sábado, 15 de octubre de 2022

El televisor en la caneca

Por allá en el 96, el tío con el que vivíamos en la casa del bisabuelo decidió, de una manera intempestiva, irse. No dio razones de peso, simplemente “quería independizarse”. La manera en que lo comunicó fue algo grosera y los días previos a su marcha, tensos. No le dirigía la palabra a mis papás y era distante con el bisabuelo. No entendíamos.

Mientras tanto, yo, con nueve años de edad, observaba la situación. La inquietud, mezclada con pesar, era latente. «¿Por qué se va a ir el tío? ¿Qué pasó?». No obstante, en esos mismos días, el panorama se fue aclarando para mí. Él se iba porque se fastidió con los habitantes de la casa, porque comenzó a madurar la idea de que entre nosotros «le estábamos robando» o, tarde que temprano «le robaríamos». El abuelo, su papá, había fallecido varios meses antes y, desde entonces, algo fue cambiando en él.

Recuerdo los otros tiempos. Los «buenos tiempos», cuando él compartía con nosotros, cuando salíamos a recorrer, a pie, las calles de ese pintoresco barrio Miranda… Avanzábamos por todo Bolívar y llegábamos a Cuatro Bocas; subíamos, bordeábamos el museo de Pedro Nel Gómez y seguíamos el trayecto, pasábamos por San Cayetano y, en la mayoría de las ocasiones, continuábamos hasta el parque de Aranjuez. Recuerdo el sudor y el jadeo al llegar a esas partes altas, después de superar tantos caminos empinados. Era el preámbulo de la satisfacción por concluir, por arribar al destino. No obstante, el viaje no era despreciable y contemplar la variopinta arquitectura de la zona tenía su fascinación, además del cambio de rutina que esa actividad implicaba.

También recuerdo el recelo constante de él con sus pertenencias. Una incipiente afición por la numismática y por algunos objetos curiosos, además de un marcado esoterismo, hacían parte de su forma de ser. Tenía un chifonier de madera en el que guardaba la colección de billetes de distinta procedencia y denominaciones, su ropa, la pata de conejo, la loción de sándalo, la biblia y algunos artículos electrónicos, hasta donde mi memoria permite identificar. Llegaba de la calle directo a verificar el estado de sus cosas.

Recuerdo mi travesura de fingir la micción en el patio trasero y pasar, cerca de él, haciendo los gestos de haber guardado el miembro recientemente y la falsa sensación de confort tras culminar la necesidad fisiológica, lo cual lo enardecía y, de inmediato, se dirigía, balde en mano, lleno de agua, a limpiar el espacio mencionado.

Los días previos a la salida del tío marcaron la antesala de una pésima despedida… Como dije antes, hablaba poco, no recibía la comida que se le ofrecía en la casa y la fiebre por revisar sus pertenencias se había agudizado.

Recuerdo que, entre sus cosas, había adquirido un televisor pequeño, monocromático, con perilla para pasar los canales. Él se divertía mucho viendo programas, series y películas de antaño —años 70—, era una afición que disfrutaba bastante.

Pues bien, el momento en que se llevó a cabo el ritual de mudanza fue un sábado en la noche. Ya él había dispuesto varias de sus pertenencias en la sala de la casa; mis papás decidieron quedarse en la habitación de ellos, ya que no se sentían motivados a una despedida con alguien cuya cordialidad estaba en extinción; el bisabuelo dormía. Quedamos, entonces, mi hermano y yo en la sala, viendo el deprimente acontecimiento.

- Tengan, les voy a dejar el televisor, para ustedes – mencionó el tío mientras iba empacando otros artículos.

Nosotros habíamos quedado con la instrucción de no recibirle objeto alguno.

- No, gracias, tranquilo – le respondimos de inmediato.

- Es para ustedes, para la casa – insistió.

- No, dale, tranquilo – reiteramos.

Vi su reacción inmediata. Agarró el televisor con virulencia y lo introdujo, de manera brusca y veloz, en el fondo de una caneca plástica que había dispuesto para empacar varios de sus bienes. Lo hizo mientras refunfuñaba algo que no recuerdo.

Meses después acusó a la familia de robarle la herencia de su papá, lo cual se convirtió en un vaivén de vituperios de su parte hacia mi abuela, mis padres y mis demás tíos, combinado con otros momentos de falaces intenciones de reconciliación que él luego revertía; la ira retornaba, los insultos y las ofensas regresaban, más las murmuraciones en distintos lugares donde la fama de su familia, nosotros, terminó tocando los dinteles de lo ruin.

