domingo, 5 de marzo de 2017

El Quindío y la tragedia de aquel 99 (remembranza)

A mediados de los años noventa, ya mis abuelos maternos habían dejado la amena vida en el campo quindiano y las acogedoras fincas de Montenegro para radicarse en la urbe, concretamente en Calarcá; llegaron a un caserón inmenso, de dos pisos, ubicado en una de las arterias comerciales de la localidad, que desafortunadamente se hallaba muy deteriorado a causa de esa ecuación que conjuga la inclemencia del tiempo con la falta de mantenimiento riguroso; empero, su imponencia evidenciaba que alguna vez tuvo mejores días; a pesar de esa decadencia, era hermoso y llamativo.
Se decía que allí vivió el abuelo de quien era el alcalde del pueblo por aquellos días. Sinceramente, esto puede no tener mucha relevancia, porque ni recuerdo quién era ese alcalde ni menos su abuelo, pero la sensación que yo tenía era casi la de ahora: Calarcá es una localidad fundada en 1886, resultado de esa ola decimonónica de migración y apropiación de la tierra conocida como la colonización antioqueña; no es un lugar tan antiguo si se piensa en los términos político-administrativos contemporáneos, y, de niño, yo sentía cierta proximidad temporal con ese abuelo del alcalde. Ahora, visto en perspectiva histórica, y reiterando la “juventud” del pueblo, pensaría que, hacia 1994 –época en que mis abuelos arribaron al caserón mencionado– ese edificio podría tener menos de cien años, teniendo en cuenta que no estaba tan cerca del parque principal.
A finales de ese año yo cumplí los ocho años de edad y a principios de 1995, el abuelo falleció; él tuvo la intención de restaurar la casona pero luego desistió de la idea y además la muerte truncó sus posibles proyectos; en años posteriores ocurrieron algunos temblores de tierra y uno de ellos, tal vez en 1996, motivó a mi abuela a realizar las gestiones para demoler la vivienda y construir una nueva, con más condiciones de resistencia. En 1997 se llevó a cabo todo el proceso y hacia 1998 se tenía una casa “híbrida”, con dos grandes habitaciones bien cimentadas, con bases propicias hasta para resistir cuatro niveles, ubicadas en la parte delantera del terreno –la que da a la calle–, con un patio intermedio que continuaba las fuertes bases y remataba con unas habitaciones hechas en madera, que en realidad era reciclada de tablones y otros elementos de la antigua casona; en ese sector de la casa también se ubicaba la cocina. La construcción de material estaba en obra negra y era algo rústica, lo cual generó comentarios despectivos en algunos lugareños o transeúntes, quienes consideraban que “afeaba la zona”.
Y así llegó el trágico 25 de enero de 1999, una fecha que, así suene a frase de cajón, partió en dos la historia de las tierras quindianas: un sismo de gran magnitud cobró innumerables víctimas y causó enormes estragos en el eje cafetero; los dioses griegos se ensañaron especialmente con las tierras quindianas. Apenas a eso de las 6 de la tarde, aproximadamente, me enteré de lo ocurrido, justo cuando regresaba del colegio a la casa; una tarde algo gris, y el silencio, preocupación y consternación eran comunes denominadores en mi casa. Los nacientes canales privados de televisión estaban cubriendo la novedad de manera intensa y dedicada. En adelante, llegaron varias horas de tensión e incertidumbre. Afortunadamente, con el paso del tiempo, fueron llegando alentadoras noticias: ninguno de nuestros familiares o allegados pereció en la tragedia; tal vez hubo algunas pérdidas materiales, pero lo más valioso, la vida de cada uno, permaneció. Finalmente, a eso de las 11 de la noche supimos que la abuela estaba bien y así pudimos reposar de la angustiosa vigilia.
Recuerdo que toda esa incertidumbre me generó un cuadro febril y me la pasé todo el martes 26 al tanto de las noticias; vi con horror y tristeza cómo una región tan bella había sido brutalmente transformada en angustia y muerte, en desolación total para los ánimos de algunas personas, en resignación e invitación a la perseverancia para otras: varios lugares que yo conocía perfectamente habían caído.
No recuerdo que día exacto pudimos comunicarnos directamente con la abuela y los tíos, pero tuve la oportunidad de conversar con ella y sentir felicidad en su voz y en sus palabras: era la gratitud a la Providencia por estar con vida y además la oportunidad de dar la mano a otras personas, representada en la condición de albergue que tomó la nueva casa: 42 personas, víctimas de la tragedia, con sus viviendas destruidas o en riesgo de colapsar, residieron allí por varios días; la abuela estaba contenta porque su lema de hacer el bien sin mirar a quién estaba realizándose y me dijo que ya podía morir tranquila. Vivió otros catorce años en los cuales fue reconocida por esos vecinos como “la abuela”; su carisma, su calidez y hospitalidad fueron los referentes que toda la vida la distinguieron y se apuntalaron en esos tiempos aciagos de la calamidad regional, en beneficio de la comunidad cercana a su hogar. La casa nueva, despreciada por algunos se convirtió en faro de convivencia durante un lapso de tiempo.
Ayer se cumplieron dieciocho años del terremoto ocurrido en el Eje Cafetero; cada año se realizan, de manera oficial, actos conmemorativos con relación a la trágica fecha, que arropan, al menos simbólicamente, a las personas que vivieron en carne propia los estragos de la catástrofe. Ese 25 de enero de 1999 fue traumático, y yo viví, a la distancia, una pequeña parte. Este escrito es una pequeña reflexión con aires de reminiscencia; no soy quindiano, y mis abuelos no lo eran, pero se establecieron en esas bellas tierras y allí pasaron sus últimos días; eterna gratitud y amor a esa región, siempre anhelo volver y prometo hacerlo al menos una vez por año.

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