martes, 27 de septiembre de 2022

La monumental presa de egos (de agosto 5-2018)

Los momentos habían sido fugaces; cada encuentro entre ambos, ínfimo, pero con una dosis profunda de dicha, de ilusión y de un horizonte prometedor, abierto a las posibilidades. Las conversaciones denotaban empatía; las miradas, temor, complementado con deseo y visos de cariño. Diez, quince minutos, y la despedida. Comenzó a forjarse una rutina cuyo ciclo iniciaba con la expectativa, pasaba a la inquietud, continuaba con la incertidumbre y se reanudaba.

Ella temía demasiado; así lo evidenciaban sus ojos con esa mirada inquieta, disimulada por una aparente malicia; sus gestos, el paso presuroso, la voz acelerada al otro lado del teléfono y los pretextos numerosos y constantes. El desengaño nutría su orgullo y cultivaba además un egoísmo aparente. En los rituales cotidianos asomaban ciertos momentos de introspección, en los que su corazón quería gritar y lanzarse a vivir plenamente la nueva oportunidad que no buscó ni planeó.

Él venía herido del alma y del ego; tiempo atrás había tocado fondo y en algún momento creyó que su deseo más claro era morirse de una manera dramática, porque su romanticismo lo había llevado a imaginar historias demasiado elaboradas para resolver sus dificultades inmediatas, fantasías para seguir renunciando a la realidad, lejana, distinta... Y distante. Con ella había dado el primer paso, soltó la cadena de los prejuicios y se lanzó al vacío; cuando eso ocurrió, la sensación fue de un pánico enorme que se convirtió en frescura y confort, en un remolino de renovación, de vitalidad, de cosquillas en las entrañas. Él se había arriesgado, pero, al igual que ella, tampoco estaba buscando una nueva oportunidad. Sin embargo, irónicamente, su corazón también quería gritar, y en la soledad clamaba por confrontarla a ella, y no seguir prolongando un juego de tanteos, titubeos y tristes repliegues.

No había una fórmula mágica para acercarlos; ellos debían dar los pasos hacia el lugar común, converger; pero la desesperación y la fascinación por lo aparente —por lo más brillante— rompieron el puente que emergía; ninguno de los dos se dio cuenta; cada uno, henchido de orgullo, fue acallando los sentimientos a cuentagotas. Empero, así mismo, años después, al cruzarse por azar, la monumental presa de ego que ambos habían construido reventó, y no pudieron controlar la avalancha que los ahogó.

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