martes, 27 de septiembre de 2022

Jolgorio prematuro (de agosto 9-2018)

Era miércoles por la noche y la juerga había sido generada por obvias razones: la prosperidad era el destino seguro que Gabriel avizoraba; los últimos cinco meses habían sido arduos, de trabajo constante y no habían dado tregua para los festejos ni celebración alguna; dura vigilia para este cuarentón dedicado al comercio de víveres en el barrio Fraternidad, una antigua zona de pastos y lotes vacíos en los cuales los primeros camioneros de la ciudad guardaban sus vehículos.

Ya en los noventas era un lugar distinto; las casas parecían una pila de libros desordenados en la habitación de un artista, cuyo sentido de la armonía suele distar de lo convencional; juego de rectángulos y cuadrados multicolores, con sus huequitos para la entrada de la luz —llamados ventanas— y otros huecos, todos rectangulares, para poder acceder a cada hogar. Las calles se teñían de un halo naranja, amén de la iluminación artificial nocturna y la gente iba de un lado para otro. Algunos vecinos eran reconocidos por su habilidad comercial ambulante, que se caracterizaba, principalmente, por la venta de productos comestibles; otros, por su espíritu bohemio, que los mantenía abrazados a la bebida prácticamente todos los días de la semana. Así, la tienda de Gabriel era el epicentro de la vida social, del dinamismo local; todos, amén de su cotidianidad particular, pernoctaban allí.

El año estaba en su pleno meridiano y en el día el clima era cálido; la noche contestaba con vientos frescos que animaban a salir y caminar, a recorrer el sector, a tomarse el café con los vecinos y echar partidas de cartas, dominó o parqués en las aceras; doña Tulia, la señora fofa de sesenta y nueve años, era la que abría las veladas de sosegado esparcimiento; su andar era gracioso, lo que generaba todo un espectáculo pintoresco, pues sus carnes flácidas se bamboleaban, y ello se percibía fácilmente porque jamás abandonaba sus amplios vestidos color rosa, elaborados a base de una tela que parecía algodón; entonces era evidente, para el espectador común, el choque entre la piel y la vestimenta en la danza necesaria de ese personaje. Su ímpetu era directamente proporcional a los casi cien kilos de peso con que cargaba.

Don Lorenzo, el desgarbado octogenario que siempre portaba un quepis, nunca faltaba a los juegos; experto en dominó, quizá nunca perdió el invicto; incluso en alguna época llegó a tener deudores en el vecindario a causa de sus triunfos rotundos y a la terquedad de los malos perdedores. Todos pagaron, o eso se dice.

Se sumaba también don Adolfo, el todero del barrio; cincuentón negro y calvo, narizón y con algunas piezas dentales ausentes, hacía todos los trabajos que la comunidad requiriera: tapar las goteras en los tejados, componer las redes eléctricas e hidráulicas y podar las mangas en las pocas viviendas que aún conservaban alguna zona verde. Era aficionado al póker, y se decía que había perdido a su familia por tal causa, sumada al amor por el aguardiente.

Doña Anselma era la maestra de las delicias gastronómicas; menuda y delgada —tal vez medía un metro con cuarenta y cinco centímetros—, tenía unos cabellos blancos totalmente, correspondientes a sus casi noventa años, y unos lentes enormes que empequeñecían sus ojos color gris. Artista de la repostería y de la comida tradicional: tortas, caldos, carnes y arroces, con diferentes preparaciones y presentaciones, eran la evidencia de su buena fama, al punto que algunos políticos locales —que aparecieron allí en tiempos de campana— iban y volvían al barrio, nada más por disfrutar la sazón de esta abuelita. Amaba el tabaco y se podía fumar varios en un par de horas, mientras disfrutaba el juego del parqués.

Gabriel tenía un amigo, Jaime, quien era el dueño y administrador de un pequeño café bar en la misma cuadra de la tienda mencionada. Ese año se había hecho cuarentón, a merced del imparable curso del tiempo. Blanco y macizo, de menos de un metro sesenta, parecía un barril, pues su barriga sobresalía como consecuencia del sedentarismo y la ingesta sabatina de carnes asadas y muchas fritangas. Soltero pero galantesco, siempre sobrio, con una voz estentórea y un peinado engominado hacia atrás, podía pasar por un mesero —o barman— de élite o también fungir como un experimentado cantante de tango. No jugaba, pero le facilitaba parte de su mobiliario a los vecinos para esas jornadas, o incluso para otros eventos. Por eso, aquella noche de junio varios aspectos logísticos fueron cubiertos por él. Su gran amigo, compadre hipotético en un matrimonio imaginario, se iba del barrio. En parte, el acontecimiento era triste; sin embargo, enterarse de la prosperidad de un personaje tan apreciado por la comunidad generaba más alegría; la ausencia podía ser conciliada con la felicidad del bien ajeno.

Todo se dispuso para la ocasión. Jaime facilitó su local y lo decoró de manera especial, con bombas y serpentinas; doña Anselma ofrendó un pastel y papas asadas con chicharrón de cerdo frito y chorizos de ternera que ella misma elaboró. La música que sonaba hacía gala a estas latitudes tropicales; se destacaban el son cubano, la cumbia colombiana y el talento venezolano.

Gabriel estaba nostálgico, se iría del barrio. El comercio a gran escala recompensaba sus años de esfuerzo y sacrificio; había logrado una sociedad con un pequeño empresario que tenía buenos contactos e influencias y vivía en la capital del país. 

Su nuevo destino era entonces una urbe enorme, en la cual seguramente sobresaldría por su talento y su talante. Era un hombre humanitario, que reía y gozaba con el vecindario; ayudó a muchas personas en situación de dificultad; obsequiaba mercados a las familias desfavorecidas y en las fiestas de rigor su aporte era enorme. Exaltaba al clásico tendero que congregaba a las gentes en torno a su abundancia y bondad. Sin embargo, su temperamento, belicoso ante alguna desavenencia, se convertía en un defecto que llegaba a opacarlo; por ello también evitaba beber mucho. Ya había tenido peleas con algunas personas.

Casi a las once y cuarenta de la noche, Gabriel decidió comenzar con un discurso improvisado para sus vecinos y allegados; luego de lanzar algún chiste, la flecha implacable, accionada por la pólvora caliente que un dedo vengativo quiso activar, penetró en su sien y postergó las palabras, los abrazos, los juegos de mesa, los viajes, la prosperidad y la vida. 

Del victimario solo se alcanzó a ver una figura juvenil que iba, a gran distancia, en una bicicleta.

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