martes, 27 de septiembre de 2022

Soliloquio equivocado (de agosto 1-2018)

Mientras se dirigía a paso presuroso con rumbo a la casa de su adorada, Manuel sostenía, en voz alta, un soliloquio en el que anticipaba el desenlace que se avecinaba. “Me puse así, tan elegante, seguramente para que hoy me terminen”. El camino estaba adornado por una especie de túnel arbóreo y por ello, el suelo era un tapete blando de hojas; el invierno estaba llegando, y una brisa leve iba humedeciendo, lentamente, la camisa negra que él llevaba puesta.

Luego de una media hora de recorrido, allí estaba. La puerta metálica, con un verde claro barnizado olía a una amalgama de fierro con pintura asoleada y humedecida por la lluvia. Siempre tenía que golpear con mucha fuerza para que los residentes se enteraran que alguien había llegado; tanta, que el puño terminaba algo lastimado; el metal de la puerta era de ese que retiene los ruidos, por eso el gasto de ímpetu. Aproximadamente un minuto después, ella salió; parecía que recién se había duchado, y él pudo percibir el olor a jabón de baño, mezclado con los aromas de su piel, esa que tanto había contemplado y deseado, pero nunca acariciado o recorrido minuciosamente.

El saludo frugal que ella le brindó fue la primera señal; entraron y lo invitó a sentarse en el sofá de la sala. Así era ella, finalmente. Por esa razón no titubeó demasiado para manifestar las razones que motivaron el encuentro, al que él había sido invitado un par de días atrás, de manera sorpresiva; la llamada telefónica ocurrió en un momento en que Manuel se hallaba sumamente ocupado; ella no solía ubicarlo por ese medio.

“Estoy saliendo con alguien, y esto no está funcionando, nunca funcionó. Debo ser sincera, porque es lo mínimo que mereces”. Escueta, pero contundente. Manuel se quedó en silencio, prácticamente impasible, aunque con una leve estupefacción; quizá era porque de alguna manera presentía ese desenlace, y lo había advertido en su monólogo interior. Agradeció la muestra de sinceridad y, mecánicamente, decidió quedarse un rato; ella le ofreció café, que él bebió en poco tiempo.
Tal vez ella estaba más desencajada que él, porque lo embarcó en una ruta que lo alejaba demasiado del destino requerido, y él tampoco cayó en cuenta, porque seguía rumiando las palabras recibidas; su mente se había convertido en una cajita musical, solo que la tonada era la expresión de una ruptura emocional.

Se había ilusionado tanto. Había hecho esfuerzos ingentes para conquistarla, para hacer de la relación una oportunidad de unión inolvidable para ambos. Soberbia. Crecía lentamente, lo llenaba de un vigor malsano que lo hacía creerse el responsable de la armonía conyugal, algo que ni siquiera existió. Cuando el bus dobló por una calle diferente a la habitual y comenzó a avanzar rápidamente hacia un lugar desolado del centro de la ciudad, él reaccionó, aunque con lentitud.

Tenía por lo menos trece cuadras de diferencia con la zona en que debía quedarse. Era de noche, las once y veinte, y en esa urbe tan parroquial —donde el comercio cierra a las nueve— deambular por allí suponía arriesgar el crédito de la existencia futura y empeñarlo, sin beneficio, a manos de cualquier truhan que se conformaría con las monedas de las más baratas denominaciones, o con alguna prenda que le brindara calor para superar la vigilia hasta el retorno del sol.

Manuel emprendió un paso mucho más veloz que aquel de la tarde, y el soliloquio inicial era el gimoteo afianzado tras haber acertado en su predicción. “Lo que faltaba. Solo y perdido en esta zona de mierda”. Sintió un frío espectral que se hizo inquilino, primero de su corazón, luego comenzó a recorrer su piel y se asentó, de manera cómoda y contundente, en sus huesos. Soberbia y triunfalismo. Decepción. Iba perdiendo la ilusión y creía que era mejor una mente racional si llegara otra mujer a su existencia. ¿Realmente hizo lo suficiente? ¿Lo adecuado? Quería seguir pensando en lo acontecido, pero la sombra de dos sujetos, que iba entorpeciendo el flujo de la luz naranja artificial, acabó de tajo con la frialdad que emergía en su ser y lo impulsó a correr; tropezó con un escalón rústico antes de cruzar una calle que lo acercaba más a su destino. Cayó al suelo estrepitosamente. Tendría que responderle a una urgencia inmediata, más importante que un drama alimentado por su ego.

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