martes, 27 de septiembre de 2022

La buena fama de pasillo (de julio 29-2018)

Un televisor con el volumen alto, en el que estaba sintonizado el canal de las noticias, hacía las veces de banda sonora para la ocasión; a lo lejos se alcanzaba a escuchar el motor de algún avión sobrevolando la zona; quizá era un vuelo comercial, con gente que va y viene, ejecutivos, turistas, etcétera. En la cama estaban recostados los dos jóvenes; ella, aparentemente desentendida; él, disimulando, fingiendo un aire de despreocupación, pero torturado con un martilleo en la cabeza que le repetía “llegó el momento, pero ¿cómo le hago?”. Los demás amigos les habían dejado allí a propósito.

Ambos se gustaban. El calor sofocante del mediodía terminaba por agudizar la tensión; rápidamente, él perdió ese control que creyó tener y comenzó a tantear, pero mientras más lo intentaba, más alejaba las posibilidades. No sabía qué palabras usar para concretar algo que sí imaginaba y, con fuerza, deseaba. Para rematar, comenzó a usar esa mirada de devoción que, para una mente racional, es pura bobería, siempre y cuando se hayan anulado las fantasías novelescas que la televisión supuestamente regala, pero, realmente, luego cobra a muy alto costo.

Ella también imaginaba, pero iba perdiendo la paciencia. “Este sí es muy lento”. Bostezó. Mala señal. Él cayó en cuenta. Más desespero, más titubeos, tanteos que aumentan la distancia. Preguntas tontas para el momento; respuestas abúlicas como justa recompensa. Los dos aún portando el uniforme colegial; él, invadido por un impulso eléctrico que recorría violentamente su cuerpo; ella, inquieta, con un cosquilleo emocionante en las entrañas, expectante “está muy bello, muy hermoso, está muy bueno, pero no se lanza”. 

Dicha y tormento; diversión y martirio; ilusión y desasosiego. El tiempo no se regala ni se subasta en ferias. Se terminó el boletín noticioso de la tarde, y el sonido de una puerta abriéndose refrescó, de forma trágica, a los habitantes temporales de aquella habitación. Él se despidió y tomó rumbo hacia su casa; ella se quedó otro rato con los amigos, mientras les relataba, con desconsuelo —pero también con sorna— la trunca posibilidad de intimidad adolescente. Él, mientras tanto, caminaba por un callejón polvoriento —pero arborizado— que lo conducía a su destino, y se reprochaba la lentitud y cobardía que siempre había reconocido en él. Igual dudaba. “¿Será que sí le gusto?”; “Ella estaba como aburrida”; “¡Pero qué lento!”; “¡Zonzo, torpe!”. Demasiado castigo entonces. Y eso que ni siquiera imaginaba la “buena fama” que tendría a la semana siguiente, adornada exageradamente con los rumores de pasillo que fueron agrandando la bola de nieve en que se convirtió la historia jamás existente entre Ella y Él.

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