jueves, 11 de mayo de 2023

Encallada en segundo-tercer capítulo

Éramos muy jóvenes entonces. Yo ni llegaba a los veinte. Entonces estábamos en una etapa bien hormonal. Plan vacaciones en un pueblo húmedo, porteño, que bordea un caudaloso río de aguas color café con leche (lo habitual); de calles precarias y polvorientas, donde te das un duchazo para mitigar el bochorno y salís sudando. Los ventiladores de techo, esos que se ubican en las vigas, con sus enormes aspas y su lento girar —siempre me recuerdan algún restaurante de comidas rápidas genérico en el centro donde su movimiento arrulla la espera del pedido— son inútiles allí, solo ocasionan un consumo innecesario de energía eléctrica, porque no mitigan el sofocante calor.

Enrique tenía familia en el pueblo y me invitó a pasar unos días allá. Sus parientes fueron muy hospitalarios y todo fluyó bien. En vísperas del regreso, él y yo salimos a comer papas fritas y después a beber el licor que se atravesara, además de buscar alguna clase de encuentro con mujeres, a la larga, el deseo de copular —que nunca había ocurrido en mi caso— era latente y pensaba que daba igual cómo ocurriera, con tal de que se lograra.

Las papas fritas estuvieron de rechupete, las llené de salsa de tomate y salsa rosada. Una bebida de leche achocolatada era el acompañamiento. Una vez culminamos la comida, nos fuimos a tomar cerveza.

La búsqueda de mujeres ni siquiera inició. Tal vez hubo desinterés, además del ajustado presupuesto —o ¿el orden de los factores no alteraría el resultado en ese caso?—, pero no hubo ni siquiera intentos —forzados o no— de cortejo con las lugareñas, o con quienes fuera posible.  A eso de la una de la mañana y después de unas cinco o seis cervezas, decidimos tomar rumbo hacia la casa de los anfitriones locales pero, en el camino, hubo cambio de planes: los estertores, consecuencia de la exótica mezcla de comidas y líquidos, asaltaron nuestro pleno transitar por el pueblo y nos obligaron a buscar algún lugar en el cual superar el curso azaroso de los alimentos procesados.

Por azares de la vida, un primo de Enrique estaba vigilando un edificio de la administración pública, concretamente uno en el que se albergan niños sin hogar o cuyas familias tienen diferentes dificultades. Urgidos, ingresamos allí. Nos facilitaron los baños, pero los únicos disponibles contaban con sanitarios pequeños, precisamente para los ocupantes de rutina. Hubo que hacer malabarismo, cual águila en vara de loro, para poder dar curso a la urgencia fisiológica. Para adornar aun más la escena, no había puertas para cada sanitario y al frente de todos se imponía un espejo enorme. Enrique y yo terminamos casi viéndonos las partes en ese pintoresco momento.

Finalizado el ritual de “hacer la plastilina humana”, decidimos dormir en el mismo edificio; era tarde y consideramos peligroso seguir el camino hacia la casa. El “vigilante” nos facilitó unas colchonetas y nos ubicó en una oficina, tal vez la del director de la sede. Al principio no dormimos, pues había un televisor con un sistema de numerosos canales. En uno de tantos, emergían las imágenes explícitas de parejas y grupos asistiendo a la cópula editada que, en esencia, es el porno. Enrique abrió los ojos con inquietud, yo miré de reojo y reí ante la ironía del buen uso que se les da a los recursos públicos para pagar un canal que, por lo general, es privado y de cuota adicional. Luego, me acomodé de lado para intentar dormir.

Esa noche sí se mitigaron las alteradas hormonas, pero no como se esperaba. Nada trascendental ocurrió y se salvó la reputación al no terminar regando —con la lentitud pegajosa que ocasiona la temperatura de un pueblo como el descrito— otros fluidos y sustancias mientras se andaba a paso acelerado en medio de la noche.

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