Todo esto sale a colación al recordar un méndigo televisor y la manera como lo guardó entre sus pertenencias.

El tiempo pasó, hizo su obra. Es un ajeno que aún vitupera a sus fraternos.


… Vamos a darle la vuelta al relato, que sea narrado en otra voz (y tal vez con otra estructura y detalles):

Nuestro amigo y vecino, personaje impetuoso, afamado por su generosidad en el vecindario y en los distintos lugares donde le conocen, se destaca por su fuerza física admirable, su capacidad y disposición para los trabajos que le encarguen, su nivel aceptable de conocimientos en las labores de la tierra, su afición por la salsa brava, su espiritualidad, su curiosidad por coleccionar objetos diversos, su humor y fraternidad con sus distintos familiares, ajenos al núcleo, que le observan con gracia y se alegran de recibirlo en sus viviendas. Enorme sentido de cooperación.

Ha trabajado en diferentes lugares: cuidando fincas, en un taller de joyería, en el mundo de la construcción, de manera independiente haciendo diligencias para vecinos, amigos y dueños de distintos locales comerciales. Su risa y gentileza alegran a los allegados e incluso, cuando los réditos de su trabajo han sido notables, la generosidad se ha evidenciado cuando arriba a la casa en que reside y convida a sus sobrinos, su hermana y su cuñado, a sabrosas viandas, fritangas y refrescos apetecidos con mayor ansia en las noches «viernesinas». No convida a su abuelo materno porque se ha ido a dormir desde las 7 pm y porque la dieta del anciano, básicamente, consiste en fríjoles con pescado seco, de manera que la pizza o las papas fritas no encajan ahí.

Un día, meses después del fallecimiento de su padre, comienza a desconfiar de sus parientes. Quizá su hermana o su cuñado quieran robarle las cosas… Puede que los sobrinos esculquen su armario o, incluso, ¿quién garantiza que el abuelo también desee acceder a sus pertenencias? Así mismo, es muy posible que su madre también sea una ladrona. Nunca se sabe. A partir de allí, decide buscar otro espacio, otro lugar, en el cual establecerse de manera independiente. Va reduciendo la comunicación con sus allegados, llega silencioso y, con el ceño fruncido, declina la oferta a participar en la unión gastronómica familiar —ahora se alimenta por fuera de casa—… En determinado momento, anuncia, de manera muy escueta y tajante, que se marchará de allí.

El abuelo, depositario inicial de tal notificación, queda sorprendido y le comunica la situación a su nieta, quien también se contagia de esa sensación. La noticia se esparce por la casa e incluso por el vecindario y hay quienes lamentan esa decisión. Le extrañarán. Los sobrinos quedan inquietos, se conmueven.

Llega el día de la partida y nuestro personaje ha ido reuniendo todas las pertenencias desde días atrás y las concentra en una parte de la sala de la casa. Tiempo atrás, en sus búsquedas curiosas, había obtenido un televisor pequeño pero vetusto, blanco y negro, con perilla para cambiar de canales. Aficionado a ese artículo, se la pasaba horas viendo la oferta disponible.

Es sábado en la noche. El abuelo ya está durmiendo, la hermana y el cuñado decidieron encerrarse en una de las habitaciones de la casa y dejaron a sus dos hijos observando el ritual de despedida de nuestro protagonista. En determinado momento, él toma el televisor e indica que lo obsequia para la casa; los sobrinos le agradecen el gesto, pero le responden que no aceptan el ofrecimiento. Él insiste, ellos no ceden. Se ofusca y deposita el artículo bruscamente en el fondo de una caneca plástica donde incluirá otros objetos de su pertenencia. 

Una vez listo el paquete de la mudanza, sale de la casa, con una despedida escueta. Se evidencia su ira, la cual difícilmente le abandonará, junto con una sensación constante de paranoia que le sigue acompañando muchos años después.

Meses después de aquel viaje, estará buscando las maneras de emprender acciones legales contra su propia madre, acusándola de querer robarle la herencia de su padre; ella le entregará la parte correspondiente, mientras él reclamará la parte de ella y recibirá un llamado de atención por parte del notario, «¿Qué no la ve ahí? ¿No ve que aún está viva?».

Años más adelante, mostrará intenciones de reconciliación que traerán ciclos breves de cordialidad, a la postre, deshecha, porque él mismo recaerá en sus conductas belicosas, vituperará a toda su familia nuclear —madre a bordo— y la difamará en los distintos lugares por donde despliegue su cotidianidad.


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