jueves, 13 de octubre de 2022

Bruma «dúctil»

 Otro día más en este pueblo. ¿Cuántos llevo? Estoy por creer que perdí la cuenta. Pero, realmente, estoy aquí desde la semana pasada. Llegué el lunes a las 6 de la tarde y hoy es miércoles a la 1 y media de la tarde. Estoy juagado en sudor, porque aquí el calor es infernal… ¿O más bien debería decir que es purgativo? ¿Qué estoy pagando? ¿Debía algo? ¿La cagué? Creo que esas ideas son otro capítulo más de los remordimientos innecesarios con los que he querido cargar. De todas formas, más allá de esas disertaciones con tinte religioso-apocalíptico-supersticioso-esotérico —a la postre, estériles—, sí, puedo pensar que estoy como en un limbo; el tiempo no avanza ni retorna, pareciera una ilusión de total quietud; todo se detuvo, está estático. Pero no. Todo avanza y parece que no me entero.

Hoy, desde las seis de la mañana, reanudé la rutina que llevo desde que tengo este trabajo que implica trashumar de pueblo en pueblo. Eso me sostiene; de lo contrario, no estoy muy seguro de continuar. Lo irónico de todo esto es que así lo que termino logrando es agudizar esas ideas que ya vienen tan agudas, que me persiguen desde hace muchísimos años. Recuerdos, viajes a otros momentos que degeneran en sentimientos de impotencia… Veo todo igual, la película se repite de la misma forma y no hay maneras posibles de cambiar eso que ya fue. No hay remedio, no hay soluciones. Entonces, comienzo a escribir…

Tengo un maletín repleto de papeles, con un montón de palabras garrapateadas a mano, con cualquier lapicero que tenga disponible; hojas con tachones, con añadidos, con enmendaduras bastante artesanales. Hay versos, canciones que jamás serán interpretadas, evocaciones densas, pero que a la vez fluyen, se diluyen, bruma «dúctil» —y por ello, también pesada— que se expande y se contrae, que inunda mi mente, le gana la partida a todo el espacio, se apodera de él y, luego, se va evaporando… Hay prosa, ideas sueltas que se juntan y se separan, que quedan inconclusas porque me da la gana —o no—; hay misivas que jamás llegarán a su destinataria… 

… Aunque creo que no necesita leerlas, ya sabe lo que pienso, lo que he sentido… Incluso sin que se lo haya reiterado.

Ahorita me estoy dirigiendo, a pie, al templo donde prosigue esa parte importante de mi ritual. Las calles —si así se les puede llamar— son una cama irregular de polvo y piedras; algunas de ellas se incrustan en la suela delgada de mis zapatos y siento cómo chuzan, todavía con alguna timidez, las plantas de mis pies. Concurre, a ese carnaval del lento martirio, la sensación de quemazón, efecto del suelo ardiente, gracias al insoportable clima local. La confluencia martirizante se complementa con el sol que impone su calor sobre mi cabeza, sobre mi cuerpo y, con la humedad latente, que comienzan a aprisionarme con fuerza. Sigo sudando a cántaros a cada paso que doy… Al menos el recinto donde gatillo mis consagraciones constantes está cerca. Solo basta con cruzar al otro lado de la acera, pero debo percatarme de que algún motoneto no termine invitándome a un viaje con boleto directo al hospital (con posibilidades de función final en la morgue).

El local parece haber sido, antes, una casona vieja, tal vez de inicios del siglo XX, cuando el pueblo era apenas una dispersión de haciendas agrícolas. Tiene pocas intervenciones, quizá solo la pintura verde claro en las puertas de madera, en los zócalos que tienen figuras de rombos en contorno con rombos rellenos adentro y en el «moderno» letrero luminoso (está, incluso, quebrado en uno de los extremos). En lo demás, se preserva el estilo, sin muchas modificaciones, con sus paredes de bahareque, ya descuidado, con grietas color café —que evidencian, sutilmente, parte del relleno—; de pronto, cada lustro, reciben una capa de cal, nada más.

