, que no encajaba en el contexto al que por azar había llegado.

Su dilema estaba centrado en la llegada a su vida de lo que él creía una posibilidad de amor muy latente, que le costaba, a su vez, la pérdida de ciertos valores que él había tratado de mantener durante toda su vida. Criado en un entorno ultra católico, había desarrollado una ferviente atención a los mandamientos. Paradójicamente, estaba incumpliendo uno de ellos al meterse con la mujer de el que él, en su dialéctica, podía considerar “prójimo”.

Y allí, en la casa de ella, “su amada amante”, el registro de la existencia de ese prójimo era evidente en casi todos los rincones. Un pintor reconocido en su gremio que había llenado de cuadros la vivienda de su prometida, a la que rebasaba en edad. Casi veinte años de diferencia podían ser una brecha irreparable entre ambos. Aún así, Hernando Carnero, con sus cuarenta y tantos, sus notables entradas de calvo, su barba que lo hacía parecer un maduro interesante e intelectual, su nariz casi aguileña, sus ojos oscuros y opacos que parecían no manifestar algo, su mentón de héroe griego, sus labios partidos por el sol de las caminatas matutinas, con sus ademanes pausados pero enérgicos, parecía entenderse a las maravillas con Sandra, su novia.

Le había obsequiado un sinfín de pinturas con las que ella había adornado casi toda la casa, y gracias a las cuales suspiraba con alegría, evocando a ese “hombre en todo el sentido de la palabra” que la había hecho mujer, con experiencia, con su virilidad descomunal, su pecho velludo y sus manos venosas que la acariciaron bruscamente, para luego reventarle de un zarpazo la castidad que logró salvar en su adolescencia, acosada por las influencias externas que trataban de arrebatarle la niñez que había querido conservar. Con él perdió todo ello, pero ganó al habérsele entregado en un momento más maduro de su vida. Ella, con una cadera que hubiera podido ser envidiada por la más atlética de sus vecinas, con exuberantes y jóvenes pechos, de pezones exagerados, antes erizados ante la presencia de Hernando – y también la de Ariel cuando la oportunidad se prestaba –, le servía un café a su nuevo amante, mirando de soslayo las obras de arte de su amado, luego ruborizándose sutilmente al saber que traicionaba al hombre que le había dado tanto, sintiendo la mirada juvenil, ansiosa e insegura del reciente compañero de lecho que había encontrado por azares de la vida.

Él, mientras tanto, observaba con silencio, prudentemente, las creaciones de ese señor del que sólo conocía eso, su arte. Ya llevaba seis meses saliendo con Sandra, y quince días después del primer beso, habían tenido un furtivo pero ardiente encuentro sexual que les deparó mayores y frecuentes copulaciones, muchas de ellas en la casa de esta mujer, en la habitación que parecía galería de la exaltación al ego de un artista destacado, al cual adulaban constantemente – algunas veces de manera hipócrita – sus colegas.

Ariel, totalmente desnudo, tumbado boca arriba sobre la cama disfrutada por tres personas en distintos momentos, observaba detenidamente a su alrededor. Se enfocaba en las pinturas, alimentando un sentimiento de paranoia y de temor que le ocasionaba un asmático ahogo pasajero, del cual Sandra, ingenuamente, desconocía sus orígenes, pero que era diluido con la orgásmica erupción del volcán eyaculatorio. Los sujetos clásicos y posmodernos de dichas obras parecían observar, con sus ojos de mentiras, las verdades acaecidas producto de esta furtiva relación. Ariel así lo creía, y masticaba una especie de odio, asco y repugnancia contra sí mismo que se camuflaba en malestar ante el desconocido pero decisivo Hernando. Sus obras eran la extensión de él, y por ello, daban cuenta de la realidad acaecida a sus espaldas. Él lo sabía todo, pero todavía no lo reconocía, asimilaba ni adoptaba. Por su parte, el juvenil amante seguía acrecentando un mar de tormentos que serían retribuidos con la frustración de estar en un mundo que no le pertenecía.

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