martes, 27 de septiembre de 2022

La rifa de lo recóndito (de agosto 7-2018)

El vacío que perforó el estómago de Juan Daniel fue enorme cuando escuchó la propuesta que tanto deseaba. Era pánico. También incredulidad. Se había imaginado en numerosas ocasiones ese momento; creía que tenía todas las posibilidades contempladas, bajo “control”, pero estaba corroborando que todo ese discurso de la preparación era una falacia. Todo resultó de una manera tan inversa que ni siquiera él fue capaz de tomar la iniciativa.

Sentía una rabia enorme. Enorme y profunda, que parecía seguir el mismo recorrido de su sangre; circulaba entonces por todo su ser; era un veneno, en su interior —el alma que él confiaba tener— que lo iba quemando, lo destruía, pero, irónicamente, también lo revitalizaba. Adicionalmente, el dolor y la desesperanza eran otros de los habitantes permanentes en su ser. Era el cúmulo de experiencias amargas, que habían menguado la ilusión pura de otros tiempos; no llegaría el amor verdadero, y por eso los dominios del corazón eran áridos, tierra estéril para el cultivo de lo sublime.

La mezcla explosiva del orgullo y el dolor guiaron sus pasos hacia ese lugar, aunque también se lo había prometido, a sí mismo, durante las incontables noches en las que se aferró a la bebida como tabla de salvación y de consuelo para su fracturado ser. Sus amigos también padecían el mismo mal, así que, henchidos de ímpetu, habían decidido participar en ese plan de resignación, de entrega, de renuncia a la ilusión generada a la luz de las narraciones de aquellos que vivieron la felicidad, pero porque supieron resistir ante la adversidad y curtieron su alma comprendiendo que solo eran experiencias que nutrían al alma, que contribuían como aprendizaje.

“Me fascina hacer el amor, ¿por qué no vamos allí arriba y lo hacemos bien rico?”, fue la frase que marcó el compás de los ímpetus depuestos. Juan Daniel se sintió en el mismo mercado de feria que había vivido a sus doce años, cuando la morena imponente lo escrutó con voracidad y lo calificó como presa posible para el encuentro sudoroso y ansioso de dos cuerpos jóvenes. Pero su orgullo de varón —ancla arraigada en el fondo de su ser— le impidió aferrarse al clamor de sus sentimientos, que se iban extinguiendo a cada paso que daba hacia el estadio de su triste transacción.

Sintió el olor a sudores de otros. Ella comenzó a desnudarse y él la respetó. Lo acarició, lo halagó, lo besó y lo tiró a la cama. Él estalló en el calor de esa erupción volcánica —ya conocida en mil relatos— rápidamente, porque no sabía con certeza lo que debía hacer. Terminaron. Él salió, y encontró a Adolfo, uno de los amigos, sentado al borde de la cama, en otra habitación, resignado, indefenso... También regaló una parte de su destino allí.

Esa no era la historia que lo enorgullecía, pero tampoco permitía que las tribulaciones de ese momento en su pasado lo torturaran. Juan Daniel siempre consideró que ese fue un camino escogido por sí mismo. No lo decía, no relataba esa situación; era el secreto suyo y de los amigos partícipes entonces. Era su marca, su duda, la puerta de sus juegos psicológicos, de la retrodicción que lo lastimaba con mayor fuerza.

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