martes, 27 de septiembre de 2022

Agonía en cristales, a cuentagotas (de agosto 4-2018)

El control se redujo; el sopor se impuso a la claridad mental y se fue disolviendo hasta convertirse en un remolino que me bamboleaba vertiginosamente. Había caído al suelo, pero no me daba cuenta (luego dirían que el golpe fue estruendoso, pero yo solo puedo recordar un incómodo hormigueo en la boca y un sabor a metal que revolvía mis entrañas).

Un túnel violeta. Eso fue lo primero. Luego se hizo rojizo y terminó oscuro, con unas lucecitas verdosas, amarillas, como millones y millones de pixeles; policromía angustiante de incertidumbre. Una fosa de tierra totalmente negra. Desorientación. Comienzo a arrastrarme, solo tengo fuerza en mis brazos, las piernas parecen de trapo (¿o son de trapo?); varios metros así, a oscuras. Luz al fondo, tenue, pero ya es ganancia. Me recupero, puedo caminar, aunque torpe y lento, pero es una enorme ganancia, sabiendo que estoy en desventaja. Imponente, emerge una galería de cristal pulido con una perfección que jamás había visto. Luces de colores, reflejos. Inquietudes, dudas. Mareo, ira, desesperación, sosiego, inquietudes.

Las veo a todas. Alguna vez estuvieron fuera de esas “vitrinas”. Las podía tocar, acariciar, escrutar lentamente, invadirlas cariñosamente en lo más íntimo. Ahora no, y menos en ese lugar. No tienen boca (¿o no hablan? ¿No pueden hablar?). Musas, diosas, deidades de dicha y de desgracia, de tragedia consentida. ¿Pueden oírme? Quiero que me oigan ya y siempre (más bien lo desea mi ego inmenso). Estoy gritando, me duele la garganta, algo se está reventando dentro de mí y me aturde. No escucharon. Grité mucho, no hoy, eso fue tiempo atrás.

La diosa de la mentira abre sus ojos; parecen color blanco, tienen una luz que me sacude y me desespera; no alcanzo a distinguirla bien, pero sé quién es. Se ríe, así como en aquellos días. Seduce y se ríe. La del cinismo no se ha quedado incólume, no quiere estar rezagada; sus ojos miel denotan una angustia profunda que perfora mi estómago, me debilita, tengo que ayudarla, es muy grande para mí, quiero tenerla cerca, si se va me destruye, estoy acabado; su hermana es la del egoísmo, y sus ojos también son parecidos; me pierdo en ese estanque y antes de probar su fruto, de irrumpir en el manjar de sus sentimientos confundidos, titubeo, freno, me impongo, pero pierdo, por el odio que siente por mí —amén a la impotencia de no tenerme—, pero no, realmente amó (¿a quién? ¿Ama?). La vanidosa es mucho más hábil (quién creyera) y está agazapada en un rincón oscuro del lugar; sé que existe, estuvo también conmigo, la vi, la sentí, la saboreé y me hastió, yo no había nacido para efectuar vasallajes estériles, para gritar en las cavernas y conformarme con el eco de mis ruegos.

La deuda aparente es camaleónica, es una angustia recóndita (¿soy el deudor? ¿De todo? ¿No será más bien que me deben a mí? Recíprocamente, ¿nos debemos? ¿Qué? No existen, no debo, no deben, no deberíamos). No puedo romper esos cristales, no tengo fuerzas. De todas maneras no me lo permitirían, y tampoco tendría sentido hacerlo. Tienen que estar ahí, tenía que verlo.

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