jueves, 18 de mayo de 2023

Pulcra incursión escolar

Andaba, como casi siempre, en el paro. Seguía arañando algunos centavos con mis trabajos precarios de escritor fantasma, mensajero, redactor de esquelas con lugares comunes para gente que se fascina con eso, repartidor de publicidad… Casi todo, a fin de cuentas, estaba orientado hacia lo mismo: hacerle oda, así fuese en una versión bien trucha, al dios Hermes (no tanto en lo de ladrón, aunque lo de escritor en la penumbra, despojado del honor, se le aproxima).

Alguno de mis amigos me recomendó en un colegio administrado por la iglesia católica. Debía de presentarme a una entrevista un lunes, a eso de las siete de la mañana y la distancia entre el lugar en que residía hasta la institución era de aproximadamente dos horas. No era muy divertido que digamos, pero, realmente, necesitaba dinero y menguar la inestabilidad que ya estaba incrustada en la carne con tanta violencia que había llegado a considerar entrarle a otros negocios para resolver las necesidades más básicas, o terminaría desapareciendo en el intento.

El día de la entrevista me levanté, con harta dificultad, faltando un cuarto para las cuatro de la mañana. Me duché en tres minutos, con agua fría y, al final, ello terminó despertándome más. No me preocupé mucho por el atuendo. Iba con unos tenis pisahuevos negros sin lavar, un bluyín raído, con huecos que valen más que el mismo pantalón. Aunque este no era de marca, era de los más baratos —incluso adquirido en un mercado de segunda— yo lo terminé de desgastar y le hice los orificios a punta de persistencia, curiosidad e hiperactividad; la camiseta era de esas “chinas”, color gris, sin dibujos, logos o cualquier motivo que se ocurra. Tenía una mancha de aguacate que no pude limpiar, pero me daba igual. Me peinaba con la mano, no le veía sentido a usar peinillas. Incluso llevaba dos meses sin ir a la peluquería, así que el pelo estaba algo largo, tirado hacia el lado derecho, raya precaria en el lado izquierdo de la cabeza.

Luego del prolongado viaje de casi dos horas, que implicó tres transbordos (bus, tren, bus y otro bus), logré llegar al colegio. Tenía, ante mis ojos, un edificio de cuatro niveles con arquitectura muy ajena a los conceptos de belleza desde lo estético. Solo era una caja grande de hormigón que cumplía con el uso destinado; debo decir que más parecía una especie de cárcel, porque los materiales me incitaban a pensarlo así: paredes color gris, descuidadas, con rayones que incluían distintos mensajes (algunos creativos, otros no); ventanas con barrotes redondos, baños con una olímpica fetidez —al menos uno al que entré a orinar—; el patio, el típico patio de colegio: una placa enorme de cemento, sin techo, encerrada por paredes en los cuatro lados; un hueco en el que la luz solar penetraba con dificultad. En una de las paredes estaba ubicada una tienda de lata, de esas que fueron muy comunes en los años novena, proporcionadas por las empresas de refrescos.

Los salones seguían afianzando mi percepción del lugar: baldosas antiguas color rojo, paredes con pintura en decadencia, sillas en precarias condiciones; al menos los tableros ya no eran de pizarra clásica y así la planta docente no seguía haciendo abonos para enfermedades pulmonares amén de la tiza.

La oficina donde me entrevistarían quedaba en el último nivel, el cuarto. Las escaleras para llegar allí eran las de dos tiros, habituales —una vez más— en esta clase de edificios. Llegué puntual. Me recibió la coordinadora académica, una mujer algo madura, quizá unos quince años mayor que yo, de rasgos duros, pero de formas y expresiones suaves. Nos saludamos con un frugal apretón de manos. Sin embargo, decidí archivar los formalismos y me senté de carrizo, mientras apoyaba el codo derecho en el espaldar de la silla. Ella se inquietó, pareció incomodarse.

Comenzó a hablar, me proporcionó un panorama sobre la institución, su importancia para la comunidad y todos esos detalles que invitan al interlocutor a apreciar “la grandeza” del lugar visitado (también son ese tipo de formas de predisponer a los posibles candidatos a laborar, para que valoren, ajenos a la confianza, “la oportunidad”). Su voz me pareció dulce, pero también infundía autoridad y severidad; cada palabra era usada adecuadamente; la intención estaba sustentada o había coherencia entre lo que parecía pensar y lo que quería manifestar. Advertía que no quería profesores ociosos ni pendencieros; alababa la disciplina por encima de todas las cosas.

Después de ese preámbulo bañado en oda a la institucionalidad, comencé a sonreír levemente y no me aguanté las ganas de pedirle un cigarrillo, después de poner mis pies sobre el escritorio que nos separaba durante la entrevista. Noté que se ruborizó, pero, de inmediato, disimuló con maestría. Me negó el cigarro y endureció el tono de su voz, pero continuó la entrevista. Llegó a la típica pregunta de las motivaciones para ejercer el cargo de profesor allí y, sin dejar añorar el cigarrillo y la taza de café, le respondí, a grandes rasgos, con un discurso —muy rebuscado, pero efectivo— sobre la importancia de una disciplina con acompañamiento, paciencia y disposición a escuchar y observar; exalté las bondades de la institución y fingí que había investigado con más detalle al respecto. Todo ello lo dije manteniendo la postura adquirida cuando pedí el cigarrillo, acompañándola con movimientos leves en las manos, mirando a la coordinadora a los ojos con coquetería, expresándole mi interés en tomarme ese café —al menos inicialmente— con ella.

Después de media hora, aproximadamente, la entrevista concluyó con la típica frase “le estaremos avisando”. Ocho días después, estaba firmando el contrato. Trabajé allí un año y un día, cuando vi mejores horizontes, renuncié. La coordinadora y yo tuvimos un affaire cuando llevaba dos meses como profesor. Esa relación se prolongó y dejó de ser “pasajera”, pero también concluyó dos meses después de mi salida del colegio.

Había olvidado comentar que, el día de la entrevista, después de concluir, entró a la oficina otro tipo que esperaba reunión con la coordinadora. Todavía lo recuerdo: un gordito muy engalanado, pulcro, con la ropa planchada rigurosamente: camisa blanca casi totalmente abotonada, pantalón de paño oscuro, zapatos formales bien embetunados y un saco de gamuza muy cuidado color café. Su loción parecía cara e inundó el pasillo. En los pocos segundos que lo observé, lo vi bastante rígido en su actitud y a la vez encorvado en su postura. Aspiraba al mismo cargo que yo y su exceso de seriedad aturdió a la coordinadora; asumió que no era apto para esa labor.


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