martes, 27 de septiembre de 2022

Zafira (de agosto 24-2018)

Esa fue una de las pocas cosas buenas que hizo el primo de mi mamá mientras convivimos con él: ponerle el nombre a la gata, que confundimos, inicialmente, con un gato. Por ello, al principio, se bautizó como “Zafiro”. “Ese gato es un zafiro, se va a llamar zafiro”, dijo él, quizá en un momento de inspiración natural, o imbuido por alguna de las sustancias que le gustaba consumir. El nombre no cambió, solo el género. Estuvo bien.

Era una gata siamés que nos obsequiaron en la casa de los abuelos paternos; la recuerdo como el primer animal de compañía que tuvimos en la familia (se sugiere que no se les llame mascotas, porque alude a un “juguete” o “talismán de la suerte”); con su color caqui en gran parte del cuerpo, cola y orejas café oscuro, y ojos grises. Era hermosa. También demasiado irascible e indómita; adoraba a mi mamá, pero también era capaz de reñirle sin reparo alguno. Me gané varios arañazos por buscarle juego y también vi cómo llegó casi muerta a la casa cuando la encontramos luego de varios días de una sospechosa desaparición; doña Estela, la de las arepas, decía “que había aparecido lastimada en el pequeño solar de su casa”.

Zafira reconocía la hora en que el bisabuelo comía y se le acercaba para saborear algunos granos de fríjol y pedazos de pescado frito que él le obsequiaba tirándolos al piso. Recuerdo el platito de la leche, azul celeste, que estaba ubicado debajo del fregadero. Hoy creo que la gata me hizo querer ese líquido; quizá anhelaba ser como los gatos, poderme meter debajo de la nevera y observar con agudeza los distintos movimientos y rutinas de la casa. También tener siete vidas, o que tanta gente, tantos seres que he amado, las tuvieran, para que no murieran, como algunos que ya se han ido.

Tuvo varias crías; en esa época las campañas de esterilización animal no eran masivas —quizá ni existían— y la prensa ni siquiera mencionaba ese tipo de temas, por lo cual muchas personas conocidas —otras no— llegaron a recibir la dádiva de pequeños gatitos. En cierto momento decidimos adoptar a uno de sus hijos, al cual nombramos Mizi-Fu (si un día vuelvo a tener un gato, le pondré ese nombre); era el típico “gato vaca”, con los mapas negros en un fondo blanco (tal vez luego cometieron incesto y ella era abuela y madre de sus propios hijos gatunos; él, padre y hermano medio).

Zafira adoraba tanto a mi mamá que era capaz de cruzar la avenida que atravesaba nuestro vecindario para ir detrás de ella, cuando esperaba la llegada del bus escolar que nos transportaba a mi hermano y a mí.

Los animales tienen alguna sabiduría, y sí aprenden, sí adquieren experiencia. Una noche sabatina, mi mamá había salido hacia la casa de una de nuestras vecinas. La puerta principal tenía también una reja metálica, que solíamos dejar entreabierta cuando efectuábamos alguna salida breve; Zafira solía ubicarse en una ventana contigua al portón y desde allí observaba las dinámicas del sector. De repente, un Renault 4 color rojo, ocupado por una familia de unas cuatro personas, pernoctó violentamente en la acera y solo pudo detenerse cuando tiró al piso la reja mencionada; el vehículo venía sin frenos (curiosamente, el conductor trabajaba la cerrajería y al día siguiente compuso el daño causado). Y Zafira se demoró varios días para volver a realizar su rutina de exploración desde la ventana.

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