domingo, 14 de mayo de 2023

Renuencia

La secuencia se repite. Estoy casi en el centro del comedor antiguo de madera, que pareciera elaborado con otro material, porque se expande y se expande, se prolonga y se vuelve inmenso, como si fuera dúctil, como si con pellizcarlo y jalar, desde cualquiera de sus partes, se estirara con facilidad. Mi plato también se agranda, pero tiene lo mismo que pido siempre: arroz blanco, con cebolla de rama finamente picada. Lo atiborro de kétchup y ahí comienza inundarme una sensación enorme de placer y de plenitud. De inmediato, un montón de rostros se enfocan en mí; comienzo a tensionarme, parezco cumpliendo una evaluación. Se disloca la escena.

“¿Y yo qué culpa tengo?” Pienso mientras me voy llenando de desesperación, que se va tornando en ofuscación. Les miro a ellos dos y, a la primera oportunidad en que estamos solos, llevo a la oralidad esa pregunta. Se evidencia mi consternación, incluso algo de angustia.

De repente, le encuentro al “otro”; se me hace bastante familiar, pero no le ubico. Incluso, en los innumerables y permanentes zigzags mentales en que vivo, llego a considerar un sinfín de posibilidades y hay una muy loca que prefiero no mencionar (o tal vez lo haga líneas más abajo).

“No es mi culpa, no estoy rehusando a comer esto por mero capricho. No me provoca, no me siento dispuesto, no es de mi gusto”. Simplemente, es eso. No estoy enfermo. No me estoy muriendo, no me estoy atrofiando. Aparto el plato, vacío, disfruté bastante, pero se me arrugó el corazón.

... Vuelven las diatribas.

Otra tarde más, tratando de levantarle el ánimo a ese niño… Lo observo sin que me vea, y me causa bastante impotencia; no sé qué hacer con él. No sé cómo darle el consejo más acertado posible frente a eso que parece trivial, pero que es una cotidianidad que se va tornando en drama (quizá por el exceso de presión, por cierto, innecesaria). De todas formas, él puede volverse desesperante e irritante; a veces no sé cómo mis papás se lo aguantaban. Al principio, no alcanzaba a comprenderlo. En variados momentos me llegué a ver tentado por darle un bofetón o un correazo, a ver si así “agarra carácter”, a ver si así forja criterio. Pero he logrado contenerme, alcanzar la serenidad —incluso hasta llegar a enternecerme con él—. Veo su respiración agitada, su gesticulación, la manera como, prácticamente, dibuja con sus manos cada palabra que expresa y comienzo a reírme, sutilmente, para no achantarlo, para que todo eso que quiere desahogar, fluya. Para que sea él mismo.

Él cree que soy un desconocido o que soy un amigo imaginario, porque los demás no me ven, pero soy, estoy, le hablo, trato de tranquilizarlo y lo voy acompañando. Todavía no comprende el vínculo, somos bastante allegados. Ni siquiera se da cuenta que yo también, a pesar de las tensiones que él mismo me ha generado, logra brindarme enorme tranquilidad cuando voy a buscarlo para seguir observándolo, para seguir recordándolo. Para reconstruirlo, porque parece que hoy, después de tantos años, no está presente como sí lo estuvo en otros tiempos.

 

El ciclo se repite, ese sueño vuelve a cada noche, la mesa se prolonga, las caras afiladas buscan apuñalarme, no es su deseo, pero, en apariencia, al menos en ese instante, así fungen en la película que me invento y que agudizo horas más tarde, hablando conmigo mismo frente al espejo. Más tarde, o incluso ya entre semana, en plena jornada escolar, mientras la profesora explica un montón de cosas que no estoy interesado en entender, comienzo a dibujar monstruos con dientes afilados, con lenguas babosas y puntiagudas también. Es mi distorsión porque me llené de ira y trato de canalizarla.

Vuelvo al comedor, miro alrededor, y me doy cuenta de algo que fui. Trato de tantear, preguntándole a la oscuridad qué seré más adelante.


No hay comentarios: