sábado, 20 de mayo de 2023

Vidrioso

 No encontramos a ninguno de nuestros allegados en la sala de espera. El camino recorrido hasta allí se hizo tan prolongado que parecía un viaje eterno, inconcluso, que deseábamos finalizar con urgencia. Los pensamientos angustiosos frente a eso que es inevitable, abundaban; el sentimiento de resignación quería emerger, pero no lograba su cometido —como casi siempre suele ocurrir—.

Nos sentamos en las sillas de la sala, pero a los pocos minutos salió el tío Alberto, el mayor. Se le notaba descompuesto, con los ojos humedecidos; no había podido contener las lágrimas, aunque no las dejó brotar delante de nosotros (quizá lo hizo durante el trayecto entre la habitación y la sala de espera). Él, tan vital, tan jovial y firme en sus buenos ánimos, parecía derrumbarse ante el desalentador pronóstico. Nos saludamos con calma, con un abrazo fraterno, pero suave, sin fuerza, sin agudizar la angustia o la tristeza; impidiendo que el caudal de sollozos reventara. De todos modos, la congoja estaba allí, apoderada del recinto, nos habitaba totalmente. No había un fondo más profundo por tocar.

Ese saludo fue el ritual de intercambio, previo a nuestro ingreso al cuarto. Nos dirigimos con bastante incertidumbre. Cada paso aumentaba la agitación de mi respiración, mientras la banda sonora de mi cabeza estaba ausente y era usurpada por ese otro yo —o esos otros yo— que me bombardeaban con numerosas preguntas y reflexiones. “¿Cómo estará?”; “¿Con qué me voy a encontrar?”; “¿Será esta la despedida?”; “Si mi tío salió así de desencajado, tal vez haya que prepararnos para lo peor”.

Mi hermano ingresó primero a la habitación. Me retrasé unos pocos segundos —no quería llevar la delantera en ese álgido momento—. Había renunciado a hacer algún tipo de aparición “protagónica” (y con eso me refiero, para ese instante, a un partícipe silencioso, casi oculto) en la tarima donde se representaba esa dura escena en la tragicomedia de la cual soy rehén, pero sí, principal, al menos en la versión que me entregaron, sin saber, sin consultármelo. Y era lo mejor, siempre había sido lo mejor. Ojalá muchas actitudes siguieran ese camino.

Con los pocos segundos que pude ganar, logré recargar fuerzas y crucé el umbral. Lo vi rígido, boca arriba, los ojos vidriosos y detenidos, como si miraran a un solo punto, o como si no miraran para ninguna parte; a fin de cuentas, tal vez fuera como eso que llaman “mirada perdida”. Tenía la boca casi abierta. De inmediato, en el cúmulo de pensamientos, en esa competencia voraz de ideas en una mente que no para, ganó una que se hacía evidente en ese panorama: “Está grave, se está muriendo. Qué desolación”.

“Qué contraste”, seguí pensando. “Anoche, prácticamente no podían controlarlo, estaba bastante inquieto y los quejidos a raíz de su fuerte dolor no cesaban. Hoy está casi paralizado, esto se ve muy mal”. Si lo saludábamos, seguro no nos respondería, porque era posible que ni siquiera nos reconocería, tanto a causa de sus aquejamientos como del efecto producido por los calmantes que le habían aplicado. Menos mal no habían tenido que amarrarlo, hubiese sido un acto cruel con él. Lo que sí sabíamos era que pasó una noche terrible y, por ello, recibimos la llamada telefónica en horas de la mañana advirtiéndonos que era mejor “ir a despedirse”.

No recuerdo cuánto tiempo duramos en la habitación, porque la impresión y la congoja —en complicidad con esa memoria fullera— se encargan de dilatar o de contraer los momentos a su antojo. Tal vez salimos pronto. No supe qué decirle, me quedé ahí, al borde derecho de la cama, mirándole; ni siquiera me atreví a tomarle una mano. Solo miré unos instantes.

El camino de retorno a la sala de espera también se hizo lento. Pensé en muchas cosas en un trecho que, realmente, es corto. Le recordé a él, abriendo la puerta de la Casa Grande después de cerciorarse, a través del postigo, que éramos nosotros, los suyos, quienes estábamos tocando para hacerle la visita. Lo vi, nuevamente, atento, desde su sillón enorme, vigilante, pendiente de todos los movimientos en la casa, custodiando el teléfono, observando si en las pilatunas infantiles no hurtábamos los pandequesos en la cocina; obsequiando, con limpia y solemne dedicatoria escrita en algún borde de la prensa, alguno de los periódicos que tuviera temas de interés para nosotros, según sus consideraciones. Y lo hacía bien, nos había analizado totalmente. Luego, viajé con rapidez a otros momentos de incertidumbre que luego me terminarían conduciendo a ese mismo hospital, después de ver a mi papá colgando el teléfono de la casa, con suspiro pesimista, “esta vez no saldrá de esta” y me vi allí, más joven, incrédulo, renuente, refutando en soliloquios esas aseveraciones. Curiosamente, al regresar al presente, mientras me lavaba las manos antes de salir a la sala, emergió mi escepticismo frente a lo evidente, último reducto hasta que no hubiese hechos que sentenciaran, de tajo y sin paliativos, la realidad ineludible.

Mientras tanto, optaríamos por aguardar, un poco más (y despojados del control y sosiego que podía proporcionar un notable sentido de observación, vigilancia y reflexión —que él sí tenía—), en la sala de espera.

No hay comentarios: