viernes, 12 de mayo de 2023

Antesala promisoria

El equipo había ganado el partido, con un estadio cuya ocupación superó el aforo máximo permitido (vendieron más boletería, aprovechando el momento “histórico” que se atravesaba y, seguramente, las falsificadas también abundaban). Era una noche de mayo, lluviosa, y en los 90 minutos de la contienda deportiva no paró de llover. Nos mojamos, quedamos afónicos, pero también inundados de dicha. A la salida, entramos a una de tantas carpas aledañas al estadio, en las que venden licor y ponen música. Era meritorio celebrar la gesta del equipo amado. De mis cercanos, habíamos concurrido cuatro personas. Yo era el menor del grupo; los demás, “mis adultos responsables”.

Pedimos aguardiente; los pasabocas eran pedazos de naranja y crispetas. Entre la variada música, sonaban algunos temas del novedoso reguetón, sobre el cual varios pensábamos, en aquellos días, que sería moda pasajera. En algún momento de la noche, aparecieron dos bellas, jóvenes y esbeltas morenas, con las que entablamos conversación.

En algún momento, ya cada vez más difuminado el horizonte interior —amén del caluroso aguardiente que entraba dando codazos por la garganta y seguía así su desplazamiento por el pecho—, salí a bailar. Yo, entonces dieciseisañero, alumno deficiente en esa materia, “dos pies izquierdos”, terminé bamboleándome al son de varias piezas musicales. De las dos jóvenes, había una más trigueña que morena. Fue surgiendo la empatía; íbamos conversando, levemente (y hasta donde el volumen de la música lo permitía) de distintos temas.

Terminamos estrechándonos, en la pista, al son de algún reguetón y sentí la posibilidad de lanzarme a algo más. Tanteé y no emergió problema alguno, en inicio. Avancé, delicadamente, rozando con los dedos la cintura, susurrando levemente al oído de ella, mientras daba la espalda en algún momento de la danza. La humedad tropical trascendía, se sentía el ruido leve de la lluvia mojabobos cayendo sobre el techo de lona. El piso estaba levemente fangoso. Íbamos bajando en el zarandeo bailarín, con cadencia, con lentitud, como meciéndonos levemente. Seguí titubeando y la parálisis ganó la partida.

Ya eran las dos de la mañana y, en esta enorme parroquia latinoamericana, era hora de cierre. Logramos conseguir el taxi de retorno a casa. En el camino —y por un buen tiempo— me quedé recordando ese éxtasis de una antesala promisoria, con una danza no concluida.

No hay comentarios: