martes, 27 de septiembre de 2022

Condena indescifrable (de agosto 2-2018)

 Jaime despertó sobresaltado. Había tenido otra de esas pesadillas que lo dejaban totalmente descompuesto y entorpecían su desempeño en cualquier actividad por el resto del día. “Menos mal ya son las tres de la tarde, así que la mala racha no será tan larga”, fue el consuelo que se dio a sí mismo. Lo grave de esa situación era que nunca podía recordar qué había soñado, pero el sinsabor era gigantesco e invadía todo su ser y además afectaba la parte física.

Treinta y cuatro años de existencia, y llevaba al menos treinta con ese mal; era de familia acomodada, lo que facilitó la posibilidad de consultar a una diversidad inimaginable de especialistas. Él ya conocía al dedillo los protocolos y hubo épocas en que llegó a sentirse más cómodo en un consultorio que en su casa; no era, precisamente, porque su aquejamiento estuviera siendo superado allí, sino porque de tanto ir y venir había tomado demasiada confianza con respecto a esos espacios. Los esfuerzos por “curarse” duraron hasta sus diecisiete años, cuando decidió no someterse a más tratamientos clínicos.

Vivía cerca del aeropuerto, lo que al menos contribuía a refrescarle un poco; las corrientes de aire eran fuertes en el sector, y la vista del paisaje aliviaba la tensión. Padecer una de esas pesadillas, que no advertía la llegada, era una condena para su trasegar; todo empeoraba, amén de la incertidumbre, pues no había siquiera un rastro ni un residuo en la memoria que le ayudara a recordar alguna parte del suplicio onírico.

Era un hombre demasiado racional, y por eso solo veía la posibilidad de recuperarse en los reinos de la medicina. Empero, no había logrado superar el mal. Algunos vecinos, amantes de la intromisión a la intimidad de los núcleos familiares, llegaron a sugerir soluciones de carácter místico, paranormal, esotérico, y los padres de Jaime llegaron a dudar, titubearon; sin embargo él, en su pragmatismo, en su tozudez, se resistió rotundamente a tales posibilidades. “Si me toca cargar con esta joda de por vida, pues se le hace, porque los médicos no pudieron, y esas vainas de brujos o curas locos son pura carreta”. Así se cerraba la discusión.

Esa rutina, ese ciclo repetitivo, cambió luego de un accidente en el que Jaime casi pierde la vida. Había despertado un jueves, a las cuatro y treinta y cinco de la mañana, asaltado por ese visitante que, pese a ser un viejo conocido, nunca le fue familiar; la resignación y la tristeza eran la antesala de la tradicional sentencia “este día va a ser de mierda”. Ya no pudo dormir más aunque sus compromisos más inmediatos comenzaran a efectuarse desde las diez de la mañana. Fue a prepararse un café, se duchó con agua tibia —intentando hallar tranquilidad— y desayunó de manera precaria: huevo frito con la yema blanda, una tajada de pan integral y otra taza de café.

A las nueve y quince tomó su motocicleta y salió con rumbo a la primera cita pendiente, pero iba tan distraído que pasó de largo un semáforo en rojo y, cuando reaccionó, estaba casi besando la llanta trasera de un camión; no había sentido, ni siquiera, el golpe de un taxi que llegó por el costado derecho, lo desequilibró y lo hizo rodar unos seis metros hasta casi terminar aplastado por el enorme vehículo. Curiosamente, no sufrió fractura alguna, pero su motocicleta quedó averiada. Aturdido y desubicado, comenzó a sacudirse el pantalón y a observar con afán y desespero todo el panorama; rostros borrosos, olor a humo de los carros y sabor a fierro en las papilas gustativas. Comprendió que su mente había estado totalmente en blanco desde que partió de casa, como si hubiera viajado a otro lugar, a otro tiempo. Pero no lograba descifrar eso último, simplemente pensaba que tuvo un sueño despierto, ocasionado por la vigilia que sostenía desde muy temprano.

Se cuestionó; por alguna extraña razón, quizá por el pánico a sufrir otra laguna mental en estado consciente, decidió agotar ese recurso que antes despreció: hablar con algún experto en temas paranormales. Canceló sus reuniones del día y se fue a buscar a alguien con esas características en el decadente centro de la ciudad; allí abundaban ese tipo de personajes. Y, sin pensarlo demasiado, pernoctó en un cuchitril con olor a diferentes hierbas, atendido por un trigueño veterano, de una canosa barba de chivo y un cabello que parecía una sombrilla abierta. Estaba sentado en un banquito de madera que era de patas irregulares. Con solo verlo, de entrada, sonrió. “Ya sé a qué vinites; no dormís bien. Te perdés, hablás con esa gente”. Jaime, desconcertado, no supo qué decir; iba a preguntarle a qué gente se refería, pero algo lo detuvo y así fue el resto de la sesión. Puro silencio. “Te tomás esto antes de dormir, hervido en agua”, y le entregó una bolsa con unos cien gramos de una hierba, mixtura de colores rojo y verde. “No lo dejés pasar de esta noche, mañana venís, a esta hora, y me contás”. Consejo de experto. Se quedó sonriente, en su banquito, silbando, tarareando alguna canción.

Esa noche, Jaime siguió el procedimiento y pudo dormir plenamente. Despertó renovado, el cuerpo liviano, los ojos descansados y la mente despejada. Tendría que llegar al centro en taxi o en algún otro medio, pero iría, porque tenía inquietudes y no quería quedarse en silencio, como había ocurrido el día anterior. Decidió salir de casa a las once y veinte y tomó el primer bus que vio. Tomó asiento y, de un momento a otro, comenzó a sentir pesadez en los párpados y liviandad en las manos; no coordinaba sus miembros y la lengua se enredaba; logró recostarse hacia su derecha sobre el vidrio de la ventana; lo hizo de una manera inusual, porque su mejilla quedó asentada en el frío cristal.

El paisaje era muy extraño, y el calor demasiado sofocante; es muy incómodo andar con una sotana en esos climas, intentando trepar un muro de bareque para fugarse de unos implacables miembros de la Santa Hermandad. Había violado aproximadamente a más de ochenta monjas en distintos conventos del virreinato. Lo querían colgar lo más pronto posible.

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