domingo, 2 de octubre de 2022

Férrea convicción

Durante el recorrido, rumbo a casa, Bernardo venía bastante pensativo El tráfico vehicular estaba fluido; no había percances en la vía y eso, en pleno lunes por la tarde, era atípico en una ciudad atestada de tantos autos. La urbe que debía atravesar para llegar al hogar tenía la típica disposición de aquellos lugares donde las condiciones para prosperar traen un abanico de retos enormes. Así las cosas, sobrevivir ya era ganancia. Y esto, materialmente, se hacía evidente: casas amontonadas en las montañas —la mayoría inconclusas— con techos de precarios materiales y una policromía enorme si se observa el todo sin hacer hincapié en detalles puntuales y Bernardo, conduciendo el auto, no tendría tiempo de concentrarse al respecto, por lo cual solo podía contemplar, de soslayo, un amplio conjunto de formas y de colores que, con la velocidad del vehículo, mutaban en formas geométricas indescriptibles para el raciocinio, carnaval fugaz de pinceladas.

Esas sensaciones e interpretaciones confluían en la mente de Bernardo con las preocupaciones cotidianas, con las reflexiones matutinas y las enseñanzas existenciales que él buscaba constantemente. Ávido de conocimiento, inquieto por lo espiritual, devoto de sus parientes, así era el trasegar que él había adoptado.

No podía relegar, así fuera de manera tangencial, una sensación de angustia frente al final al que todo ser viviente, esclavo del tiempo y sus consecuencias, está abocado. Empero, era consciente, “la muerte llegará y lo que ha de pasar, que pase”, pero se aferraba a la existencia con una actitud optimista frente a cada situación. Como dirían algunos de sus fraternos, “quemaba las naves”.

La Sinfonía número 6 de Beethoven, “Pastoral”, estuvo sonando en la radio del auto durante buena parte del viaje a casa. Su parte favorita era el segundo movimiento en Fa y, cuando la melodía llegó a ese momento, la alegría que él cargaba en su corazón durante todo ese día, brotó, o mejor, estalló. Olvidó la policromía urbana y en su mente hizo un recorrido por sus casi ochenta años de existencia. El amor y las enseñanzas brindadas por sus padres comenzaron a dibujarle una sonrisa y activaron un brillo indecible en sus ojos; la fraternidad, replicada por cada uno de sus hermanos durante los distintos momentos compartidos en la prolongada vida que los había acogido, insuflaron un aire de plenitud en sus pulmones; las imágenes difuminadas de compañeras sentimentales en otros tiempos, el amor por su esposa y la cotidianidad compartida, junto con el orgullo por sus hijos, generaron un remolino de satisfacción que adornó el rostro y fue alivianando al ser…

El recuerdo de tantos allegados que estuvieron en distintos momentos, el culmen de numerosas metas personales, los abrazos y los momentos de enorme convergencia, compartiendo hasta lo más sencillo, fuese un vino, una taza de café o alguna receta gastronómica de rigurosa elaboración, siguieron acompasando en tonada de felicidad el breve viaje que se fue extendiendo para Bernardo. La gratitud por la vida y las promesas de futuro seguían nutriendo sus ánimos, lo que derivaba en una original jovialidad, de la que quienes le conocieron llegaron a ser beneficiados —algunos hasta contagiados—.

“Lo que ha de pasar, que pase”. Férrea convicción que se articuló, en aquel instante dentro de la mente de Bernardo, a la idea del deber cumplido de manera plena, sin reparos. Con tan fuertes sentimientos, a la madrugada siguiente, el tiempo detuvo su curso, de manera casi sutil, y dejó en el aire el mensaje de alegría y de esperanza constante, evidenciado en un arcoíris enigmático que se posó en el panorama y fue acompañado por una tímida lluvia que trajo una nostalgia bastante desoladora, pero que también invoca a la la tranquilidad y al sosiego pertinente.


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