viernes, 30 de septiembre de 2022

La abuela huraña (y mis pensamientos gentiles)

Crisis. Creo que le puedo asignar ese estado a todo el cúmulo de sensaciones que se apoderaban de mí en esos tiempos juveniles en que andaba en “Operación «conseguir» novia”. Era nula la confianza para establecer una comunicación que fuera recompensada con la tan anhelada relación y ello se traducía en una timidez bastante marcada, que incluía, en su halagüeño paquete de dificultades, la habilidad para terminar expresando incoherencias cuando la oportunidad de interactuar acaecía.

En pleno diciembre de 2003, con mis recién cumplidos diecisiete años, fui invitado a la celebración del cumpleaños quince de una amiga. Recuerdo que se realizó en el salón social de la unidad donde ella residía y que este estaba ubicado en un segundo nivel. Este detalle podría ser irrelevante, pero permanece en mi memoria porque justo cuando terminaba el ascenso me percaté que al lado de la puerta de ingreso había una joven que me generó interés casi inmediato: un largo cabello ondulado, color castaño, caía sobre sus hombros; un rostro algo “relleno” con algunas pecas; una mirada aguda, como de quien anda formulándose varias preguntas en su introspección; con algo de sobrepeso, calzaba en unas sandalias tipo plataforma que ayudaban a aumentar su corta estatura. Recuerdo que las miradas se cruzaron por un instante. En el transcurso me enteré que ella era una amiga de la agasajada. Digamos que se llamaba Licinia, así ahorramos palabras para aludirla y no exponemos su nombre real, aunque yo ya me expongo relatando esta historia.

Yo seguí mi recorrido y me ubiqué en alguna de las sillas, para así observar todo el evento festivo. Alrededor de las diez de la noche concluyó el jolgorio en el salón y fue trasladado al apartamento de la quinceañera.

En esos tiempos de torpeza para flirtear era de enorme ayuda la ingesta etílica y tuve la oportunidad de estar bebiendo whisky, lo que generó un notable estado de confianza. Fue así como se generó una conversación con Licinia, que tenía un tono rutinario, pero que auguraba buenos resultados a futuro. Avancé tanto en esa expedición “cortejil” que obtuve el número telefónico de la casa de Licinia. A los pocos días la invité a salir. Fuimos a un centro comercial y comimos helado; nos la pasamos conversando de varias cosas y yo comencé a sentir que podía fluir como individuo en ese tipo de situaciones. Incluso compartí infidencias que consideraba especiales o solo concedidas a quien se ganase mi confianza. Todo funcionó, al menos esa tarde.

Recuerdo que, cual joven ingenuo, me ilusioné de una manera exagerada y empecé a inventarme futuros escenarios de dualidad con Licinia. Imaginaba el momento en que le expresara mi interés sentimental y eso me revolvía el estómago con un coctel cuya receta se componía de dicha y pánico. Imaginaba mis visitas a su casa y las de ella a la mía. Y claro, imaginaba los besos y todas esas cuestiones íntimas que van ocurriendo entre dos personas vinculadas por sentimientos de cariño, de amor, etcétera…

Y ahí llegó la fractura. El combustible de confianza se cristalizó de repente y cuando tomé el teléfono para llamarle a la casa, comencé a tensionarme. El emocionante paquete de felicidad llegaba cargado de sensaciones tan indeseables como sudor copioso, corazón acelerado y voz quebradiza y débil en el tono, además de una maravillosa nube que se estacionaba amigablemente en mi cabeza y paralizaba las mejores ideas que hubiera podido tener para generar mayor confianza en la interacción con Licinia. Así las cosas, agarraba el teléfono con mi mano temblorosa y la respiración agitada…

Hundir cada tecla se convertía en un momento de agonía eterna y, finalmente, cuando lograba hablar con ella, seguramente se percibía mi voz nerviosa, saludando casi de afán, desconectado para escuchar con la debida atención y disparando velozmente mi mensaje de invitación a salir. Licinia se negó a las propuestas; siempre había algún contratiempo que le impedía aceptar los planes. En principio, en mi estado fantasioso, creía sinceramente que ella no podía, así que seguí insistiendo unas pocas veces más, repitiendo el que ya se había convertido, para mí, en un agónico ritual.

La cereza del pastel llegó cuando quien comenzó a contestar las llamadas en la casa de Licinia fue su abuela. Desde la primera vez comencé a inferir que mi espiral de perdedor se afianzaría con ahínco… La anciana era inversamente proporcional al modelo de amabilidad y sus respuestas ante mi solicitud de ser atendido por Licinia se traducían en un tajante “no está”, con un tono casi enfático que terminaba menguando los pocos ímpetus que había ahorrado tras días y días de exhortarme a llamarla y perder el pánico. En esos instantes, mi tono de voz se reducía de manera enorme y, por mera educación, intentaba agradecerle a la señora por su atención, pero tardaba más en balbucear “gracias” que en identificar que ya habían cortado la comunicación.

“Vieja urraca, vieja malparida” y vituperios similares fueron mi revancha en soliloquios cuando terminaba la conversación. Hoy no me enorgullezco de ello, claro está, pero en mis bríos juveniles y con una marcada ausencia de autocontrol, sumada al ya mencionado coctel interior que me atormentaba entonces —y me atormentaría un poco más, en tiempos posteriores, durante otros intentos de flirteo—, mi estallido ante la impotencia de no poder lograr las cosas como las había imaginado ocurría en tales proporciones. No vale la pena citar ni parafrasear otras palabras de alto calibre que excreté con virulencia.

Recuerdo que dejé de llamar a Licinia durante un tiempo, hasta que, por alguna necedad de mi parte, o por la tozudez y el exceso de fantasía, decidí volverla a llamar, casi a finales de 2004. La huraña abuela seguía contestando las llamadas y para mí todo se tornaba igual a lo anteriormente descrito. Igual, con el bonus de las palabrotas cuando la anciana salía de escena.

Logramos salir una vez más, la última, en la cual reproduje comportamientos erráticos. Hice énfasis en lo que consideraba su belleza, exageré la sinceridad de mis deseos y disfruté de la emocionante nube mental que me ganaba la partida para articular las palabras adecuadas, para dejar fluir una conversación que representar una construcción de vínculos más firmes y “prometedores” y no una búsqueda de recompensas al estallido hormonal de la juventud.

Después de esa cita —si así se le puede llamar— recuerdo haberle enviado una carta y un regalo a su casa, que fue compensado con la sinceridad de ella al otro lado de la línea. Traducción: no había correspondencia y, por supuesto, mi yo actual lo hubiera evidenciado mucho tiempo atrás.

En algún momento escuché el rumor de que yo no le había gustado a ella porque “era muy tímido”. En estos momentos de mi vida pienso que simplemente no hubo convergencia o tal vez esta fue fugaz… En todo caso, no hay que darle más vueltas a las cosas, aunque, curiosamente, hoy esté escribiendo sobre esta situación.

Espero que la abuela de Licinia esté bien, aunque todavía me sonrío recordando mis reacciones ante su evidente grosería al otro lado de la línea.


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