domingo, 11 de mayo de 2008

Citas, amor y traición

El silencioso y penetrante olor a anticuario inundaba lentamente su habitación mientras Ramiro sacaba la máquina de escribir. "Es que nadie podría comprender, pero considero que escribir a máquina es casi como escribir directamente en el papel, porque en ambos casos la hoja de papel queda impregnada con un sentimiento del cual carece el medio electrónico." -pensaba casi afiebrado de la emoción y el sentimiento-. Así que decidió que lo mejor que podía hacer era declarar por ese medio los sentimientos que se cocían día a día, hacia la mujer que prácticamente era la dueña de los predios de su corazón.

Entretanto, Manuela esperaba ansiosamente a su cita. Todo estaba tal cual se había programado, pero él estaba -a su parecer- algo retardado. Sólo habían pasado dos minutos a partir de las ocho y media de la noche, cual lo acordado. Tomaba algo de cerveza para matar la impaciencia, porque en aspectos de puntualidad ella tenía sangre Inglesa.

Luego de vestirse lo mejor que pudo, salió apurado hacia el restaurante en el cual ambos se encontrarían. Él tenía que evitar la traición cometida por su mejor amigo. Si se quedaba de brazos cruzados, Roberto se apoderaría de su amada. Inclusive tenía buen tiempo, podría ejecutar su plan calmadamente, porque disponía de información privilegiada según la cual Roberto llegaría con un retraso de media hora a la cita.

Llegó pues, "con la carta en una mano y el corazón en la otra", así lo pensaba Ramiro. Caminó pausadamente, evitando tropezar con los escalones que lo separaban de la mesa de su amada. Todo su cuerpo temblaba. El amor, el deseo y la adrenalina lo poseían completamente, si bien sus pensamientos eran claros y concisos. Sintió un golpe en el pecho cuando la vio. Afortunadamente estaba sola.

Roberto recibió una llamada mientras el taxi, que lo dirigía al mismo lugar, aceleraba intrépidamente en la congestionada avenida. "Oiga jefe, Ramiro está con ella. Está enterado de todo. Qué hago?". "Déjalo fuera de combate", respondió tranquilamente, aunque con una leve risa nerviosa, el pasajero del taxi.

"Holaaa... esteee... pues sólo quiero que leas esto y consideres muchas cosas... antes que cometas... un grave error...", dijo Ramiro con un nerviosismo tal que no parecía él mismo, sino un espectro usurpador del Ramiro alegre y tranquilo. Su voz, aunque aguda por los nervios, reflejaba cierto aplomo, cierta resignación, porque muy en el fondo pensaba que ni si quiera su carta podría surtir efecto. Algo más tendría que hacer.

"Ramiro? Qué haces aquí? No ves que estoy en una cita?", le respondió alarmada y avergonzada Manuela. Ramiro le entregó su carta, guardada cuidadosamente en un sobre color rojo ahumado y con sello dorado. Luego, salió cabizbajo, con un paso lento pero firme, como si estuviese llevando el féretro de alguno de sus amigos muertos en guerra.

Su sorpresa fue grande al encontrar a Roberto. Tenía en su rostro el alma de la ira desatada. En su mano portaba una nueve milímetros, con su provisión llena por si fallaba en sus primeros disparos. Quizá quisiera asustar a su amigo, pero en el fondo sentía un odio visceral hacia él, porque sabía que la carta entregada significaba el fin de su alocada aventura con aquella mujer de la cual sólo deseaba unos momentos de salvaje pasión. Si, quizá -pensaba- la carta decía todo aquello, allí estaba desvelado todo su plan. Eso pensaba él. Sin pensar, ya su arma apuntaba hacia el ojo derecho de Ramiro. Y éste estaba dispuesto a disparar su viejo revolver, el que también olia a anticuario, porque solía guardarlo con su máquina de escribir. A su vez, Manuela bajaba por la puerta trasera del restaurante y llamaba a la policía. En dos minutos las vidas de aquellos desdichados cambiaría para siempre.

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