martes, 27 de septiembre de 2022

Era amargura (de julio 27-2018)

Esos días, con el año a punto de cerrar, no la estaba pasando nada bien; la convalecencia había llegado de manera sorpresiva, y parecía inquilina de largo aliento; se hallaba desorientado, no lograba distinguir, por momentos, la realidad frente a esa ficción que se tejía en sus elucubraciones; en las vigilias nocturnas, causadas por los cuadros de dolor; en los sueños que lograba arañar cuando la leve tregua del descanso lo arrullaba.

Estaba paranoico y malhumorado; no dejaba de ir al pasado y, por gusto —o masoquismo— lo ponía en contraste con el presente; se reprochaba, luego también se felicitaba, y así se la pasaba durante varios lapsos: vaivén de sensaciones, y de sentimientos.

Le gustaba releer las misivas de otros días, que alguna vez creyó gratos y felices, pero que luego se transformaron en sombras funestas de la desesperación y el desconsuelo. Se reencontraba con sí mismo, y se reinventaba también; se hacía añicos y volvía a componerse; se debilitaba y luego se fortalecía. Esos bríos, ese ímpetu, lo llenaban de una confianza sorda que llegaba a los dinteles de la soberbia, de una altivez cuya frialdad le refrescaba y le permitía, irónicamente, ver el presente con una claridad momentánea, temporal, porque los estados febriles regresaban y menguaban los arrestos adquiridos para superar las dolencias del alma.

Desolado, así estaba, así se sentía. Quienes juraron acompañarle en su enfermedad no aparecían, y solo las lisonjas y la zalamería eran las atenciones recibidas por esas personas. Promesas, pretextos, palabras bonitas. “Paja, pura paja”, murmuraba, desesperado y resentido.

Solamente una persona lo acompañó, con enorme atención y preocupación, durante el proceso. La que menos creía, la que no podía imaginar allí, en ese vertiginoso viaje, el que él desconocía entonces.

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