viernes, 9 de mayo de 2008

Al destapar la olla (Junio 01 2006)

Al destapar la olla, recordó que no había nada en ella; había olvidado que todo lo que preparó en la noche anterior fue consumido casi inmediatamente. La olla estuvo vacía durante la noche y toda la tarde en el refrigerador. “Que tonto”, pensó. Luego de manera relajada, lanzó la olla al lavabo, restándole importancia al asunto y comenzando a preparar lo que sería la cena de esa noche.

“Una noche más, una noche igual, igual de solo, y qué?” Eran sus pensamientos mientras se sentaba en el mueble de la sala para ver televisión. Mientras pensaba este tipo de cosas, se sentía aliviado dentro del dolor que le causaba el saber que estaba condenado a una soledad entera y a una espera impotente. Se reía de sí mismo, y no le importaba.

Tenía treinta y cinco años y desde los veintidós vivía sólo. Ya estaba acostumbrado; trece años de soledad y de responsabilidades particulares eran suficientes para resignarse a la vida que le había tocado. Algunas veces, la tristeza lograba invadirle. Siempre había soñado con formar una familia, o al menos compartir sus triunfos con otro ser, una mujer que lo hiciera sentir feliz, que por las noches lo esperara con la comida caliente y posteriormente, poder contarle cómo le había ido en la jornada; además de ello, “poder tener esa otra parte indispensable para estar pleno”, pensaba.

La nostalgia se apoderaba de él, y a su mente volvían los recuerdos de su juventud, y de sus proyectos inacabados. “Ahora sí que menos se harán realidad”, pensaba lacónicamente. Pero muchas experiencias le habían enseñado a repudiar toda clase de sentimientos. Se había vuelto frío e insensible; él lo sabía y le afligía el hecho de haberse convertido en lo que muchas veces llegó a odiar. Él, siendo tan tierno, siendo tan noble, tan solidario, era ahora una especie de ermitaño, un solitario mezquino e insensato. Reía ante la tragedia, y odiaba los sentimentalismos. Aún dentro de su misma coraza de crueldad, seguía sufriendo, y lo sabía.

“Qué ridiculez”, pensó al recordar a la que había sido la única mujer que pudo amar. Aún conservaba algunas fotografías al lado de ella, y de vez en cuando las ojeaba quizá para castigarse más, porque el fin de esa relación y la forma como terminó fueron los hechos que lo marcaron y lo convirtieron en ese “miserable” que él mismo sentía que era.

Su amor por ella había sido grande, pero aún más grande la traición que ella le propinó. Él vivía por y para ella, todo su tiempo y su espacio giraban en torno a ella; toda la extensión de su ser, de su alma, eran para ella. “Y me había prometido casarnos”, pensaba burlona y a la vez rabiosamente.

La había encontrado en la cama con su mejor amigo, diez días antes de la boda. El mundo se le derrumbó. Tanta espera, tanta ansiedad, tanto amor, para qué? Simplemente ella se había burlado de él. No esperó explicaciones. Tampoco recriminó nada. Lo único que hizo fue tomar la argolla de compromiso que le había obsequiado a ella y se marchó. Luego la cambió por dinero y con él se embriagó toda la noche.

Así anduvo unos tres días, aproximadamente. Tenía veintidós años. Era alegre, vivaz y fantasioso. Después de aquél suceso, su vida cambió. No duró un mes en casa con sus padres, y se fue a vivir solo al apartamento que había conseguido para su “vida matrimonial”.

Vivía con esa frustración sentimental acaecida, y cada día que pasaba hacía todo lo posible para tener siempre presente lo sucedido. Era su cruz. Era su dolor. No sabía qué más hacer. El apartamento estaba organizado igual que el día en que lo compró. Parecía un apartamento familiar, pero era fácil darse cuenta de lo sombrío que era el lugar. La suciedad, el polvo y las telarañas lo rodeaban completamente. El olor a muerte rondaba allí, y quizá era debido a lo sombrío e insensible de su dueño, quien no se preocupaba por mantenerlo mejor. Vivía bien de esa manera. “Quizá muera así”, pensaba al mirar el apartamento tan descuidado.

“El amor no existe”. Tal frase siempre la llevaba consigo, día tras día, y mientras más ojeaba las fotografías con su amada de otros tiempos, más se convencía de tal premisa. Se sentía ridículo, se sentía torpe al pensar que el ser humano podía sentir ese tipo de cosas. Le desagradaba el saber que muchas veces la había abrazado, la había besado, y hasta había hecho el amor con ella. Era su paradoja. Era su crudeza ante la vida.

No podía pensar en cosas bellas, ni concebir algo bueno. Hubo momentos de fragilidad (aún no era un monstruo completamente) donde se preguntaba cómo había llegado a esa situación, y por qué era así. Pero en sus arranques de ira al recordar la traición recibida, volvía al estado cruel e inmisericorde. No podía olvidar. No podía perdonar. Era su karma, era su cruz. No obstante, no quería morirse. Siempre pensaba que la vida debía continuar, fuera como fuera.

Quizá era alguna esperanza que no le permitía decaer, que no le permitía morirse, ni desfallecer. Y así fue. Su esperanza y su ánimo estaban bien fundamentados. Esperaba algo aún, y quizá llegaría. Nunca se le había pasado por la cabeza quitarse la vida, aunque muchas veces pensara que no valía la pena estar vivo estando solo. Pero había algo, algo inexplicable que lo seguía atando al mundo y manteniéndolo en una expectativa inexplicable, que incluso en varias ocasiones lo llenaba de alegría…

No hay comentarios: