viernes, 9 de mayo de 2008

FUERON DONDE LAS PUTAS (ESTÁ EN DESARROLLO)

ESTE CUENTO LO ESCRIBÍ POR AHÍ A FINALES DE 2006 INICIOS DE 2007, LA VERDAD LO DEJÉ INICIADO, PERO ESPERO TERMINARLO PRONTO, ADEMÁS LO VOLVÍ A LEER Y ME LLAMÓ LA ATENCIÓN. PROBABLEMENTE LO TERMINARÉ EN ESTOS DÍAS

Luego de un prolongado tiempo de austeridad económica que ya se estaba haciendo eterno para ellos, habían logrado volver a darse sus lujos, y el fogón había vuelto a ser utilizado. “Por fin” exclamó uno de ellos al saborear las frituras y el buen arroz que habían preparado en la cocina improvisada de su apartamento, una vieja mesa que era empleada en distintas funciones. Algunas veces uno de ellos la utilizaba para colocar la máquina de escribir allí y elaborar algunos escritos, con los cuales se buscaba la subsistencia del grupo; otras veces se empleaba como cama para alguna de las visitas, incluso en más de una ocasión ellos hicieron el amor sobre ella con alguna mujer “de un rato”.

Eran tres. Y escribían. Difícil era triunfar en la gran ciudad, donde había tantos “genios”, típicos poetas e intelectuales que endulzaban el oído de cualquier jovencita para llevársela a la cama y posteriormente tratarlas de la manera que mejor les pareciera. Y aún así, esas jovencitas con ansias de rebeldía los querían y hacían de ellos sus ídolos sentimentales.

Los tres, mientras tanto, intentaban salir adelante con su improvisado talento. No escribían del todo mal, pero estaban poco instruidos y tenían un difícil acceso a libros y literatura como para poder estar “al día” con los avances de la disciplina.

Cada semana presentaban algún cuento para el periódico, o para una gaceta literaria que se publicaba mensualmente y que recopilaba varios cuentos de “escritores” de la ciudad que quisieran participar en dicha labor. Pero recibían poco dinero por su trabajo, y esto los afectaba profundamente. “Otra vez no hay comida”, decía uno de ellos mientras esculcaba en la bolsa donde alojaban los alimentos. Y entonces les tocaba ir a rebuscarse el sustento. Muchas veces habían tenido que trabajar cargando mercados en alguna plaza, o incluso haciendo las veces de mensajero para quienes editaban sus escritos. “Traéme un café allí a dos cuadras y te ayudo más con este cuentito, y de paso de pronto te doy alguna moneda”.

Esa moneda servía para cualquier minucia, pero que era compartida alegre, comunal y de una manera casi ceremoniosa por los tres. Una papa, una yuca, un pan, era dividido entre todos, y así pasaban incluso el día, comiéndose una papa entre los tres, no había desayuno, no había comida, pero por la noche repartían el botín de un día arduo y frustrante. “Escribir es una mierda” decía uno de ellos cuando pasaban días como esos.

Pero los días difíciles a veces desaparecían, y se convertían en días alegres, días de bienestar, bienestar que al fin y al cabo era efímero, y conscientes de tal situación, ellos optaban por derrochar, pues “no todos los días se puede disfrutar de los lujos y los placeres”. Su estilo de vida era ese, “vive el día, mañana veremos que hacer”, era su lema.

El mayor se llamaba Angelo. Tenía unos veintitrés años, era moreno, de complexión delgada, de un largo y ondulado cabello. Escribía algunos cuentos sobre la vida cotidiana, dándoles siempre un toque “filosófico”. Sus personajes estaban contagiados de un aura reflexiva acerca de sí mismos y de su entorno. Quizá reflejaban el pensar de su autor, quien era de por sí muy hermético, y pocas veces denotaba sus sentimientos.

Su andar era lento, con cierta parsimonia de esas que a muchos desesperan, como si el tiempo no transcurriera. Incluso se le reprochaba tal relajo porque a veces pasaba hasta dos días sin comer y no se preocupaba por conseguir dinero para el sostenimiento del grupo. Su mente no cesaba de funcionar, y por eso en muchas ocasiones se le tildaba de torpe y distraído, ya que su mundo no era el cotidiano, no era el del común. Pero en realidad era quien más se preocupaba por la situación que estaba atravesando junto con sus amigos.

Marco tenía veintiún años. Era menos delgado que Angelo, y tenía el cabello rapado. En su rostro se reflejaba toda la vida que había llevado; una vida llena de pesares, de preocupaciones constantes por su futuro. Pocas veces tuvo un momento claro de plenitud, a no ser que estuviera escribiendo. Allí se inventaba otra realidad, y sus personajes eran él mismo, pero con vidas mejores. El triunfo y la prosperidad eran vitales en cada uno de sus relatos. Pero en ellos manifestaba que las bonanzas debían ser aprovechadas con prudencia, para evitar las aflicciones en tiempos de pobreza. En otras palabras, intentaba dar lecciones de vida a la humanidad, a la gente.

Pero él sabía que todo era en vano, ya era experto en todo tipo de rechazos, desde el laboral, donde muchas editoriales habían rechazado sus escritos uno tras otro, y en el amor, donde no había alcanzado lo anhelado. Su amor sólo se remitía a noches de placer con alguna prostituta que lograba pagar cuando le iba bien. Muchas veces se sintió enamorado, pero las negativas de las mujeres que lo veían como un tipo mediocre, torpe y aburrido lo lanzaban a los brazos del placer venéreo.

No se afligía por ello. Había perdido la virginidad a los dieciocho, cuando, una tarde, producto de un desengaño amoroso, se embriagó con vodka a tal punto que se fue a la zona de tolerancia y allí buscó la mujer que más le gustara y descargó su sexualidad desbocada sobre ella. Después de esa primera vez, regresó muchas más, cuando se embriagaba y no hallaba ganas de escribir, buscaba un buen lugar y allí “pasaba el rato”.

Era tan imparcial con su propia vida que en ocasiones le decía a sus conocidos “no te metás en esta joda de la escritura si no querés salir fregado como yo”, mientras reía, algunas veces. En otras lo decía lleno de rencor hacia los editores, los periódicos y los escritores famosos. Y agregaba “si querés aprovechar la vida, no escribás”.

Diego era el menor. Tenía veinte años. De complexión un poco fornida, de ojos claros y una cabellera color castaño que le llegaba a los hombros. Era pasional, inexperto e impaciente. Su sensibilidad lo había llevado a tres intentos de suicidio, y por alguna razón inexplicable, siempre terminaba salvándose. A sus quince años, producto de un desengaño amoroso, se lanzó de la azotea de un edificio de tres pisos, y solamente se fracturó la pierna izquierda, de la cual aún a sus veinte años quedaban rezagos de aquél accidente. Había días que tenía que usar bastón, o incluso no podía salir de la casa pues la rodilla se inflamaba y le impedía el sosiego. Pero de manera curiosa, el dolor se mitigaba cuando él se sentaba a escribir, así que cuando lo aquejaba una dolencia de cualquier índole, él tomaba la máquina y se ponía a escribir lo primero que llegara a su cabeza.

Su segundo intento de suicidio fue tomándose un veneno a sus diecisiete años, pero sus padres lo encontraron sobre un charco de vómito en el piso de su habitación. Había quedado inconsciente y en ese lapso, inexplicablemente expulsó lo consumido. Cuando lo llevaron a la clínica, no había rastro del veneno, pero sus padres habían visto el frasco en su habitación. Debido a tal situación, Diego estuvo siete meses en un centro psiquiátrico, y cuando salió era distinto. Tenía más ganas de vivir, y por ello se enrutó por el lado de la literatura. Había prometido descargar sus frustraciones sobre el papel, para no llevarlas a un extremo que dañase su propia vida, y se integró a un grupo de literatura en el cual se debatía acerca de las grandes obras que surgían ante el mundo. Allí conoció a Ángelo y Marco, y se conformó la excelente amistad que los uniría hasta la muerte. Se aburrieron del grupo y desertaron, para vivir en un apartamento que pagaban con el esfuerzo de su trabajo, la literatura.

No obstante, a sus diecinueve años Diego recayó en una situación de depresión, una vez más relacionada con un desengaño amoroso. Su novia lo había engañado con uno de los “intelectuales baratos” como él los llamaba. Se echó a la pena. Anduvo quince días bebiendo, hasta que una tarde Ángelo lo encontró en la bañera del apartamento envuelto en sangre. Se había cortado las venas. Estuvo a pocos minutos de perder la vida.

Después de una extensa conversación con Ángelo y Marco, Diego sintió de verdad un nuevo compromiso de vida, y se comprometió (tanto para sí mismo como para con sus allegados) a no intentar quitarse la vida de nuevo.

Así vivían. Afligidos por vivencias de tiempos pasados, principalmente enfocadas en el campo amoroso, del cual nunca habían salido vencedores. Escribir era su muestra de inconformismo ante el mundo que les rodeaba. Querían triunfar, y a pesar de los pocos conocimientos literarios que poseían, escribían muy bien.

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