Ya adentro, siento algo de refresco. El techo original, conformado por caña, barro y tejas coloniales, está escondido, pues le antecede un cielorraso, también desvencijado, con láminas de algún cartón precario —que antes era color blanco y el tiempo lo transformó en ocre—. La tímida tregua con el inclemente calor se debe a los tres ventiladores, ubicados en algunas de las mencionadas junturas. Son vetustos y harto falibles, pero están cumpliendo con su labor. Las hélices se ven bastante sucias y giran con algo de torpeza, la velocidad no es constante, los ritmos varían.

El piso es un tablado de madera rústica, áspera, y hay que saber dar los pasos, pues algunas tablas pueden hundirse o levantarse, cual catapulta, al otro extremo. El chirrido, a cada paso, afianza la sensación de estar en un lugar anclado en tiempos lejanos, sumando a ello el olor fétido a orín, que proviene de los baños y se mezcla con las cáscaras de naranja cuyo sentido no comprendo, el hedor no se va con ese desperdicio deliberado de comida. Hay, al menos, ocho mesas con puestos para cuatro personas; son metálicas, con asiento acolchado, forrado en un cuero rojizo.

Las paredes internas también están pintadas con cal y se corresponden con la precariedad de las externas, ya descrita. Como decoración se encuentran algunas reproducciones pictóricas bastante convencionales. No las detallo mucho, aunque siempre termino enfocándome en el típico cuadro de los perros jugando a los naipes. Hay varios cuadros, algunos hasta son obras religiosas.

La barra es un enorme mueble de madera, cuyos bordes son redondeados y sobresalen con imponencia; están forrados en cuero, también rojizo y las sillas que le acompañan son, igualmente, metálicas, con el remate en cuero (otra vez rojizo) en los asientos. Detrás está el estante enorme, repleto de botellas de distintos licores. Me ubico en una de las sillas con mesa, no me gusta la barra, no quiero conversar con nadie. Pido un botellón de un litro del típico licor anisado.

Este brebaje dulce, que entra dando codazos por mi garganta y va incendiando el pecho y abrasando al corazón, sostiene el amargo trasegar que yo mismo he consolidado. Me importa un carajo si voy en contravía del bienestar dictado por quienes promulgan las ideas del «buen vivir». Este veneno activa mi sensibilidad, indefectiblemente, y ya no pienso resignar la adversa afición que elegí desde hace tiempo. Es mi ceremonia de la derrota y la ganancia; repetitiva dicotomía, como todas, irónica, contradictoria. Mi lucidez no está sujeta a una sobriedad que concibo como acartonada. La nostalgia emerge con presteza, retorno a esos momentos anteriores, vuelvo a verlos, intactos, intangibles, inmutables. Doy vueltas, trato de ubicarme en distintos lugares cada vez que repito las numerosas escenas, quiero explicarme todo sin perder detalle. Lo único que logro es comenzar a garrapatear ideas y de pronto, a veces, apunto algunas en cualquier pedazo de papel que tenga a la mano. Siempre termino pensando en lo mismo, las conclusiones suelen ser las mismas, pero la manera de plasmarlas varía, las palabras juegan conmigo en un zigzag travieso, pero eso lo disfruto.

Cada trago que ingiero afianza esos pensamientos críticos y atiza la hoguera que me revive y a la vez me arroja a la fosa de mis pesadumbres. La nostalgia no se va, permanece. Me tomo un trago adicional para compartírselo a ella, para que no se vaya. La banda sonora de ese ritual cotidiano es la música de fondo en la cantina, que abunda en canciones de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Antonio Tormo, Los Trovadores de Cuyo, entre otros. Muchas de sus letras son el combustible de mi algidez, del viaje repetitivo que termino haciendo y la melodía afianza esa circunstancia. Todo eso hace parte de la ceremonia, en la que prosigue mi escritura, con versos y prosas que tienen un destino, pero allí no las haré llegar nunca. 

Y por eso la ceremonia queda inconclusa y hace rato perdí la cuenta de las que ya he iniciado sin culminar.

Sin contar con las que seguiré iniciando.


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