jueves, 13 de octubre de 2022

¡Simio!

Era jodidamente tímido. También, para tan corta edad, muy fantasioso y hasta, digamos, enamoradizo. Había un deseo grande, muy precoz, por «tener novia». Y apenas rondaba los once años…

Nunca le había mencionado esas intenciones a él, pero mi papá, en su tranquilidad y sus buenas maneras de recomendarme pasos a seguir frente a distintos asuntos, con cierta sutileza, en uno de los tantos viajes matutinos en Metro, rumbo al colegio, alguna vez me dijo «invite a las compañeras a gaseosa». La rebeldía preadolescente —y que me ha acompañado en otros ciclos—, pero también la falta de visión, asomaron, porque, de algún modo, no quise captar el fondo del mensaje. Entonces le refuté. Le indiqué, en palabras de un impúber, que no lo consideraba conveniente, que no tenía mucho sentido.

Así pasaron los días. Todavía andaba en los albores del bachillerato, descubriendo, identificando, conociendo, reconociendo el nuevo lugar en que desplegaría tantas cosas en seis años. El colegio era enorme y, por ello, la cantidad de estudiantes, numerosa. Ya no estaba en aquel edificio de tres niveles donde casi éramos como una familia, donde reconocía a Darío, el de la tienda del «sótano» (ese mismo año supe que lo balearon dentro del colegio, por robarle un dinero; sobrevivió); Blanca, Blanquita, rolliza y gentil (aunque en algún momento no vi tal amabilidad, en fin); Leticia, la de la otra tienda, «la del piso del medio», enjuta y constantemente malhumorada, al parecer no soportaba a los niños que poco se filaban para comprar; Teresita, la rectora, con su carisma tremendo, nos arropaba y guiaba con autoridad. Las secretarias, Lía y Consuelo, parecían las tías ejecutivas de todos y todas. Y don Guillermo, el chofer del bus de toda la vida, con su deferencia y sus máximas… Reemplazado al final por cambio en la empresa de buses…

Ya estaba en otro lugar distinto, a muchos kilómetros de la casa. Mientras más amplio y confluido el espacio, mayor es la anonimidad. También se generan vínculos, claro, pero pueden tornarse difusos.

Una de tantas mañanas, en horario de descanso, una compañera me pidió buñuelo. Me negué y su respuesta, bien airada, se tradujo en un remoquete que se me antojó, entonces, bastante estruendoso. «¡Simio!». Me ofendí, pero continué con mi camino. Así pasaron varios días y, en otra de tantas conversaciones con mi papá, le conté lo ocurrido. Él se rio y resolvió la situación de una manera que no entendí en su momento. «Sí, es verdad, somos simios, ¿no me ve la cara? Somos “caremicos”, usted también lo es». De entrada, no vi bien la respuesta y seguí indignado.

Tiempo después, durante ese mismo año, la situación tensa con la compañera se aplacó y, si bien no nos hicimos amigos, la relación fue amena y compartimos en varios momentos. No hubo nuevas discordias, tampoco nos «hicimos novios» ni menos logré converger con alguien para ese tipo de relación durante un largo tiempo. Tampoco quedé con aquel apodo, vale la pena aclarar.

Años después seguí recordando ese momento en que ella me gritó «¡simio!» y me reí. Sí, somos simios, el músculo risorio deja unas rayas bastante marcadas que van desde las alas nasales hasta debajo de las comisuras de la boca y ello puede asociarse, de manera gráfica, a esas criaturas. Esa es una de mis características y la tienen varios fraternos de la familia, es innegable.

No hubiera sido malo brindar el buen buñuelo, promover algún tipo de conversación que, en principio y finalmente, es la base de muchas interacciones y realza el valor en las mismas.

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