martes, 27 de septiembre de 2022

Sinfonía conyugal (de julio 31-2018)

 La reunión había comenzado a las siete de la noche, y ellos ya iban con cincuenta minutos de retraso; él, al volante de su moderno automóvil, parecía preocupado por la demora, por el embotellamiento sin fin que entorpecía el cumplimiento del compromiso; ella, sentada en el asiento del copiloto, lo miraba de reojo, algo agotada, pero también satisfecha; luego volteaba la cabeza para observar el juego de luces infinitas que adornaban la avenida: motos, camiones, buses, convertibles, deportivos, camionetas... Cada uno cumplía con su parte en esa tediosa sinfonía de la rutinaria movilidad en la atiborrada capital; mientras un par de luces fulguraban el color rojizo, contiguamente otro par exhibía el amarillo habitual que indica dinamismo. Era una alternancia de dos colores —y alguno que otro muy inusual para las normas de tránsito, consecuencia de extravagancias particulares—.

A veces él no lograba controlar el hueco que hacía remolinos en su estómago; esa tensión se manifestaba con gotitas cristalinas de sudor que bajaban por su frente, y otras iban bañando, lentamente, sus sienes aún juveniles; aunque la adolescencia era ya un término correspondiente a las anécdotas, todavía no se había convertido un adulto maduro. Ella tampoco.

Se querían, de algún modo. Doce años de una cotidianidad ambigua lo demostraban; viajes, conversaciones, recorridos lentos en las atosigadas vías urbanas y el juego, una y otra vez, de las luces que querían ganarle la guerra a la tiniebla nocturna y, por momentos, parecían lograrlo.
La intimidad aún era un descubrimiento y una fiesta que detonaba cada parte del cuerpo; uno por uno, los sentidos se activaban y la vibración dual parecía demostrar que el tiempo no tenía jurisdicción en esos dos cuerpos. Empero, luego del indescriptible estallido —en el que ambos alcanzaban la cúspide y se convertían en una sola entidad—, el juez del trasegar, embriagado de soberbia, volvía a ocupar el trono sobre esos pobres mortales.

El viaje había durado una hora y cuarto, y al llegar al salón de eventos, varios de los comensales reflejaron rostros de sorpresa; otros continuaban en lo suyo, sin dar mayor importancia a la tardía aparición. Una reunión de puro protocolo, coctel ejecutivo en el cual también participaban algunos personajes de la élite local. Prácticamente todos lo conocían a él; su talento profesional y sus aptitudes para desenvolverse en la vida social lo convertían en un invitado prácticamente indispensable para ese tipo de actividades; por ello los saludos le podían tomar otra hora de su tiempo, durante la cual los temas de conversación eran amplios y diversos: política, economía, sociedad, cultura, arte y también trivialidades de la farándula y la moda; ninguna de esas asignaturas suponía una nota negativa para él; las risas respondían casi de manera automática al fino e inteligente humor que él exponía.

Por otro lado, ella no tenía nada qué envidiarle; su presencia garantizaba porte, elegancia, belleza y sensualidad, a las cuales se imponía una velocidad mental que no hallaba contendor y un carácter que zanjaba cualquier discusión. Era además virtuosa para ganar en materia de argumentos; por ello, los atributos físicos eran apenas la punta del iceberg de esa mujer. Tal vez esas características fungían como hilo conductor invisible de esa pareja, cuya unión en la vida pública, durante la participación en eventos sociales, despertaba la atención general y una admiración enternecida.
Culminada la reunión, él la dejó cerca de casa. Cuarenta y cinco minutos después la llamó al teléfono, para recibir las frugales respuestas a las que ya se había acostumbrado; un libreto memorizado por ambos: la magia había desaparecido. Él, buscando engañar la espiral de su estómago, pernoctaba en la silenciosa habitación, mientras hacía ingentes esfuerzos por reducir la agitada respiración. Ella podría escucharlo y despertar. No era conveniente.

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